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Países Bajos (Holanda) Países Bajos (Holanda) · Ámsterdam
Críticas de loquearde
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Críticas 57
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
8
8 de mayo de 2022
8 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
Mi vacío y yo, el primer largo de ficción de Adrián Silvestre tras el éxito en festivales de su documental Sedimentos (que tenéis en Filmin y que os recomiendo encarecidamente), llegaba al D’A como uno de los platos fuertes dentro del panorama nacional. El cine de temática LGTBIQ+ va encontrando su cauce dentro de nuestra cinematografía y cada vez más cineastas del colectivo consiguen financiar sus proyectos y crear nuevas narrativas y obras que cubren un espectro injustamente maltratado y olvidado en las pantallas. Precisamente ese díptico formado por Sedimentos y Mi vacío y yo son seguramente la mejor muestra dentro de nuestras fronteras de la narrativa trans. Adrián Silvestre no solamente no baja el listón con Mi vacío y yo sino que consigue ensanchar la frontera de lo ya planteado en su anterior película con la ayuda de una entregada y veraz revelación interpretativa: la gran Raphaëlle Pérez. En el D’A tuvimos la suerte de contar con la presencia de parte del equipo en la sala y también de poder asistir a una entrevista con la protagonista en que se habló de temas como el binarismo o diferentes aspectos de la experiencia trans.

Con Barcelona como telón de fondo y, como el propio Adrián Silvestre apuntó, siendo un personaje más de la trama. Mi vacío y yo narra el tránsito emocional, vital y físico de Raphaëlle durante dos años de su vida, que comienzan cuando su médico le diagnostica disforia de género. El ritmo de la película resulta más que acertado, ya que arranca súper rápido de la mano de su protagonista y a lo largo de todo el metraje da la sensación de que ninguna escena sobra y que todas añaden una capa más a la experiencia de Raphaëlle. Adrián Silvestre presenta de manera muy inteligente, mediante pantallazos de apps de citas, los prejuicios, preguntas absurdas e incluso insultos a los que Raphi se tiene que enfrentar. No es que lo que leemos en pantalla sea particularmente chocante, es que por esperable es como para perder un poquito más la fe en la humanidad.

Otro de los puntos fuertes de Mi vacío y yo es cómo se muestra la evolución de Raphi. Esta evolución funciona simultáneamente a dos niveles: una más introspectiva y otra en contraste con el mundo que la rodea. En esta segunda, la dating life de Raphi juega un papel importantísimo. Podemos ver, sin tapujos, cómo tanto Raphi como sus diferentes amantes afrontan la cuestión trans. Para ella, se plantean conflictos como ser vista como un objeto sexual por sus genitales masculinos e incluso enfrentarse a la agresividad de uno de ellos cuando se da cuenta de que es una chica trans. Es duro ver el comportamiento de algunos hombres hacia ella pero se agradece la honestidad de este relato que, espero, llegue a mucho público fuera del colectivo al que creo que ver esta realidad le ayudará a empatizar y comprender el estigma al que se enfrentan las mujeres trans en nuestra sociedad.

Al margen de lo importante de la representación dentro de Mi vacío y yo, lo cierto es que tanto por su ágil guion (que se mueve cómodamente entre el drama y la comedia sin estridencias) como por su calidad técnica, se le intuye el potencial de llegar a una audiencia que cada vez reclama más historias que narren realidades que no solemos ver en pantalla grande. La ovación cerrada tras su segunda proyección en el D’A dan fe de esto, Mi vacío y yo debería de ser una de las películas españolas del año y espero que los premios no se olviden de ella (de momento ya ha ganado una mención especial del jurado en el D’A).

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loquearde
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9
7 de mayo de 2022
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Uno de los platos fuertes del D’A Film Festival era sin duda poder ver (¡por fin!) Memoria en su estreno en España, la unión mágica entre Apichatpong Weerasethakul, Tilda Swinton y Colombia casi un año después de su estreno en Cannes (en la que ganó el Premio del Jurado). Memoria narra la historia de Jessica, una insomne Tilda Swinton que empieza a escuchar un ruido en su cabeza y se lanza a la investigación de qué es ese ruido y qué ha podido causarlo. Los pocos miedos que tenía a priori se disipan ya que Apichatpong Weerasethakul no solo no rueda una película de turismo como las de Woody Allen en Europa, sino que integra a la perfección su ethos cinematográfico al país de acogida y nos regala una galería de planos absolutamente maravillosos y que nos enseñan una cara desconocida de Colombia.

