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Críticas de Pedro_Moraelche
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Críticas 18
Críticas ordenadas por utilidad
5
23 de octubre de 2022
28 de 33 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Los renglones torcidos de Dios” es una célebre novela escrita por Torcuato Luca de Tena en 1979, que trataba de exponer fidedignamente el turbio y mal comprendido mundo de las enfermedades mentales. Para ello, el autor ingresó durante tres semanas en un hospital psiquiátrico observando y tomando nota de personajes y caracteres que afloraron de modo bastante diverso y fiel en la novela. Como hilo conductor, la trama de una detective privada, Alice Gould, que ingresa fingidamente (como el propio autor) en un hospital psiquiátrico, en supuesta complicidad con un médico y el director, para investigar el supuesto asesinato del hijo de otro supuesto doctor. Su informe de ingreso dicta que sufre de paranoia, una especia de síndrome de don Quijote que le hace convencerse de que todas las cosas que ve son en realidad como ella, con inteligencia y perspicacia, las imagina y novela. Ha intentado envenenar a su marido, aunque ella cree que es el marido quien intenta deshacerse de ella. Pero nada es lo que parece y, aunque el director del hospital está convencido de su paranoia, la lucidez de la enferma y su lógica narración de lo que según ella sucede, donde se mezcla la realidad y la invención, termina por convencer a todo el mundo de que es víctima de una conspiración de su marido para tratarla como loca y quedarse con su dinero. La muerte en extrañas circunstancias de algunos internos da alas tanto a una parte como a la otra de ratificarse en sus convicciones. Para comprender el final de la historia y el alcance de las enfermedades mentales, lo mejor es leer la novela, cuyo título además les da una dimensión espiritual: son como renglones torcidos de una supuesta creación perfecta de un supuesto dios perfecto. El problema es que son pocos los que se han leído la novela o los que sienten interés por el cine que no siga el patrón comercial americano, de taquilla asegurada, entretenimiento manido, tópicos narrativos y sorpresita final.

Pues en ese patrón ha metido Oriol Paulo la novela, demostrando una vez más por dónde suelen ir los andurriales del cine: buena factura técnica, llamativas puestas en escena, buenos efectos especiales (como en el desdoblamiento de personalidad de Alice), buena fotografía (con mucho bokeh, claro), sonido potente (y volumen para dar sustitos), música anodina de fondo, intérpretes faltos de registros y transiciones pero con postureo de planos y dicción tan trascendente como preparada, guiños intertextuales (mucho Scorsese de “Shutter Island” y mucho Kubrick de “El Resplandor”), y sobre todo mucho thriller, que es lo que mola: ahora estás loco, ahora no, y después tampoco pero al final sí, pero no. El malo que parezca malo y el bueno que parezca bueno para al final todo sea al revés. Por supuesto, descartemos cualquier hecho o carácter que merezca reflexión y descripción, porque eso no entretiene, la película dura dos horas y media y hay que contar una historia.

El tratamiento de los enfermos de la novela es muy superficial, y son casi figurantes bien interpretados, salvo Urquieta, el hidrofóbico (muy bien encarnado por Pablo Derqui). Importan tan poco que, cuando se esclarece la culpabilidad del asesinato de uno de los internos, uno se pregunta qué demonios pinta ahora ese culpable y sus motivaciones si la película se ha centrado exclusivamente en la historia de Alice Gould y la conspiración para ingresarla en el hospital. Los actores principales demuestran su buen oficio dentro de una dirección bastante pobre, enfocada a los esquemas de la mera intriga: Barbara Lennie da muy bien el perfil de Alice Gould, pero sobreactúa en su personaje paranoico y es muy plana en su personaje real. Eduard Fernández, lo mismo: sobreactúa en su personaje de director insensible y corrupto y es bastante plano en su personaje de médico. Loreto Mauleón, en realidad, podría decir esas frases en ese papel o en cualquier otro, dado que su personaje no tiene más relevancia que ayudar al protagonista frente al antagonista. El papel de la policía es de la clásica película B: no me entero, no hago por enterarme y cuando me entero, todo el mundo estaba enterado.

Llama la atención la puesta en escena, en función del efectismo del thriller: el hospital psiquiátrico es una especie de cárcel claustrofóbica en mitad del bosque donde cada dos por tres llueve a cántaros, con detalles que recuerdan más a una fábrica (que es donde realmente se rodó) que a un hospital. Y aunque la dirección de arte se esfuerza por crear un ambiente inquietante y sombrío, tiene pequeños gazapos que notarán sobre todo los carrozas madrileños: ¿qué pintan matrículas de 1999 en 1979?

