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Finlandia Finlandia · Alicante/Alacant
Críticas de Kosti
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Críticas 315
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
6
7 de junio de 2015
7 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
El cine islandés tiene cada vez más presencia en el panorama internacional. Nombres como Óskar Jónasson (Reykjavik-Rotterdam), Baldvin Zophoníasson (Órói o La vida en una pecera), Baltasar Kormákur (The Deep), Ragnar Bragason (Metalhead) o Benedikt Erlingsson (De caballos y de hombres) nos demuestran la existencia de grandes talentos venidos desde la tierra del hielo, y seguro que he dejado alguno en el tintero. A esa lista hay que sumar a Grímur Hçakonarson que con Hrútar (Rams), su segundo largometraje de ficción, ha conseguido alzarse, sorpresivamente, con el Premio “Un certain regard” de la 68ª edición del Festival de Cannes. Su historia nos sitúa en la Islandia rural, la que varía entre los tonos verduscos de la hierba y la blanca intensidad de la nieve, en un pequeño pueblo que vive de la ganadería ovina, llegando incluso a participar en un concurso anual que premia al mejor carnero de la zona. Cuando las dificultades se presentan, dos vecinos que llevan más de 40 años sin hablarse tendrán que claudicar en una postura común para salvar lo único que aman, sus rebaños.

Hákonarson parte de una premisa muy sencilla, pero la desarrolla con bastante acierto. El islandés se para a contemplar el entorno, a recrearse con el valle, con las pocas casas presentes y con los rebaños que allí habitan (humanos u ovinos). Son cuadros que el director nos va pintando lentamente, y que recuerdan, ligeramente, a los realizados por Erlingsson en De caballos y hombres, aunque si nos fijamos bien, también podríamos encontrarnos acudiendo a la serie de culto Juego de Tronos. Eso se debe, básicamente, a la belleza implícita de los paisajes de Islandia, que despiertan un brusco ansia de pisar el suelo helado de sus valles, pero sin encontrarnos caminantes helados, por favor.

Dejando de lado los anhelos geográficos y las referencias televisivas, centrémonos en la historia de Rams. Se podría decir que Hákonarson peca de simplista a la hora de presentar su película, pues no es más que un simpático cuento, pequeño retrato de la vida rural de su país, con una moraleja ya escuchada y vista, pero no por ello menos válida. El islandés incide en la dureza de la vida de los ganaderos, las condiciones que soportan, el riesgo de depender de una profesión en la que un traspiés inesperado les puede dejar sin sustento, muy acorde y no demasiado distante de la situación laboral que se extiende en la práctica totalidad del continente europeo en la actualidad. Volviendo a la idea de la sencillez de su historia, hay que remarcar la importancia de su solvencia a la hora de desarrollarla. Si bien el planteamiento peca por su sencillez, su contenido se hace delicioso. Hákonarson remueve lentamente la mezcla de los protagonistas, solteros, vecinos entre ellos, con una relación muy tirante que deja suficientemente clara desde bien entrado el inicio, y va añadiendo pequeñas dosis de drama que adereza con grandes momentos cómicos, dejándonos al final un sabor correcto, sin ninguna floritura. En el recuerdo además nos deja imágenes desoladoras, no tanto por su crudeza, sino por su significado, por su mensaje en forma de moraleja, que nos hacen reflexionar sobre el valor de nuestros actos y el tiempo invertido en problemas con escasa importancia.

A todo ello hay que sumar el buen hacer de sus dos personajes principales, que recuerdan a una suerte de Santa Claus que ha cambiado los renos por ovejas y carneros. Su “no relación” o sus fatídicos encuentros, epicentros de la trama y de las escenas más cómicas de la película, no pasarán inadvertidas; insistiendo una vez más en que, a la hora de abordar Rams, no se puede esperar un gran espectáculo visual o un intenso drama de autor, sino una obra sencilla con grandes intenciones.
Kosti
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8
7 de junio de 2015
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tras Después de Lucía, en la que Michel Franco nos presentó los entresijos del ‘bullying’ y la venganza, con Chronic el realizador mexicano vuelve a jugar con temas controvertidos, como lo son la eutanasia y la apatía familiar, y con personajes atormentados, regalándonos, eso sí, imágenes poderosas. Tim Roth da vida a David, un enfermero a domicilio que se enfrenta a enfermos graves y terminales. Pero su trabajo es su vida, y lo hace siempre con mucho placer. Sin embargo su vida parece que tiene un vacío importante.

