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España España · Premià de Mar
Críticas de Martí
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Críticas 197
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
6
19 de abril de 2024
34 de 47 usuarios han encontrado esta crítica útil
Alex Garland ha querido, por primera vez, desmarcarse del “producto de género”. Algo que no le ha impedido, sin embargo, conservar intacta la característica principal de toda su (corta) filmografía: la pretensión de originalidad, el ansia de proponer ideas (no necesariamente historias) sorprendentes. Tal vez una de las razones por las que el nombre del cineasta inglés ha logrado preservar, diez años después de su debut en la dirección (y tras dos títulos que quedaron lejos de lograr el aplauso unánime), el aura de expectativa. Y es que, a diferencia de otros directores de trayectoria semejante, como Ari Aster, Jordan Peele y Robert Eggers (me refiero a su número de trabajos y al compromiso con el “producto de género”), la de Alex Garland no ha sido capaz de reunir un grupo de seguidores especialmente compacto.

Su nuevo trabajo se centra, sobretodo, en dos grandes temas: la revuelta social y el periodismo. En lo que respecta al primero, Civil War presenta ciertos parecidos con el trabajo de Alfonso Quaron Hijos de los hombres, en parte por compartir con él el sello de road movie. Más allá de eso, dicho tema es casi un mero contexto, una herramienta que el director utiliza para exprimir el segundo hasta llegar a la tesis que persigue. De ahí que la película no plantee exactamente un escenario post-apocalíptico sino más bien un punto bisagra entre el estado del bienestar y el caos absoluto: lo que a Garland le interesa no es el propio escenario sino incidir en el modo en que los comportamientos individuales juegan un papel decisivo en el proceso multitudinario que acaba conduciendo al mismo (más adelante volveremos a ello).

Sobre el segundo tema, resulta casi inevitable pensar en títulos como El año que vivimos peligrosamente, Bajo el fuego o Salvador: películas que sitúan a sus protagonistas en medio de escenarios beligerantes. Pero si bien todos ellos entendían el periodismo como una herramienta reivindicativa (ya fuera a través del compromiso de los personajes o por el simple carácter de la película), Civil War orienta la denuncia (si es que la tiene) en otra dirección. En ese aspecto, Garland presenta el dispositivo periodístico de un modo muy parecido a cómo lo hacía Dan Gilroy en Nightcrawler: ambos directores reflexionan sobre las implicaciones éticas, morales y emocionales que sus personajes tienen (o no tienen) respecto al tipo de noticia que cubren.

Hablando en plata, ni Lou Bloom (Jake Gyllenhall en Nightcrawler) ni Lee (Kirsten Dunst en Civil War) se mueven por el compromiso social ni nada parecido: más bien todo lo contrario. Son personajes que persiguen la noticia sin ningún tipo de pretensión activista. Pero, incluso en ese aspecto, ambos trabajos contienen una notable diferencia: si Gilroy presentaba un protagonista cuya finalidad principal eran los altos índices de audiencia, los de Garland (Lee y su compañero Joel) entienden la noticia (sea en forma de artículo, de fotografía o de entrevista) como el propio objetivo. Es cierto que todos ellos se desentienden de la denuncia, la concienciación o el destape de grandes verdades, pero, a diferencia del primero, Lee y Joel ven el hallazgo del titular como el propio premio, prácticamente desligado de las consecuencias (en el caso de Bloom, la audiencia) que pueda comportar su descubierta.

Y es a través a esta desvinculación que Garland deja al descubierto la relación entre sus personajes y el contexto que les rodea. El modo que tiene, en definitiva, de hacer interactuar los dos temas principales de su película (periodismo y revolución social) para demostrar que, por más convencidos que estén Joel y Lee de su total desvinculación ética y emocional de cuanto les rodea, todo lo que ven acaba por incidir en sus vidas (tanto de forma psíquica —en forma de trauma—como física —su riesgo de muerte—). Pero hay algo más. Porque, en realidad, las acciones de los periodistas también condicionan el cauce de los acontecimientos. Lo demuestra, sin ir más lejos, el hecho de que el desenlace de la película tenga lugar por culpa de una decisión de Lee. Así es, de hecho, cómo Graland expone su tesis: de un modo un otro, la implicación es inevitable (las dos últimas frases de la película representan toda una declaración de intenciones, claramente orientada en esta dirección).

