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Críticas de Joc Friend
Críticas 4
Críticas ordenadas por utilidad
7
7 de febrero de 2020
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Muchas de las críticas que se pueden hacer sobre el cine tienen que ver con el guión o con el tratamiento que se le dio a la narración de tal o cual película, serie o documental. Es así como la principal manera de argumentar que el final de Game of Thrones resultó en una bazofia (diría Homero) es porque los guionistas se decidieron por un desenlace irrisorio, intentando forzar lo inesperado y así retener el núcleo de suspenso que hizo tan famosa a la serie.

Más allá de compartir la apreciación sobre tan catastrófico fin, me pregunto si vamos a analizar solamente una obra cinematográfica por su giro y su desenlace o, como también se hace, criticaremos lo que no tenga que ver con la narración aparte de la elección del fondo musical o del tratamiento de imagen, como si mientras viésemos un film pudiésemos separar entre lo que se muestra (y lo que no), lo que se cuenta, lo que se oye, el desempeño de los actores, etc. En realidad, en una película, todas esas cosas actúan al mismo tiempo, creando un producto que debería ser analizado en su complejidad, más allá de que el desmenuzamiento pueda seguir existiendo.

El ejemplo es claro en esta ocasión: la serie La Trêve (2016-2018). Escondida en lo más profundo del buscador de Netflix, esta producción belga nos invita a recorrer los parajes de Las Ardenas en el sur de ese país, donde ocurre un misterioso asesinato que un particular policía debe resolver.

Basta con esa simple descripción de la trama para notar que ésta no será una serie que renueve el cúmulo de producciones que pululan en Netflix o, por ir más allá, en internet. Basta tomar un poquito de True Detective, otro poco de Mindhunter y listo, tenemos nuestra nueva serie, con nuevos personajes y un trasfondo distinto.

Eso, claramente, sería quedarse con la narración. Pero si hay algo que La Trêve viene a renovar, son las imágenes. ¿Cuántos de nosotros conoce realmente el sur de Bélgica? ¿Cuánto conocemos del estilo de vida que ahí se lleva? El verdor que muestran las vistas panorámicas, sumado a las pinceladas que nos deja la serie con respecto a los particulares estilos de vida de la región son parte de la enriquecedora experiencia de decidirse por seguir las aventuras de un detective alopécico y adicto a las pastillas.

Con esto no quiero decir, obviamente, que una serie debe sólo evaluarse por el tratamiento de la imagen. Muy por el contrario, sigo sosteniendo que el formato debe privilegiar la narración como una de sus formas centrales, pero sin descuidar lo otro. Es decir, ser una obra integral. Ser creíble y mostrarnos lo increíble. Que podamos ver a través de los ojos de sus personajes, pero también poder ser ajeno a ellos.

La Trêve, si bien trata de un lugar ajeno a la mayoría del público latinoamericano, sí logra que nos sintamos allí, corriendo entre el follaje verde, encontrándonos con una casa rodante en medio de un bosque o viéndonos amenazados por la construcción de una represa que acabaría con un campo lleno de animales de granja. He ahí lo importante de esta serie. No porque eso se haya logrado de manera casual, sino porque, justamente, en el nacimiento de la serie está la inquietud de mostrar la Bélgica profunda al mundo. ¡Touché!

Además, la trama no aburre, mantiene la tensión en quienes sigan toda la primera temporada (mejor que la segunda, por cierto), aunque a veces pasa rozando lo poco verosímil. Lograría captar nuestra atención incluso prescindiendo de un contexto novedoso, aunque no pasaría más allá de una serie correcta y entretenida.

En resumen, escarbar en Netflix ayuda para encontrar este tipo de series. Ver un fondo distinto apremia, cuando estamos acostumbrados a que la bandera de barritas y estrellas sea lo más común entre las imágenes de la oferta de entretención. Seguir las desventuras de un singular detective Peeters, de su particular hija y de los excéntricos personajes del pueblo de Heiderfeld parece más una lucha contra la repetición del espacio común gringo que el enfrentamiento por desempolvar al verdadero asesino de un africano que participa de la liga local. Al menos, así me lo tomé yo.