Torcuato Luca de Tena termina su novela con dos escenas necesarias: una (como en la “Psicosis” de Hitchcock) en la que se explica el misterio de la mente de Alice Gould y la clave de todo lo que ha pasado, que es su marido Teodomiro (soslayado en la película de modo bastante torpe), además de explicar por qué se la pone realmente en libertad (que se omite en la película); otra, en la que Alice Gould revela su verdadera personalidad y toma una decisión tan lógica como hermosa y trascendente, para lo cual hay que entender el final en su contexto. El final de la película es el típico rizo rizado de sorpresas de un típico thriller: ¿te creías que Alice no estaba loca? Pues va a ser que sí, o quién sabe si no. Eso sí, el plano de Barbara Lennie y el corte a negro son visualmente muy eficaces.

En conclusión, si no se lee la novela, ni se tiene intención, se pasarán dos horas y media muy entretenidas con la historia, porque el ritmo y el montaje, junto con la fotografía y la puesta en escena, son lo mejor de la película. Ahora bien, quienes recuerden el libro o esperen algo más que un thriller psiquiátrico a la americana, pues que vayan preparados para otra cosa.
Pedro_Moraelche
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7
15 de julio de 2013
11 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
El gran director teatral Peter Brook ya había dirigido el montaje de El rey Lear en 1962, con la Royal Shakespeare Company y Paul Scofield en el papel protagonista. Nueve años después, dentro de su escueta carrera cinematográfica, aborda la versión cinematográfica con el mismo actor, rodada en blanco y negro y fiel reflejo de la peculiar dramaturgia de Brook.

No es una adaptación fácil de la obra de Shakespeare, sobre todo vista desde una época en la que se espera un ritmo más ágil y a veces frenético. El ritmo es lentísimo, denso, apropiado para saborear y pensar las palabras más que para seguir una historia, lo cual borra o replantea las fronteras entre lo teatral y lo cinematográfico, acertada o desacertadamente según gustos. Habrá quien la encuentre casi sobrenatural y habrá quien bostece al cuarto de hora. Evidentemente, los versos de Shakespeare resuenan, golpean, atruenan en cada escena de esta obra maestra sobre los engaños de los sentimientos, la fatal energía de crueldad y estupidez del ser humano y la locura y la muerte como la catarsis liberadora de todo el laberinto de intrigas, traiciones y sufrimientos inspirados en la figura del legendario rey británico Lear.

El trabajo de Brook con los actores es tan sobresaliente como peculiar, comenzando con un Lear perfecto en perfil y carácter como Paul Scofield, pero sin olvidar a Irene Worth como la cruel Goneril, Susan Engel como la gélida y mortal Regan, Cyril Cusack y Patrick Magee como sus despiadados y a la vez sumisos maridos Albany y Cornwall y Alan Webb como un Gloucester lleno de patetismo. Destacan también Jack McGowran como el Bufón, Robert Langdon-Lloyd como Edgar, el hijo fiel, o Ian Hogg como el bastardo Edmund. Los actores recitan largos parlamentos e incisivos diálogos buscando la veracidad interior pero a costa de un excesivo artificio, típico de algunas interpretaciones del "Método" teatral que a algunos espectadores fascina mientras exaspera a otros.

La película tiene grandes aciertos como las localizaciones en páramos, playas y vacíos atemporales y simbólicos. El poder escenográfico de Brook es patente en cada escena, como en el barrido por rostros mudos en los créditos sólo roto por el sonido de una puerta que se cierra, el trono preeminente y a la vez aislado de Lear, la naturaleza agresiva y desolada, o el cielo blanco final de la muerte de Lear. Magnífica la escena del ciego Gloucester en la playa creyendo estar en el acantilado que le cuentan las palabras de su hijo Edgar, a su vez disfrazado de Tom. Gran vestuario y maquillaje, subrayando siempre el desasosiego, el dolor y la miseria. La cámara busca, lógicamente, el primer plano del actor, aunque también compone cuadros deslumbrantes en planos más abiertos y se comporte a veces de manera desconcertante, sacando a los personajes de cuadro o moviéndose caprichosamente.

Lo negativo de la película, aparte de la excesiva lentitud, es la falta de unidad. Cada escena por separado es brillante, pero no hay una ligazón clara de espacios y tiempos, con lo cual el espectador poco conocedor de la obra de Shakespeare puede llegar a perderse.

