Demoledor retrato de la alta sociedad norteamericana de principios de siglo, pero en el fondo, de la naturaleza humana en su peor versión. Bajo un mundo de cortesía y buenas maneras, Terence Davies, que dirige y escribe el guión basado en la novela homónima de Edith Wharton, nos muestra la falta de empatía, la falsedad, la mezquindad, el egoísmo, la hipocresía y la maldad, porque hay que llamarla así, sin caer en estereotipos grotescos ni cosas absurdas, sino con mucha fineza, realismo e inteligencia. Se trata de un juego, en el que se mezcla las apariencias, las convenciones sociales, la mentira, el interés y el dinero, en el que Lily Bart (una enorme Gillan Anderson) es la víctima ideal porque es débil.

La película es típicamente británica, a lo que si le sumamos que es un drama de época de aíres victorianos, nos saldrá un producto de impecable factura, rodada con elegancia y sobriedad. Destaca, junto a los cuidadísimos diálogos y el estudio psicológico, una gran ambientación en la que el hermoso vestuario de Lily brilla con luz propia. Aunque para ser justos, es la propia Lily, una auténtica Gibson Girl, la que te enamora. No sólo es guapa sino muy decente, encantadora y demasiado buena. Yo no le veo ni un defecto. Odio a todos los que la han dañado, no la han ayudado o no se han atrevido a amarla. ¿Será posible que no haya nadie que se parta el pecho por ella? Qué asco de mundo.