Franco vuelve a jugar con el espectador y sus personajes. Abraza la eutanasia con imágenes secas pero potentes, con las que busca la provocación y evita totalmente la pasividad de los mismos. Por su relato también pasean secundarios que dan la réplica al protagonista, transformando sus relaciones en empáticas. Franco coloca al espectador como observador de primera línea, a través de los ojos de David, incluso se da el placer de repetir el lugar y la óptica que ya utilizó en Después de Lucía para invitarnos a su viaje en coche tras sus pasos. Tim Roth nos hace entrega de un papel pletórico, sublime, misterioso e inquietante. David es el hombre detrás de la calma. Ninguna situación le saca de su sitio, un lugar en el que permanece impertérrito a la espera de algo o de nada. Su personaje resulta, en ese aspecto, algo seco y distante, pero lo cierto es que en el fondo es empático y cercano, al menos en sus interrelaciones con los enfermos que cuida, cuyo trato es delicado y amistoso, ofreciendo siempre el alivio que necesitan. Esos rasgos de personalidad chocan plenamente cuando se tiene que enfrentar a los familiares de esos enfermos, y es que se presentan como su contrapunto: delegan en David el cuidado de sus seres queridos, pero su presencia es apenas perceptible, con lo que los lazos que David crea con esos enfermos se hacen muy fuertes. En realidad Franco pretende presentarnos una paleta de personajes en sus cabales, pero no cuesta entrever que son todos unos enfermos crónicos. En David se denota por su falta de vitalidad, por eso vacío que se intuye en su entregada vida. Hay tensión, incomodidad y mucho dolor cuando se acerca un atisbo de la palabra familia, y de un pasado que parece no querer revelar, o al menos de golpe. Es entonces cuando la soledad se vuelve su particular escudo, el mismo que le sume en ese vacío existencial.

A medida que avanza el metraje, el personaje de Roth, piedra angular en Chronic, va cogiendo más fuerza, va despertando más el interés del espectador. Nos ofrece una montaña rusa de emociones sin apenas subir la intensidad. En su rostro se pueden leer muchos estados de ánimo, pero el cansancio y la angustia son los más presentes. Sus silencios son cada vez más incómodos, y sus actos toman el control por encima de sus palabras, ambos parcos y directos. Franco hace pasar al espectador un mal trago, y le lanza un cubo de agua helada, igual que hizo en Después de Lucía. Su tono sigue vibrante, y presta su atención hacia el personaje de David, del que no conocemos nada y vamos descubriendo poco a poco, como si de un gotero de penicilina se tratase, todo para rematarnos lentamente desde el interior. Chronic resulta al final un artificio artesano “malrollero” que se agradece.
Kosti
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7
7 de junio de 2015
8 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Son contadas las veces en la que uno se encuentra un cine comprometido, un cine que trasciende lo artístico para denunciar situaciones inadmisibles. En América Latina es prácticamente un género en sí mismo, fuertemente explotado, y Las elegidas de David Pablos da buena cuenta en ese aspecto. Su historia nos sitúa con una familia aparentemente normal. Ulises es el hijo menor, y está comenzando una relación con Sofía. Lo que ella no sabe es que está a punto de entrar en el negocio familiar a la fuerza.

El mexicano David Pablos (La vida después), firma una cinta-denuncia que pone el acento en la trata de blancas. Rodada en su Tijuana natal, nos transporta a los bajos fondos de un negocio sin escrúpulos, donde las menores sólo sirven como mercancía en manos de usuarios inertes. Pablos se centra en las víctimas de rostro languidecido, de expresiones desaparecidas, de carmín y máscara de pestañas, de inocencia interrumpida, de hieratismo gélido. Para ello se vale de la sutileza, arma indispensable a la hora de relatar el infierno de estas niñas obligadas a jugar en un mundo de adultos, los mismos que la utilizan como juguetes rotos para satisfacer su ansia, su sed y su poder.