Una última cosa: véanla en francés. Verla en español es como presenciar el descuartizamiento en vivo de una persona. Da asco. Los subtítulos serán sus mejores aliados.
Joc Friend
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4
23 de enero de 2018
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
El trastorno bipolar genera que una persona pueda pasar de momentos temporales de alegría o euforia a tristeza y desesperanza. Esta característica suele ser nominada como una enfermedad mental y sus tratamientos pueden consistir en la ingesta de pastillas medicadas.

Pese a que el espacio temporal que analizaremos es mucho más corto que aquel que define a la bipolaridad, durante la película “No estoy loca” nos adentramos en una lógica de polos muy marcados. Nos encontramos así con pasajes cómicos, dramáticos y reflexivos, en una narración que al cierre no sabemos si podremos clasificar como de un género cinematográfico específico.

Todo parte incluso antes de sentarse en la sala del cine. El feedback que se tiene de este estreno es que está dirigido por Nicolás López, el tipo de los lentes que se ha ganado un espacio en la escena cómica de Chilewood. Pese a su cúmulo de producciones, no podemos sino pensar en la trama ligera de “Qué pena tu vida” y en ese humor que es puesto en escena a través de realidades más bien lejanas al público común, proviniendo cada personaje de una esfera social más bien definida y acotada al mundo de los sectores acomodados. Y como el humor se trata de generar un vínculo entre vivencias comunes y asociaciones de hechos ficticios con realidades cotidianas, la carcajada acostumbra a provenir, en este caso, de un público menos masivo.
A eso, se le suma la actuación de Paz Bascuñán. La intérprete de “Soltera otra vez” es la protagonista de esta película, con el mismo personaje que se le ha visto caracterizar tantas veces: la mujer buena onda, aproblemada y poco resuelta. A veces, incluso llegamos a preguntarnos si ella no será así tras las cámaras.

Estos dos indicativos crean la predisposición de la que hay que intentar despojarse. Y, a decir verdad, los primeros minutos de “No estoy loca” sólo consiguen reafirmar aquellas premisas.

Lo interesante es el giro de la narración. De un momento a otro, mientras nos descuidábamos creyendo que se trataba simplemente de una película sosa y humorísticamente liviana, López genera un vuelco genérico que nos muestra otro tipo de película, dentro del mismo film. Es la parte dramática, la tristeza, la reflexión. Algo súbito e inesperado.
Así, nos encontramos con la otra cara de los personajes, con su lado más psicológico y menos vacío. Extrañamente, todo en el mismo contexto de una película humorística, con chistes que pasan a cumplir el mismo rol de la publicidad, cuando estamos viendo algún programa de televisión. El chiste ya no es nuclear, sino un simple acompañamiento.
En pocos minutos, el espectador pasa de una sonrisa o bostezo (dependiendo si disfrutaba lo que veía) a algo que demanda un poco más de reflexión y menos liviandad. Tal como cuando una persona que padece trastorno bipolar se sumerge en sus tiempos de tristeza, tras un espacio de euforia.

Parece tétrico, pero “No estoy loca” genera un poco de esa locura en el espectador. Nos volvemos a cuestionar sobre lo que vinimos a ver, lo que es parecido a esa sensación que generan los humoristas en el Festival de Viña, cuando tras una rutina sólida, se ponen a llorar a mares y apelan a las lágrimas de quien hace un rato se agarraba el estómago de tanto reír.

Es el mundo en el que vivimos, una realidad de estímulos cambiantes, que justamente pueden estar al inicio de los trastornos psicológicos. Donde el sentimiento no alcanza a comprenderse, a procesarse o a interiorizarse.
Es por eso que el lema de “No estoy loca” retrata muy bien todo este entramado de estímulos rápidos. “La mejor venganza es ser feliz”, reza el film, olvidando que ser esclavo del otro para ser feliz es seguir girando en el círculo vicioso del sadomasoquismo. Externalizar la alegría es un modo de nunca ser feliz, favoreciendo, justamente, al mercado estimulativo.
Joc Friend
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10
7 de febrero de 2020
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ciertamente, el riesgo de escribir la reseña de una película te enfrenta a un dilema que no ha sido del todo resuelto por los escritores ampulosos y por críticos apegados a la teoría. “¿Qué es una buena película?”, podría ser -y por cierto, lo es- el título de algún ensayo argumentativo que pretenda sugerir una resolución a tan complejo dilema. Todo depende cuál sea el punto de partida .