Para exponer todo eso, Garland construyendo su película mediante una sucesión de secuencias inquietantes y de resolución explosiva. El director quiere poner a sus personajes contra las cuerdas, forzarlos a llevar hasta las últimas consecuencias su pretendida impasibilidad. Y ahí es dónde el film choca con su punto flaco. Porque Civil War persigue aquel nerviosismo extremo tan reconocible como pocas veces conseguido, presente en secuencias como la que precede a la violación de Deliverance, la de la ruleta rusa de El cazador, la charla en la taberna de Malditos Bastardos o en la mayoría de puntos culminantes de la ya mencionada Hijos de los hombres. Un tipo de secuencia que Garland anhela e incluso logra presentar sin hacer el ridículo... pero cuyo resultado queda muy lejos de la majestuosidad que busca.

Y ello se debe, en parte, a que el director no logra quitarse de encima cierta sensación de dájà vu, detalle que impacta estrepitosamente con su ya mencionado objetivo principal: sorprender. De hecho, la mayoría de los giros resultan previsibles e incluso, en ocasiones, más bien poco creíbles. Y si bien es cierto que dichos defectos no impiden a Civil War alzarse como una película compacta, dotada de actuaciones notables y con una puesta en escena correcta, también lo es que las reconocibles ansias de originalidad de su director chocan de bruces con la mentada previsibilidad de sus secuencias y la linealidad de unas formas que acaban resultando poco más que funcionales.
Martí
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7
21 de febrero de 2024
9 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Es muy interesante cómo Javier Macipe combina formas realistas con otras que casi rozan lo experimental. Por ejemplo, la magnífica secuencia que abre el primer acto de la película (una charla entre Mauricio y el público de su concierto) es cerrada con un inesperado desenlace onírico. Se trata de una secuencia creíble, evocadora y que transmite, gracias a la habilidad de Lorente por hacernos creer que está soltando el primer comentario que acude en su mente, auténticas ganas de encontrarnos entre el público. Además, también tiene una importante función contextualizadora (el hecho de que el cantante no sólo esté fumando sino que mencione la opinión peyorativa que empieza a extenderse sobre el tabaco -así como el tipo de comentarios que hace sobre el flirteo y el amor romántico- provocan una sacudida ideológica que nos obliga a situarnos en un escenario distinto del actual) y representa el primer contacto entre público y protagonista, revelando significativos aspectos sobre su carácter, sus preocupaciones y sus obsesiones.

Se trata, entonces, de una secuencia interesante por múltiplos aspectos, pero que desprende, en cualquier caso, altas dosis de realismo. De ahí lo sorprendente del hecho de que Macipe opte por terminarla con la intervención de un personaje onírico: la joven mujer que simbolizará la adicción a la heroína del protagonista. Una combinación entre realismo y experimento que sólo se dará en momentos muy puntuales, concretamente, en secuencias decisivas que, de un modo u otro, representaran puntos culminantes del viaje introspectivo de los personajes. Sin duda, una decisión que da buen resultado, tal vez porque el estilo de Macipe jamás pierde su textura cinematográfica: los encuadres, los colores, el cuidado tratamiento del sonido y los llamativos planos secuencia que componen dicha primera secuencia ya dejan constancia de una cuidada intervención por parte de todos los departamentos artísticos. Y ello adquiere especial mérito si recordamos la naturalidad que la película logra transmitir.

