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Críticas de MatiasGRebolledo
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Críticas 6
Críticas ordenadas por utilidad
8
12 de diciembre de 2017
53 de 87 usuarios han encontrado esta crítica útil
En Juego de Tronos, hay una frase bastante repetida: lo que está muerto no puede morir. Nos sirve como definición perfecta de lo que es Los Últimos Jedi. La película es un paso de antorcha, un espectáculo gigante (dura 2h32m) y el cierre de una transición que no sé si satisfará a muchos. El nuevo filme galáctico es como mirar al mar. Habrá quien encuentre paz, habrá quien se aburra y habrá quien, como yo, disfrute del sonido de las olas chocando contra las rocas.
Mark Hamill firma una interpretación magnífica. Daisy Ridley sujeta a Rey en su idealismo. Y luego está Adam Driver. El desgarbado actor californiano consigue que empaticemos con un monstruo postadolescente y, sobre todo, encumbrarse como la representación misma de la ambigüedad. El Kylo Ren de #TheLastJedi es el personaje mejor escrito de las ya ocho películas. La profundidad y la importancia de los grises, eso que JJ Abrams nos quiso contar en el Ep. VII, es crucial en la nueva entrega.
Ahora bien, habrá quien crea que esos grises solo son tibios. Apagados. En mi opinión, no es más que pura coherencia ideológica. Kylo y Rey. Rey y Kylo. No es blanco, no es negro. Es Star Wars.
MatiasGRebolledo
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9
15 de diciembre de 2017
8 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una de las películas clave en la construcción del nuevo relato neoliberal del emprendimiento es, sin lugar a dudas, En busca de la felicidad (2006). La película dirigida por Gabriele Muccino nos planteaba en la cara la premisa básica de toda epopeya aislacionista: si perseveras, triunfarás por encima del resto. Nadie nos contó qué pasa cuando perseveras, insistes y hasta incordias, pero no prosperas. Ahora, la argentina Anahí Berneri nos regala en Alanis una reflexión preciosa (que no preciosista) y cruda sobre este último punto. La película, rodada con una elegancia magnífica, se ciñe al contrarrelato cultural de la Argentina oculta y mundana que nos pretende enseñar.

No esperen de Alanis una película bonita o encontrarse con edulcoraciones de la realidad. Uno de los primeros planos, el que precede a estas líneas, es toda una declaración de intenciones de la directora de Por tu culpa, entre otras. En él, vemos a la protagonista, Alanis, como a una Venus moderna, hiperrealista, asolada por el mal funcionamiento de una sociedad podrida hasta los cimientos. Amamanta a su bebé, recién duchada, inocente, limpia. Cuando termina, hace acto de aparición su proxeneta. Alanis es una prostituta.

La revelación, concebida como despertar primigenio de lo ignoto, no es más que el primero de mil y un giros que da la vida de Alanis en los poco más de ochenta minutos que dura el filme. Por si fuera poco, la película se apaga al negro justo cuando el espectador cree que puede empezar a respirar de alivio. Reconstruir una vida, sin dejar morir a la anterior. Eso es esta película.

Precisamente este último punto es uno de los más fuertes de la obra de Berneri. Alanis es una hija del mundo y su contexto pero, por encima de ello, es una madre. Una madre que ha de lidiar con su hijo físico y su hija metafórica, representada por su proxeneta. El retrato de la maternidad al que sirve de maniquí Sofía Gala es uno de los más realistas y representativos que se haya visto en una pantalla de cine. Obviamente, no todas las madres han tenido que lidiar con la prostitución como telón de fondo en su vida, pero todas ellas se habrán visto en los dilemas morales y éticos a los que tiene que hacer frente la joven Alanis. El filme no se detiene ahí, si no que, además, nos da la perspectiva propia del sufrimiento de la protagonista. Nos da su dilema, sí, pero también nos entrega su juicio y su castigo. Cine que va más allá del cine.

“No quería que el nene fuera el hijo de puta”. Decíamos, pues, que Alanis es el retrato de una madre. Y es, además, un retrato costumbrista. La película no esconde nada, pero no se vanagloria de ello. La cámara se acerca, se aleja y se muestra, derribando tabúes como quien va a comprar el pan. Alanis no pretende ser alegato de nada, no busca colgarse ninguna medalla. Se trata de una producción que, siendo ficción, se siente y se percibe tan real como el más premiado de los documentales. La ausencia de música ayuda. Les podríamos contar cómo se desarrolla Alanis palabra por palabra y aun así querrían verla. No es morbosidad, es verdad. Pura verdad.

La historia que cuenta la argentina Berneri es también una reflexión sobre lo que somos y lo que nos dicen que tenemos que ser. La mera consciencia de la diferencia entre estos dos conceptos sirve, en Alanis, como la instantánea de un avión japonés a punto de estrellarse en Pearl Harbour. Nos hace libres y nos esclaviza a la vez, pero siempre despierta nuestro interés. Nadie deja que la mujer protagonista decida lo que quiere ser. Que se convierta en kamikaze o que traicione al Imperio.