Por eso, es bueno explicitar la definición propia. Para mí, una buena película es aquella que no termina cuando las letras comienzan a caer, las butacas se vacían y los restos de comidas quedan solos, desperdigados como si una batalla hubiese ocurrido en aquel oscuro salón. Ese tipo de obra que masticas durante un tiempo considerable después de dejar ese espacio privilegiado entre tú y aquella proyección de figuras.

Cuando salí del cine, esa noche de verano, las imágenes de la película surcoreana Parasite, tal cual lo dice su nombre, quedaron alojadas y viviendo en mi cabeza. Las sensaciones y emociones pululaban por mi cuerpo, dirigiéndose hacia muchos sentidos, ideas y pensamientos. Ningún análisis podrá canalizar lo acontecido en aquel momento.

¿Qué pudo haber removido tanto en mí, viniendo de una realidad tan lejana? El cine chileno se ha nutrido en numerosas ocasiones del contraste entre sectores altos de la población y estratos bajos. Ha sido un tema potente de obras como La Nana o Machuca, principalmente porque nuestro país exuda clasismo y se nutre de las desigualdades. Por lo tanto, el núcleo de la película del director surcoreano, Bong Joon-ho, no debería ser una novedad para nosotros.

Pero que no sea una novedad, también es novedoso. El hecho de que el contraste social sea el argumento de una película proveniente de una geografía tan apartada, nos habla de la universalidad de este fenómeno y de cómo, sin importar la cultura, este sistema económico depredador es lo que prima a la hora de moldear nuestras sociedades.

Parasite (Gisaengchung, en coreano) es casi la teorización de esta desigualdad social. Representa la prueba no sólo de la mundialización de un sistema tirano, injusto y rapaz, sino también la idea de que si es común, la solución también puede serlo.

Pero, ojo, esta tremenda obra coreana no se plantea la pobreza desde el suplicio y la desesperanza. Es importante entender que este parásito que se alberga en nuestras cabezas, adoptará múltiples formas en su desarrollo y nos hará transitar por los caminos del humor negro, sin dejar de tomar importantes virajes hacia el drama. Nos resultará difícil la quietud emocional y en cuanto comencemos a identificar nuestros sentimientos, vendrán otros igual de fuertes. Parasite, es, pues, una obra completa. Magia pura. Tal como la vida, no podemos encasillarla en una evolución lineal, sino en un bucle constantemente cambiante.

Esta familia coreana, que aún no saco de mi mente, nos demuestra cuán despiadado es aquel sistema al que nos hemos acostumbrado. Y lo hace, por suerte, con una cuota de humor, que nos permite tragarnos más fácil la desdicha de vernos representados en pantalla. Habrá que competir contra iguales, superarlos sin piedad y aparentar, para poder triunfar. Tendremos que reducir nuestra empatía al círculo más cercano y, si se puede, individualizar lo más posible nuestras metas. Así y todo, al compararnos con aquellos que mantienen privilegios que están estratosféricamente lejos del alcance común, nos sentiremos derrotados.

Porque, al fin y al cabo, esa parece ser la triste moraleja de Parasite: el pobre nunca gana. Incluso, cuando cree que gana, esto es sólo una apariencia, un triunfo que terminará por ser pírrico y que finalizará por devolver a cada uno a su lugar. La única esperanza que parece asomar en el horizonte de este desposeído, es la tranquilidad de que hay gente en escalafones aún más profundos (como el borrachito de la película) y que éstos pueden ser objeto de tus propios pisoteos.

Para terminar, me pregunto, ¿quiénes son los parásitos? ¿Aquellos que succionan los beneficios del sistema imperante o los que a toda costa quieren probar por un instante los privilegios de aquel? Mientras no resolvamos el umbral que separa ambas existencias, creo que Parasite servirá para recordarnos que, al fin y al cabo, todos lo somos.
Joc Friend
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7
7 de febrero de 2020
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Probablemente, uno de los tipos de humor más jugados y versátiles sea la sátira. Este subgénero no se queda solamente con la intención de provocar risa en el espectador, sino que además suele tratar temas densos, en los que hay una postura clara de parte del autor. Se podría decir, que es uno de las maneras más joviales de plantear una crítica o un punto de vista a través de lo humorístico.