Esta naturalidad debe parte de su éxito al uso de los planos de larga duración, mediante los cuales el director expresa su respeto hacia la libertad de los personajes y permite el lucimiento de los actores. Es también gracias a ellos que podemos saborear la impactante caracterización que pesa sobre la actuación de Pepe Lorente (su verdadera forma de hablar resulta casi imperceptible), por más que el actor logre cargarla sin ningún tipo de exhibicionismo. De hecho, el resultado de su trabajo es creíble hasta el punto de que ni él ni su personaje dan ninguna muestra de pretender caer simpáticos: el interés del trabajo reside en el hecho de convencernos de que estamos conociendo a una persona real, con sus inquietudes, su irrefrenable necesidad de aprender y todas las contradicciones que esconde el evidente complejo del impostor que arrastra. Aspectos que la película nos deja entrever sin mostrar por completo, igual que el amor incondicional que podemos intuir entre los dos hermanos y que Macipe jamás nos permite observar desde primera fila.

Esta contención también la encontramos en el propio tono del relato, puesto que, a pesar de tratarse de una historia trágica, hay en ella un gran espacio para el optimismo. Especialmente en la parte del metraje dedicada al viaje por Argentina, una suerte de inmersión a nuevas tendencias tanto musicales como culturales que ayudan al cantante a salir de su propia celda mental. De hecho, es precisamente el estilo de vida que Maurucio descubrirá en este momento de la película el que impregnará toda la experiencia de un pequeño halo de esperanza. Acaso un modesto consuelo para la historia de un artista que decidió esquivar, para bien y para mal, aquella ventisca de fama que trató de embestirle.
Martí
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7
1 de febrero de 2024
0 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Que Sala de profesores pueda ser etiquetada como thriller no se debe tanto al hecho de que el argumento contenga un robo y la búsqueda de su responsable como al pulso inquieto de su director. Y es que, tan pronto como estalla el detonante, los acontecimientos se suceden a tal ritmo que apenas hemos asimilado el último giro cuando tiene lugar el siguiente. De ahí que el trabajo pueda permitirse desviar nuestro interés de la máscara del ladrón hacia el despliegue de los personajes, así como en sus vidas y problemas vivenciales.

A partir de entonces, Iker Çatak se sirve de dichas vidas y problemas para desplegar las consecuencias de cierta acción llevada a cabo por su protagonista principal, en un ejercicio de giros dramáticos que casi parece inspirado en la (impecable) filmografía de Asghar Farhadi: como sucede a la mayoría de los protagonistas de las películas del director de El pasado (Asghar Farhadi, 2018), Carla se descubrirá arrastrada por el torrente desbocado en el que devendrán las consecuencias de una decisión extrema, tomada en un momento de baja inspiración, si bien con la firme intención de proteger la dignidad de sus alumnos.

De todo el caos que ocasionará su nueva situación emerge otra de las grandes cualidades del film: una compleja reflexión acerca del choque de trenes que puede resultar de la incompatibilidad entre legalidad y justicia. Porque a Carla le faltan recursos legales para afrontar las injusticias que anticipa que sufrirán sus alumnos, dando la casualidad de que, en su trabajo, la legalidad es el único camino concebible. En este aspecto, Sala de profesores también recuerda a un título reciente de otro director, a saber, Monstruo de Hirokazu Koreeda: ambas películas exponen, de formas muy distintas, la priorización del seguimiento de un protocolo al bienestar de los alumnos del colegio.

Pero, volviendo al título que nos ocupa, la desafortunada acción de Carla no sólo chocará con el muro de la legalidad, sino que también la expondrá a una posible condena colectiva: su legitimidad profesional y su autoridad como docente empezarán a tambalearse en el momento en que se esparza el rumor de que una profesora de primaria ha cometido una ilegalidad. Se trata de un nuevo giro que, además de reforzar la mentada reflexión acerca de legalismos (y la prioridad de los mismos frente al bienestar de los alumnos) permite a Çatak llevar su reflexión todavía un poco más allá: como resultado de la escasez de profesores, Carla estará obligada, paradójicamente, a permanecer en el centro. Y ello reducirá, al mismo tiempo, las posibilidades a una única opción que podría ser muy perjudicial para el alumno al que remite (en absoluto responsable de lo sucedido).