Las elegidas consigue revolver el estómago, sacar la rabia desde dentro, pero también se permite ciertas licencias narrativas para presentarnos un thriller muy digno. Ulises, desesperado por recuperar a Sofía, intentará, por todos los medios, sacarla del lúgubre burdel en el que él mismo la ha colocado. Comienza entonces la guerra de la seducción, del embelesamiento profano y, nuevamente, de los engaños y trampas, como si de un proceso cíclico se tratase. La historia se repite una y otra vez, pero Ulises no tiene más remedio que ceder ante un padre y un hermano autoritarios y amenazantes, porque sabe que la traición en su familia tiene un alto precio. Mientras tanto Sofía seguirá atemorizada por los sonidos de su sexualidad arrebatada, absolutamente alienada y alejada de la realidad, que ahora sólo cuenta con rostros masculinos de miradas desconocidas. Nancy Talamantes da vida a esta Sofía en un alarde de contención. Su labor es dura y su papel comprometido, pero ella permanece estática, desafiante y, sobre todo, fría, como alejada de esa realidad que le ha tocado interpretar. Lo que nos llega de ella es esa incomodidad que intenta sortear de la mejor forma que sabe. Su dulzura e inocencia se las han robado, pero su fuerza y su espíritu parecen seguir todo el rato con ella, aunque escondidos para que no se los quiten.

En toda esta visión plagada de frivolidad y de una calculadora atmósfera, Pablos deja rienda suelta para un atisbo de calor, el único resquicio de esperanza que Las elegidas nos deja ver. Lo demás no son sino sórdidas perversiones que sólo dan paso a arranques violentos de ira, dentro y fuera de la pantalla. Y es que, al final Las elegidas no es más que una historia de ficción que ocurre todos los días en nuestra realidad.
Kosti
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9
7 de junio de 2015
138 de 162 usuarios han encontrado esta crítica útil
Puede sonar a perogrullada, pero el espíritu de La gran belleza sigue presente en Paolo Sorrentino. En su última película, Youth, explora el paso de los años, las decisiones que uno toma en su juventud y el resultado que se obtiene con ellas. Pone una mirada en el pasado para analizar el presente y el futuro, sin olvidarse de incluir su peculiar mirada artística. Michael Caine interpreta a un director de orquesta, ya retirado, al que le piden un último encargo bastante particular. Le acompaña Harvey Keitel, que da vida a un director de cine que busca firmar su última gran obra maestra, su testamento fílmico en vida. Los dos se encuentran de retiro en un centro de spa en los Alpes suizos, un lugar idílico, plagado de la fauna (animal y humana) más variada, donde explorar su tiempo, sus recuerdos y el legado conseguido, «nuestro legado, que también es una perversión».

En un mundo de “selfies”, de bicicletas de última gama a caballito, de cuerpos tallados a golpe de photoshop, de grandes dramas frente a pequeños problemas y de videoclips pop que han perdido personalidad, el legado se convierte en algo indispensable, pero es un legado que llega viciado, y que las generaciones que llegan convierten en un arma a favor de lo convencional. Sorrentino repite su discurso crítico enmascarado de comedia agridulce, en esta ocasión contra la vuelta al pasado, los arrepentimientos y los presentes autodestructivos. En su mirada encontramos pasión y hastío a partes iguales, y acude, para ello, a los recuerdos, aquellos que aún permanecen, los que ya no están presentes y los que regresan en algún paréntesis de revelaciones lúcidas. Se intuye cierto miedo del propio Sorrentino a la desaparición, al olvido de lo que algún día supuso para el cine, aunque sus intenciones parecen claras cuando apunta a que la televisión es el presente y el futuro. ¿Tendrá algo que ver la mini-serie que el realizador italiano está preparando?.

Youth resulta una descarga sensorial, tanto por lo que se ve como por lo que se oye; una perfecta coreografía orquestada por el maestro Sorrentino con la música que corre a cargo de Fred Ballinger (Michael Caine), y donde la simpleza de su sonido radica en la sencillez de sus instrumentos; una batuta al servicio de la naturaleza, única inspiración de Ballinger en este mundo que empieza a conocer, un mundo donde los sentimientos están sobrevalorados, en el que se piensa siempre en el pasado y se dice pensar en el futuro, un mundo en constante avance donde lo imposible se vuelve posible.

Sorrentino rueda la vida como si de una lección se tratase, una lección a través de unos prismáticos donde todo se ve más cerca o más lejos, dependiendo del lado por donde se mire. La distancia más corta la coloca en la juventud, pero ¿qué es la juventud? Eso es lo que nos preguntan sus protagonistas: Michael Caine, que ya no resulta tan icónico como el Jep Gambardella al que Toni Servillo dio vida en La gran belleza, pero nos ofrece un Fred Ballinger irónico y taimado; y Harvey Keitel, el director de cine hastiado, un secundario de lujo que nos regala un personaje delirante. Junto a ellos, un desfile de grandes secundarios ayuda a ver la luz al final de esa pregunta, en cabeza Paul Dano y Jane Fonda, sendos papeles pequeños pero intensos y ricos en matices interpretativos, sin olvidar la aparición estelar de la enorme representación de una conocida estrella del fútbol, una reiteración de los años de gloria y punto fuerte de la crítica cómica agridulce del italiano.