La película Jojo Rabbit es una sátira. Y, por ende, pretende criticar algo. No hay que ser experto en nada, para darse cuenta de que el objetivo es arrasar con la ideología nacionalsocialista, la cual se pone en tela de juicio a partir de la exageración de sus absurdos.

Pero si bien la sátira suele contener una elaboración sesuda, siempre dependerá de a qué refiere. No será lo mismo reírse de algún tabú, que de algo que se mantiene bajo la etiqueta de “malvado”, gracias a un gran consenso. Es por eso que basar una película en la ridiculización de los nazis no es para nada arriesgado. Simplemente, obedece a una ecuación que plantea el menor riesgo posible y que no pretende renovar una mirada, sino que iniciar desde un punto de partida sólido.

Take Waititi, el neozelandés director de Jojo Rabbit, no realizó una jugada maestra, sino un cálculo. Reírse del Führer y de los uniformes de las juventudes hitlerianas, es algo que provoca aprobación total y es fácil identificar desde qué lado se posicionará el público que observe en la pantalla a aquel pequeño niño ideologizado y la labor de su madre en la resistencia. Es como cuando un humorista en Viña del Mar está siendo devorado por el Monstruo y zafa con un chiste sobre la corrupción política... éxito probado.

Me pregunto: ¿por qué no nos reímos mejor de los movimientos segregacionistas que existían en gran parte de Estados Unidos hace cincuenta años? ¿Cuándo nos reiremos de la codicia y la inhumanidad de los líderes yankees que bombardearon Irak bajo el ridículo pretexto de las armas nucleares?

Está bien, podríamos decir que Jojo Rabbit se basa en el libro Caging Skies de Christine Leunens y que no es una decisión de Waititi el haber puesto a los nazis en medio del relato. Pero, eso sólo refuerza la idea de que ésta no es una elección audaz, sino más bien simplona.

Hay un punto más profundo aún. Las obras suelen retratar el mundo de sus autores. Jojo Rabbit, que claramente adopta un prisma anti nazi, no se queda en eso. Es, adicionalmente, gringocentrista. ¿Por qué? Sin intención de realizar ningún tipo de spoiler, tendré que hablar un poco sobre el desenlace. No estaré diciendo nada que no se sepa, pues como buena película basada en un hecho histórico, ya sabemos en parte lo que pasó.

Alemania cae. Y como sabemos, rusos y estadounidenses son los que desempeñan el rol principal en la derrota del nazismo en su territorio. Pero, mientras que hay un par de bromas sobre los soviéticos (del estilo “tienen sexo con perros”), los norteamericanos no son objeto de ningún tipo de burla, siquiera blanca, antes de la caída de la ciudad en la que el pequeño Jojo vive.

Tras el bombardeo, irónicamente, sólo veremos la bandera de Estados Unidos flameando, con su fuerza libertaria y su búsqueda del bien para todos. ¿En serio los gringos no pueden dejar de hacer eso? ¿Cómo puede ser que una película que no había tomado riesgo alguno en su temática, tampoco lo haga en su resolución?

Jojo Rabbit es como esos cereales azucarados que parecen saber bien, pero hacen mal. Diría, sin más, que es una película políticamente correcta para el público norteamericano, con pizcas de ternura y un buen sentido cinematográfico.

Me gustaría terminar ahí. Sin duda, no creo haber visto una película mal ejecutada o mal escrita. Jojo Rabbit está por algo entre las nominadas al Oscar. Sus escenas están bien logradas, hace reír y mantiene la atención. No despegué ningún minuto mis ojos de la pantalla y seguí con entusiasmo la historia del pequeño nazi y su amigo imaginario, Hitler. El problema no es de forma, sino de fondo.

Habrá que esperar buenos años para que alguien se ría del imperio gringo como ellos suelen hacer con todo el resto, incluso faltando a verdades históricas. Generaciones pasarán antes de que una película de Hollywood no se vea empañada por el bailoteo de una bandera de barras y estrellas al viento, en una escena random. Algún día, algún valiente tomará el toro por las astas y entonces reiremos con ganas. Mientras, tendremos que seguir conformándonos con la infantilización de los nazis o con el repudio a Kim Jong Un (como en The Interview). ¡Pinches gringos puñeteros!
Joc Friend
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