Todos estos elementos son expuestos a un ritmo vertiginoso pero de una forma muy sólida, jamás excesiva, de modo que el espectador no cuente con la escapatoria de ningún defecto formal o narrativo que justifique la decisión de apearse del vehículo. Dicho de otro modo: Sala de profesores es una película que hace sufrir en el mejor de los sentidos. Porque las situaciones que plantea son tan creíbles como sus personajes, a ratos odiosos pero siempre humanos. De ahí que también podamos empatizar con los personajes menos “simpáticos” y, del mismo modo, desaprobar algunas actitudes y decisiones de Carla (brillantemente interpretada -dicho sea de paso- por Leonie Benesch).
Martí
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4
17 de noviembre de 2023
9 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Pienso en dos películas que tal vez se acerquen al estilo que Marc Rechab busca con su nuevo trabajo. Ellas son La noche de los girasoles (Jorge Sánchez-Cabezudo) y La propera pell (Isaki Lacuesta e Isa Campo). Esta asociación no se debe únicamente al aspecto argumental que comparten (la tranquilidad de una pequeña población sacudida por acontecimientos inesperados, secretos familiares conocidos por todo el pueblo, estallidos de violencia en zonas rurales) sino también a una cuestión formal: ambos trabajos hacen confluir el thriller y el hiperrealismo, contraponiendo el crudo y transparente retrato de sus personajes con un tono manierista y estilizado (el que inevitablemente asociamos a un cine, por así decirlo, más comercial).

Esta es la pretensión que puede percibirse en el primer acto de la nueva película que nos ocupa, cuando Recha nos presenta a dos tipos armados y a los protagonistas principales de su película: una madre y un hijo cuya relación, afectuosa pero distante, parece esconder unos cuantos claroscuros. Todo él está rodado cámara en mano, el tratamiento de la luz coquetea con la iluminación natural y los contrastes. Al mismo tiempo, la mirada de Recha nunca pierde de vista las expresiones de los personajes, y es gracias a ellas que desciframos la mayor parte de la información que se propone transmitir. Este es, de hecho, el punto fuerte de Ruta salvatge: la monumental presencia de sus actores.

Y más que la de ningún otro, la de Montse Germán. Su mirada es intensa y a la vez desengañada, su expresión transmite seguridad pero también desencanto. Sus facciones, maduras y atractivas, parecen el reflejo de los rasguños que la vida ha dejado al pasar por ella. Tampoco desmerece en absoluto la actuación de Lluís Soler, cuya acotada expresividad, sencilla pero firme, es más que suficiente para describir el tipo de personaje que interpreta. Y algo parecido sucede con Àlex Bolet y Maria Martínez, dos actores debutantes cuyas miradas transmiten inocencia, buena fe y un deseo casi desesperado de ser queridos. El problema es que dichas miradas no llegan a encontrarse con la del director.

Por una parte porque la cámara de Recha no transmite la espontaneidad que promete. El tipo de planificación que escoge, innecesariamente cercana a los actores, parece que solo capte a medias sus acciones, provocando que la lentitud de las secuencias devenga tediosa. Más que visionar instantes decisivos en las vidas de los personajes parece que presenciemos situaciones descontextualizadas, cuyo papel en la historia resulta molestamente incierto. Al final uno tiene la sensación de que los planos están pensados para transmitir naturalidad sin que los actores sean conscientes de ello. Un lastre que provoca que sus imponentes expresiones resulten finalmente monótonas.