Partiendo de un argumento deliciosamente abstracto, está clara la buena sintonía entre Swinton y el director, una colaboración buscada para hablar, sí, de la memoria, pero también del trauma colectivo, de la soledad y del tiempo. En una de las escenas claves de la película, Swinton se reúne con un ingeniero de sonido en su estudio para intentar recrear el sonido que ella oye en su cabeza. Ella intenta describirlo lo mejor que puede pero es prácticamente imposible. Memoria nos habla de la imposibilidad de transmitir la experiencia, el sentimiento, el trauma. Es poco casual que la acción se desarrolle en Colombia, un país con un pasado violento que solo recientemente ha empezado a sanar las heridas.

El cine de Apichatpong Weerasethakul no es para todo el mundo: es pausado, lleno de detalles y esotérico. Pero dentro de esto, Memoria es quizá su película más apta para todos los públicos, ya que sobre todo en su primera hora y media nos encontramos con un film que abraza formas de cine comunes: hay diálogos, todos los personajes están bien definidos y hay una trama lineal. En en su tramo final cuando el cineasta vuelve a derroteros más conocidos dentro de su cine que me ahorraré comentar para no hacer spoilers.

La sensación que queda tras el visionado de Memoria es la de que todavía queda camino por recorrer para el cine y que son autores como Apichatpong Weerasethakul los que seguirán expandiendo lo que el cine es capaz de conjurar en pantalla. Memoria está poblada por temas que no son muy habituales en las salas de cine y, precisamente por eso, es capaz de crear emociones nuevas y de hacernos mirar con nuevos ojos.

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9
2 de mayo de 2022
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Expectación máxima por ver la segunda parte de The Souvenir, el film que impulsó a su autora, Joanna Hogg, a lo más alto del panorama cinematográfico mundial. Buen detalle el del D’A de proyectar en la jornada anterior The Souvenir, que no tuvo estreno oficial en España. La primera parte, dura y sombría, nos mostraba a una Julie dando sus primeros pasos en el mundo (del cine, pero también de la vida adulta) y dándose de bruces con una dura realidad que no se esperaba: la muerte por sobredosis de su primer amor. En The Souvenir Part II, Joanna Hogg retoma la historia literalmente donde la dejó la primera entrega: vemos a Julie en casa de sus padres, deprimida, intentando digerir todo lo que le ha pasado. Pero, ¿es The Souvenir Part II una continuación sin más de la primera o algo más nuevo e inesperado? Os lo cuento a continuación.

El revés que la vida y su propia inocencia dan a Julie la derriban, sí, pero su ímpetu por salir adelante y por convertirse en la artista que siempre soñó prevalecen. Joanna Hogg acompaña esa efervescencia de la juventud de diferentes texturas, utilizando diferentes formatos de film y vídeo, también de una banda sonora más animada que nos sitúa de lleno en los años en que sucede la historia (suenan Wire, Talk Talk, Erasure, The Jesus & Mary Chain), pero que también nos sitúan en el espacio mental de una Julie que se enfrenta a la adversidad como buenamente puede. Hay que recordar que The Souvenir es una historia autobiográfica de la propia Hogg, acto que requiere de una gran capacidad crítica y adaptativa para no caer ni en lo hagiográfico ni en lo paródico. En la primera entrega, Julia defendía que ella “no quería mostrar simplemente la realidad tal y como es, sino reflejar en pantalla cómo ella experimentaba esa realidad”. Joanna Hogg no da puntada sin hilo y explica, de manera totalmente transparente, la manera en que se construye este díptico.

En The Souvenir Part II, Julie se acerca al final de ese laboratorio para la vida que es la universidad y tiene que comenzar a trabajar en su proyecto de fin de carrera. En la primera parte, ella tenía la idea de hacer un largo casi documental sobre la vida en una región pobre. Finalmente, y tras el duro golpe que el destino le tenía guardado, Julie decide que va a rodar una película sobre lo que le ha ocurrido que se titula, sí amigos, The Souvenir. Cine dentro del cine dentro del cine, a Hogg esta pirueta narrativa le sirve incluso para mostrarnos lo que su yo del pasado habría sentido si hubiese tenido que rodar lo que ella está rodando treinta y tantos años después. Pura magia.

El apartado formal de The Souvenir Part II es apabullante. Joanna Hogg se sirve de elementos como la profundidad de campo, encuadres poco comunes, diferentes formatos de película y una paleta cromática para cada escena que consiguen meternos de lleno en el trayecto mental y emocional de los personajes. Hogg, una cineasta con tendencia a economizar en lo visual y en lo narrativo, aquí se permite darnos un festín de cine en que se cuelan homenajes poco velados a otros grandes como Martin Scorsese o a grandes musicales de los años 70. Si en su primera parte, la cineasta jugaba más a pie de pista, en esta segunda parte se permite volar muy alto en sus ambiciones estéticas y formales, todo un acierto partir de los mismos materiales y crear una experiencia totalmente distinta para el espectador.