En el fondo Youth resulta un canto a la belleza, esa que acompaña a los personajes acomodados de las altas esferas, esa que parece inherente a una juventud perenne no aparejada al paso del tiempo, sino a un estado de ánimo, a un don que sólo habita en los espíritus elegidos. Por eso hay jóvenes que se comportan como ancianos, y ancianos que desbordan una juventud envidiable. Sólo hay que recordar que al final lo que queda de cara al exterior es la juventud, el divino tesoro con el que Sorrentino nos vuelve a enamorar.
Kosti
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8
7 de junio de 2015
48 de 64 usuarios han encontrado esta crítica útil
Todd Haynes repite su éxito de Lejos del cielo, acercándonos una historia de amor prohibido que, nuevamente, ambienta en los años 50, y, también nuevamente, lleva como protagonista a una mujer de clase alta. En Carol son dos mujeres las que se arriesgan a romper las reglas de una sociedad cerrada, mostrando su amor. Cate Blanchett y Rooney Mara son las actrices que dan vida a Carol y Theresa. La primera, divorciada y con un hijo; la segunda, algo más joven, intenta emprender su viaje como fotógrafo. Una mirada furtiva, un tren de juguete que se detiene, unos guantes olvidados y la historia comienza su curso.

Haynes se caracteriza por dar a sus planos una delicadeza sublime. Sus movimientos son dulces, sus giros suaves y sus personajes son tratados con mimo. Ya se atisbó esa característica en Lejos del cielo, y vuelve a recurrir a ella en Carol, y eso se nota en un montaje en el que parece acudir a una línea de continuidad, donde los cortes son apenas imperceptibles. Carol y Theresa son dos mujeres pertenecientes a generaciones diferentes, pero eso no les va a impedir sentir ese flechazo a primera vista, durante un encuentro que marca claramente el cambio de roles de identidad sexual desde temprana edad, y lo que marca (aunque de forma muy tópica) la sexualidad de Theresa. Obviando diálogos imprescindibles, la palabra pierde el interés en la historia entre estas dos mujeres, y las sutiles insinuaciones dan paso al arte de la seducción, a la entrada de un amor que trasciende a todo obstáculo, o al menos lo intenta. Se trata de un suspiro que el viento arrastra hasta esas miradas cómplices que se otorgan la una a la otra, y hasta unos expresivos gestos que lo dicen todo sin necesidad de mediar palabra alguna. Ese es el don de la delicadeza que Haynes otorga a Carol y Theresa, consiguiendo que la primera mirada, la primera caricia, el primer beso, todo, consiga apasionar, alcanzando hasta el último poro de la piel del espectador, que a estas alturas ya ha perdido el control de sus emociones.

Pero no todo el mérito iba a ser de Haynes, pues Blanchett y Mara crean una pareja muy creíble. Entre ellas surge algo más que lo escrito en el guión (el primero para cine de Phyllis Nagy, basado en la novela de Patricia Highsmith), una química que combustiona con el mínimo roce. Dos roles muy diferentes, pero tan paralelos, que casi se tocan. Carol es determinante, segura, un poco autoritaria, una mujer de los pies a la cabeza. Por su parte, Theresa representa la dulzura, la inocencia, una mirada perdida y un rostro de una felicidad que no había sentido nunca. Por separadas resultan una delicia, pero juntas es cuando nos ofrecen esa simbiosis perfecta que conforma una relación ideal.

Haynes da a su película un buen ritmo, aunque ligeramente lento. Sin embargo, pudiendo parecer una contradicción, la historia de Carol y Theresa se va en un suspiro; termina igual que empezó, sin apenas darnos cuenta. Su relación es narrada de tal forma que no necesita caer en reiteraciones banales ni caer en recursos manidos de su género, con ese ritmo calmado y delicado, pero directo. Sólo le quedaba rematar el último problema: “¿cómo termino su historia?”. La solución sólo podría encontrarse en la mirada del espectador, al que Haynes regala dos planos que, sin utilizar palabra alguna, lo dicen todo.

Carol resulta una historia de amor fuera de lo habitual, delicada y pasional, que conseguirá enamorar a buena parte del público. Una pequeña joya brillante que despertará corazones, elevará espíritus y abrirá mentes de una forma magistral.
Kosti
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