Por otra, porque esta suerte de mezcla entre thriller y realismo nunca termina de funcionar. La música expresiva de Alfred Tapscot no tiene sinergia con el pulso impreciso de Marc Recha, los antagonistas de la historia parecen villanos de una película de acción, los puntos climáticos apenas logran generar tensión. Este conjunto de lastres termina por minar los momentos más decisivos del relato, haciendo realmente difícil que la empatía del espectador llegue a despertar. De ahí que lo más interesante de la película sea el retrato de las vidas de los personajes principales y sus complejas relaciones. Lástima que todo ello quede nublado por un intento de mezcla de estilos que nunca terminan de encajar.
Martí
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6
26 de octubre de 2023
15 de 19 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una parte de la crítica mediática ha acusada a Mamacruz de disfrazarse de moderna mediante la exposición de una tesis que todos deberíamos dar por asumida (en otra palabras, de retrógrada). En mi opinión, dicha sentencia contiene cierta confusión, puesto que la película que nos ocupa no quiere hacer ningún revelación ideológica, sino describir una etapa de descubrimiento de un personaje. Vamos, que no acudimos a la proyección del nuevo trabajo de Patricia Ortega como participantes de un taller sexual (como sí hacen sus protagonistas), sino como observadores de un proceso de aprendizaje que todos deberíamos celebrar y desear para nuestros mayores. Y este proceso está desplegado de una forma creíble y cuidadoso, logrando incluso provocar alguna carcajada sin por ello banalizar ni ridiculizar lo expuesto. Y además, lleva implícitos otros aspectos de la vida de la protagonista, a mi entender, más interesantes incluso que el principal.

Porque sí, de acuerdo: el tema principal de Mamacruz es la sexualidad. Pero la directora venezolana también nos habla, de forma un poco más discreta (que no menos relevante) de la maternidad. Pensemos en la secuencia que nos descubre cómo Cruz renunció a su proyecto de juventud para cumplir con las responsabilidades maternales que de ella se esperaban. De esta renuncia deriva, en cierto modo, el hecho de haber descuidado sus deseos y educación sexual. Su hija, en cambio, decidió explotar el talento que tiene como bailarina, decisión que implicó su traslado al extranjero y, por consiguiente, confiar la custodia de su hija a Mamacruz (como la nieta llama a su abuela). De estas dos actitudes contrapuestas nacen las dudas que tiene Cruz sobre la decisión de su hija: es el efecto espejo de la maternidad, a menudo ligada a una instintiva comparación de actitudes. Pero también será de allí de dónde nacerá su deseo de descubrir aquello que perdió cuando era joven; y aquí Ortega nos propone una inversión de los roles “maestra / aprendiz”, siendo la madre quien se inspirará en la determinación de la hija.

Más allá de este juego de miradas, perspectivas y espejos, lo más interesante de lo descrito es la valentía con que la directora lo presenta: como una situación sin soluciones perfectas. Porque Ortega huye de las dos manidas (y reduccionistas) perspectivas sobre la maternidad a las que el cine nos tiene tan acostumbrados, a saber, la madre comprometida y entregada cuyo instinto pasa por encima de todas sus necesidades; y la madre irresponsable, insensible y egoísta, incapaz de anteponerlas exigencias de los hijos a su caprichoso placer. Aquí no estamos ante ninguno de estos dos casos, ya que la decisión de la madre no es más que la respuesta a un deseo legítimo, la forma de afrontar una situación contradictoria en dónde no existe una opción que sea justa para todos. Así mismo lo manifiesta el personaje en la reveladora conversación que tiene con Cruz: en realidad, ni ella misma está segura de hacer lo correcto. Porque ni siquiera la (sobre)venerada maternidad otorga superpoderes para afrontar situaciones como esta.

Tanto este peso de la maternidad como el bloqueo sexual que Cruz se propone desarticular son aspectos que Ortega expone sin necesidad de recreo. Es cierto que la opresión puede palparse desde múltiples rincones (el peso de la religión, el temor al “que dirán”, las habladurías de algunos conocidos, la mirada reticente del marido), pero en ningún momento se plantea como una grandísima tragedia. Y en realidad, toda la película evita este tipo de excesos: incluso el estado terminal de una de las amigas de Cruz es tratado de una forma suave y elegante, alejada del sentimentalismo fácil. Tal vez este sea el punto fuerte de Mamacruz, una película que, si lograra dejar a un lado esta tendencia contemporánea de asociar “autoría” con “tempo pausado”, tal vez lograra un acabado no sólo correcto sino majestuoso.
Martí
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