Una película para incondicionales de Shakespeare, de Brook y de la interpretación teatral. Tiene muchas más virtudes que defectos, aunque estos hay que tomárselos con paciencia y ganas de pensar.
Pedro_Moraelche
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2
7 de julio de 2013
13 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
Precedida por el éxito en la Berlinale, donde ha alcanzado el Premio de la Crítica (haciendo buena esa fama de que cuanto más aburrido seas, más fascinación despertarás en los críticos) nos llega esta película sobre el conflicto árabe-israelí filmada por una activista y documentalista canadiense. Tema interesante, actual, duro, y que cinematográficamente da juego, pero que en manos de Barbeau-Lavalette se queda en un batiburrillo a medio camino entre el docudrama (que es lo suyo) y el drama psicológico de una médica atrapada entre dos mundos opuestos, enemistados y desiguales debido a la aplastante superioridad militar de uno de ellos. Con una visión occidental al fin y al cabo, y políticamente correctita, nos quedamos con un montón de estampas, algunas de ellas muy repetitivas, sin entrar a analizar un montón de historias y personajes que seguramente habrían interesado más que las idas y venidas de la médica.

A pesar de lo impactante de las imágenes del basurero en que sobreviven los palestinos al pie de ese infranqueable muro de la vergüenza israelí, o del abusivo control militar israelí sobre la vida cotidiana de la gente, la película es soporífera y presenta varios problemas. El principal es un guion malísimo, casi de boceto, donde se presentan escenas, se apuntan historias y se detallan costumbres, pero no se desarrolla ni traba historia alguna salvo al final, donde el drama de la chica palestina enfrentada a la pérdida de su hijo y su relación de amor-odio con la doctora despierta por fin el interés no por el tema de referencia de la película, sino por la película en sí. Las relaciones entre los personajes se quedan esbozadas, sin desarrollar sus posibilidades, y no vale la excusa de la sugerencia: la atracción entre la médica y la soldado israelí con la que convive, por ejemplo, pedía mucha más sustancia.

El segundo problema es la desacertada elección de Evelyne Brochu para llevar, en primerísimo primer plano, todo el peso de la película. Es una actriz con presencia, muy guapa, pero expresiva cual bloque de hormigón, aunque a veces abra los ojos un poco para demostrar sorpresa. No sucede así con el resto de actores: Sivan Levy está muy interesante como la soldado israelí obligada a compaginar su deber y sus sentimientos, y Sabrina Ouazani borda el papel de la palestina mártir a pesar de las deficiencias del guion.

El tercer gran problema es esa irritante, mareante y falsamente realista moda de utilizar el primerísimo primer plano y la steady cam para todo, aunque el personaje se ate las zapatillas y le estemos viendo la nuca mientras la cámara sufre de tembleque. Podría funcionar si los directores aprendieran un poco de Dreyer o Eisenstein, pero tener el rostro glacial de Brochu en ppp cada dos por tres sin venir a cuento no es la mejor manera de interesar ni emocionar al espectador. No ocurre así, sin embargo, en el plano simbólico de cierre, sin duda lo mejor de la película.

La historia atrae por el tema, pero no basta. Hay que saber contarla.
Pedro_Moraelche
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10
9 de agosto de 2019
8 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una película emocionante, dura, reflexiva, sin trampas, sobre las personas excluidas de la sociedad desde su nacimiento, esas de las que ayer decíamos, entre el desdén y la ignorancia, que tienen retraso o subnormalidad y hoy, al menos con un poco más de respeto, que tienen esta o aquella discapacidad o necesidad educativa especial. Personas que viven internadas en un colegio a espaldas de una sociedad incapaz de comprenderlas y asumir quiénes y cómo son, a expensas de un estado capitalista que duda de la eficacia de su educación y preferiría gastar el dinero en alumnos “excelentes”, en manos de unos educadores que se desviven por ellos porque han encontrado el sentido a su vida, sin importar las expectativas de triunfo, porque la dignidad de esas personas significa mucho más.

Una película producida y montada por Stanley Kramer en perjuicio de su director, el independiente John Cassavetes, que no estaba de acuerdo con el punto de vista sentimental y convencional de Kramer. Sin embargo, su dirección es muy acertada, con planos cortos de emotiva naturalidad, travellings interesantes, ángulos creativos y una estupenda fotografía. Los imaginativos créditos, a base de dibujos de los niños, nos sumergen en lo que será después una descripción seria, objetiva, diversa y cariñosa de las diversas discapacidades que tienen.