The Souvenir Part II es la culminación soñada para el proyecto que Joanna Hogg ha tenido en su cabeza durante toda una vida. Es arriesgada, ensoñadora, madura y tiene una fe en el cine como solo los más grandes han sabido poner en una pantalla. El cine tiene el poder de, en última instancia, redimir la experiencia y ensancharla. Con The Souvenir Part II, Joanna Hogg entra directa a ese Olimpo reservado para un puñado de cineastas modernos y ahora solo nos queda preguntarnos: ¿qué será lo siguiente?

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9
2 de mayo de 2022
9 de 23 usuarios han encontrado esta crítica útil
Lo de la inauguración del D’A Film Festival 2022 quedará en la memoria de los presentes para muchos años. La sala principal de los Multicines Aribau llena hasta la bandera (nada más y nada menos que 1200 asistentes) para poder ver la première nacional de Alcarràs, el esperadísimo segundo largo de Carla Simón que venía refrendado con ese flamante Oso de Oro de la Berlinale y que no ha parado de coger vuelo en estos meses gracias al entusiasmo de la prensa y del público cinéfilo (por dar un dato más, Alcarràs se estrena hoy en 170 salas). Seguramente lo interesante no sea tanto discutir la calidad de Alcarràs, algo que ya antes del visionado intuía, como desgranar diferentes aspectos que hacen de Alcarrás una película única dentro de nuestra filmografía y que aúpa a Carla Simón como punta de lanza de una generación de directores millennial españoles que están llamados a cambiar la historia de nuestro cine.

La dureza (y belleza) de la vida en el campo

No vayáis al cine buscando una película desde la óptica pija de la ciudad idealizando la vida en el campo. Los personajes de Alcarràs no viven en un paraje bucólico tocando el arpa y echándose siestas bajo melocotoneros. Carla Simón refleja a la perfección la dureza de la vida en el campo y cómo de desprotegidos están los agricultores minoristas ante este late stage capitalism agresivo y en el que las leyes del mercado dictaminan de manera tajante y sin escrúpulos las vidas de las personas encargadas de proveernos de alimentos. De hecho, la directora introduce como parte de la trama las manifestaciones de los trabajadores del campo contra esa cadena de explotación de la que ellos son el penúltimo escalón. Y digo penúltimo porque, también en un acto de honestidad y de atención a la realidad, Alcarràs no se olvida de mostrar las pésimas condiciones laborales de los temporeros negros que ayudan a estas familias a recolectar fruta.

Sin subrayados innecesarios, Carla Simón también refleja la belleza de vivir en el campo y de este estilo de vida cada vez más amenazado. Son múltiples los planos a lo largo de la película en que los personajes están enmarcados por la naturaleza, una decisión estética que por momentos me recordó a los hermosos planos de Lazzaro Felice de Alice Rohrwacher. La manera de rodar el paisaje, un protagonista más de la película, también recuerda a esos paisajes elípticos de la Trilogía de Koker de Abbas Kiarostami. Niños correteando por los sembrados, comidas familiares y ay, esa escena de los niños cantando para la familia. Alcarràs consigue lo imposible: que la belleza de sus imágenes no ensombrezca una trama con muchísimas capas y en la que no todo es de color de rosa.

Un relato coral en que todos cuentan

Carla Simón ya mostró en Estiu 1993 una gran capacidad para entender a sus personajes y mostrar sus tres dimensiones. Con Alcarràs el reto era mayor, ya que hay más personajes y muchos de ellos están más alejados de la directora que en su debut (basado en hechos biográficos). Aunque la facilidad para fluir del relato de Alcarràs pueda hacer parecer que es una película sencilla, lo cierto es que la atención que Carla Simón pone para que nos quede claro la visión y la personalidad de cada uno de los personajes es todo un reto. En una película con más de 10 personajes principales, es fácil que muchos de ellos queden casi como anécdota. Pero no, Alcarràs es una película verdaderamente coral en la que las diferencias generacionales, de responsabilidad e incluso de género están marcadas a la perfección. Es imposible olvidarse de ni uno solo de sus personajes porque, con gran maestría, Simón consigue introducir situaciones y líneas para cada uno de ellos que les convierten en inolvidables. Además, la manera en que está rodada Alcarràs es lo suficientemente inmersiva como para que nos adentremos de lleno en la familia y entendamos perfectamente las dinámicas internas de la misma.