El sólido y bien trenzado guion de Abby Mann se centra en la historia que da el sugerente título original a la película (Un niño espera) aunque la manía dobladora de la época pusiera ese otro título en español tan lírico como poco acertado, porque lo que vemos es el mundo inverso, sin ángeles (esos niños no lo son), pero con paraíso (el de las personas que trabajan por ellos). Reuben, magníficamente interpretado por Bruce Ritchie, es abandonado en el colegio por sus moralmente arruinados padres y nunca van a visitarlo, aunque él los espera cada miércoles y vive obsesionado por ellos. El colegio está regido por el duro, tozudo, atormentado y racional Matthew Clark (personaje que asume Burt Lancaster con la brillantez habitual), que no consigue nada con ese niño tan especial pese a su éxito con otros, y que tendrá que aceptar estrategias menos teóricas y más sentimentales como las de la profesora Jean Hansen (Judy Garland), sin experiencia pero buscadora de alguien que la necesite tras una turbia vida fracasada y que comprende enseguida que el niño depende de la figura progenitora, que ella asume contra los criterios del director, más empeñado en conseguir que los niños se ayuden a sí mismos. Todos tienen su parte de razón, su parte de fracaso y también su parte de éxito.

Una mención especial merece Judy Garland, en la que fue su penúltima película, seis años antes de su muerte. La otrora gran estrella del musical, la Dorothy de El mago de Oz, es aquí una mujer madura, de voz rota, perdida, deseosa de que alguien la quiera, con una interpretación que resta de glamour lo que ofrece de autenticidad.

La película hace pensar, formularse preguntas, debatir, replantearse prejuicios y admirar la labor de los educadores. Y sí, también llorar a poco que se conozca a uno de estos niños de los que nadie espera nada, que tal vez consigan sólo hacer, con suerte y paciencia, un trabajo simple y mecánico.

-Cuando mi hija nació, creí que era la peor tragedia que le podía pasar a un padre, pero ella no sabía que era una tragedia: la tragedia debía estar en nosotros mismos.

¿Qué se puede decir después sino dar las gracias por haber venido?
Pedro_Moraelche
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5
5 de julio de 2013
8 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
La película tiene, como todas las de Ken Russell, la fascinación de serie B de culto, de originalidad con desparpajo, de provocación ya desfasada y de sordidez de disco-pub. Cuenta para ello con buenos actores y una llamativa iluminación de neón intermitente. El argumento promete: una diseñadora tan formal como gélida (Kathleen Turner), que de noche se transforma en China Azul, la puta con la que muchos hombres sueñan: guapa, descarada, imaginativa, teatral, autónoma, profesional y, sobre todo, redimible por amor. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Se enamora de ella un chico joven, atractivo, sentimental y honesto (John Laughlin), aburrido de su matrimonio con una mujer aburrida y que prueba sus sofisticadas delicias debido a que la sigue como detective por encargo del jefe de ella, que sospecha equivocadamente que es una ladrona de diseños. Por medio, la originalidad delirante de la película: Anthony Perkins como un presunto predicador loco de atar, a caballo entre la homilía y el vibrador, que persigue a la chica para "salvarla" del pecado; una triste y prescindible caricatura de ese Norman Bates de "Psicosis" que fue para Perkins su mayor mérito y su mayor lastre. Por la doble vida de Joanna-China Azul pasarán además estrafalarios casos de gentes que recurren a sus servicios, entre el esperpento e incluso la ternura.

Lo peor es que el guion va a tirones, no termina de desarrollar ninguna historia, no profundiza en personaje alguno, no se molesta en trabar bien el argumento y se pierde por todos los sitios. Meritorio trabajo el de Kathleen Turner, aunque al final de la película sepamos muy poco de su personaje, salvo que confunde el puterío con el teatro y que se dedica a ello por no haber encontrado nunca un hombre al que amar de verdad, aunque al final lo encuentra, guapo y al dente, que para eso el cine es el cine.

Para incondicionales de Russell y para curiosos. La verdad es que acaba por entretener aunque dan ganas de decirle a Perkins que se vaya al infierno o, al menos, que explique quién es, pero eso no entraba en el guion, o quizás es que tampoco, como en la terapia que da principio y fin a la película, valía la pena entrar en detalles.
Pedro_Moraelche
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