La nostalgia que no es

Como ya comentaba al principio del texto, los materiales que conforman Alcarràs se podrían prestar fácilmente a una lectura simplista y plana de ese omnipresente “antes todo era mejor”. Alcarràs es una película que mira al pasado pero siempre desde el presente, esas generaciones anteriores a los Solé existen porque se habla de ellas (la Guerra Civil, por ejemplo, hace acto de presencia en la voz del abuelo) pero lo que vemos en Alcarràs refleja, fielmente, la vida moderna en el pueblo: vemos al hijo mayor bailar gabber (lo que en España llamamos mákina), suena ska catalán en las fiestas del pueblo, los chavales fuman yerba, las chicas jóvenes hacen coreografías de trap. El mundo rural no se ha quedado atascado en el pasado, ha evolucionado del mismo modo en que lo ha hecho el mundo urbano, y Alcarràs lo refleja inteligementemente a través de los husos y costumbres de los personajes, ¿acaso alguien se puede pensar que los habitantes de un pueblo no usan Internet como todo el resto de los mortales en pleno 2022?

Conclusión

La belleza y desolación de un mundo que se extingue le sirve a Carla Simón para elaborar esta gran historia de personajes es que la realidad de un mundo globalizado, capitalista y agresivo se cuela por los márgenes del plano para cercenar el futuro de una familia que se niega a darse por rendida pese a que todo indica que no podrán vencer a esa apisonadora que es el capitalismo moderno. Perdernos entre las conversaciones de los personajes, analizar sus gestos o, sí, reírnos con sus ocurrencias y con sus frases antológicas con solo unos pocos de los muchos placeres que encierra Alcarràs, un clásico instantáneo del cine español que, espero, tenga una gran carrera comercial al margen de su gran rendimiento en festivales y certámenes de premios.

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7
5 de febrero de 2021
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Dan Sallitt podría (y debería) dar seminarios sobre cómo sacar adelante películas con presupuestos minúsculos y que no se resienten estéticamente. De filmografía dispersa en el tiempo (Fourteen es su cuarto largometraje a sus 65 años), Dan Sallitt es una rara Avis dentro del panorama alternativo americano. En el film que nos ocupa, una Fourteen cuyo planeado estreno coincidió de lleno con la irrupción en nuestras vidas del Covid-19, Sallitt sigue la relación de dos amigas neoyorquinas a lo largo de una década. Ellas son Mara y Jo. La primera, apocada y tranquila, presencia a lo largo de los años como su inestable amiga Jo desciende en una espira de consumo de drogas, depresión y enfermedad mental. Ambas están secundadas a lo largo de los años por diferentes personajes masculinos que nos indican el paso del tiempo con mayor claridad.

Hay una elección particularmente interesante en el planteamiento de Fourteen: vemos prácticamente toda la historia desde el punto de vista de Mara. Pasados los primeros minutos del metraje, solo veremos a Jo en situaciones en las que esté Mara presente. Esta aproximación al proceso degenerativo de un amigo ofrece una impresión altamente realista: es exactamente cómo lo viviríamos nosotros mismos si algo así le pasase a un amigo. Un tema tan sensible como la enfermedad mental y la adicción podrían haber dado lugar a excesos narrativos y visuales (no hay más que pensar en ese hito del kitsch involuntario que es Hillbilly Elegy). Nada más lejos de la realidad, la cámara de Sallitt reposa inmóvil en casi todas las escenas y deja que los personajes entren y salgan de plano. Sin subrayados, sin planos muy cortos, la confianza de Sallitt en la solidez y credibilidad de sus personajes es tan absoluta que, incluso en algunas situaciones realmente espinosas, no se deja arrastrar hacia las formas del melodrama. El pudor es una rara avis en el cine moderno y Dan Sallitt, tengo la impresión que de manera muy consciente, es uno de sus grandes representantes.

Para algunos, esta aproximación antisentimental y rigurosa resultará árida y lenta. Para otros, entre los que me encuentro, es de agradecer que una película que dispone de tan pocos elementos a su disposición consiga levantar el vuelo e involucrar al espectador sin artificios de ningún tipo. Y cuando digo de ningún tipo es de ningún tipo: donde otros directores habrían apostado por elementos técnicos asociados al realismo (cámara en mano, texturas granuladas, sonido sucio), Sallitt apunta en otra dirección. Algunos de los planos de Fourteen tienen la calidad pictórica de los cuadros Edward Hopper (el gran artista de la soledad urbana), la mayoría de las escenas son domésticas, la iluminación y el sonido son pristinos. Fourteen no tiene la intención de camuflarse de realidad y, sin embargo, lo consigue. Y así transcurre su hora y media de metraje, con la estásis de la vida cotidiana y dirigiéndose sin remedio hacia la tragedia.
loquearde
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