En definitiva, la película, premiada hasta la saciedad en el pasado Festival de Cine de San Sebastián, es un cuadro tan bello como tremebundo. Alanis es una rara avis dentro de los milagros que son las producciones cinematográficas, pero no tanto por conmovedora como por sincera. Es cine con mayúsculas porque no intenta estructurar un relato, si no que se apoya en la realidad para transgredir la narrativa cultural imperante. Otra vez, verdad. Cine que va más allá del cine.

LO MEJOR:

Sofía Gala entrega una interpretación magistral.
Su retrato puro y duro de una maternidad complicada.
Su falta de respeto por los cánones narrativos.

LO PEOR:

Cuando se terminan los créditos y se enciende la luz de la sala.
MatiasGRebolledo
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8
12 de diciembre de 2017
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Casi dos décadas después de los atentados del 11 de septiembre, es difícil creer que haya historias o matices que no se hayan visto reflejados en la gran pantalla. Con A War (Una guerra), Tobias Lindholm lo consigue. El ya célebre guionista y director danés se carga de sus diálogos sorkinianos y de sus actores insignia en Borgen para ofrecernos un relato dramático sobre un soldado forzado a decidir bajo presión. Krigen (batalla, pero en su acepción más ambigua), que así se llama el filme en danés, es una reflexión grave sobre la ética, la moral y cómo estas se entrelazan en momentos de tensión.
Todas las cartas de presentación sobran cuando hablamos de una película que fue nominada en 2016 al Oscar a Mejor Película en Lengua Extranjera y que arrasó en los premios de su Academia nacional. A War (Una guerra) llega ahora a los cines españoles como un fiel reflejo del estado del bienestar danés, en el que se mantienen debates morales que en otros países se calificarían de absurdos. La película intenta mantenerse firme en su empeño de mero espejo, y su altura filosófica deja en pañales los acercamientos de Kathryn Bigelow o Stephen Daldry al subgénero de la lucha con las consecuencias de los conflictos.
Pilou Asbæk destaca, sin lugar a dudas, como el próximo gran titán escandinavo de la interpretación. No en vano, esta película disfruta ahora de una segunda vida gracias a su papel como Euron Greyjoy en Juego de tronos. Más allá de esto, merece un comentario especial el papel de Dar Salim. El que interpretara al ministro más ecologista del mundo en Borgen se transforma en la oscura voz de la ética profesional, con una actuación contenida que alcanza cotas de magnificencia durante el último tramo de la cinta, el del juicio.
as virtudes de A War (Una guerra) pasan más por el contenido que por el continente, como todo lo que ha hecho Lindholm. El director que en 2012 maravilló al mundo con el guion de La caza se centra otra vez en lo que subyace en las mentiras, en su contexto y en sus implicaciones. Visualmente no inventa nada, y una mezcla de sonido más decente hubiera mejorado mucho el clima de tensión en las escenas de combate, pero todo ello se pone al servicio de un guion escrito a la perfección. Obsesionado en todos sus trabajos con la explotación de las diferencias entre lo que ocurrió y cómo se contó, Lindholm logra mantener la atención del espectador durante un metraje más que generoso pero al que no le sobra un solo minuto (si acaso algún “diálogo de besugos”). Por debajo del tono general de la película está la historia del primer tramo, en el que vemos como la mujer del protagonista lo pasa realmente mal teniendo que criar a sus hijos sola. Pero, otra vez, el guion se autocorrige y rompe con este cauce de raíz justo antes de volverse tedioso.
A War (Una guerra) es una película altamente recomendable. Consigue aunar de manera extraordinaria los géneros bélico, familiar y judicial en tres actos casi perfectos. Por otro lado, en ningún caso peca de la pedantería habitual que suele inundar las películas que intentan invitar a la reflexión, sino que logra que el espectador abandone la sala con un debate interno que es puro cine de altura.
MatiasGRebolledo
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7
13 de diciembre de 2017
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si de las grandes barbaries y tragedias en las que nos hemos visto inmersos como raza humana les preguntamos cuál ha sido la más visitada en la historia del séptimo arte, probablemente “el Holocausto” sería la respuesta más repetida. El último traje es una película sobre la shoá, sí, pero es muchas cosas más. Casi todas buenas. Pablo Solarz (Sin hijos) se las arregla para dirigir esta película de carretera sin carreteras, que, como todas, trata más sobre el viaje que sobre el destino.

En unos excelsos (y muy cómodos para el espectador) 90 minutos de metraje, seguimos la historia de Abraham Bursztein, un judío polaco que se refugió en Argentina, como otros muchos, huyendo del horror nazi. A medio camino entre flashbacks de la Polonia libre y el desarrollo argumental actual, vemos como este anciano sastre intenta entregar su último trabajo a su salvador, allá por 1945.
Pese a tratar una temática extremadamente grave, el tono de la película casi siempre es el adecuado, incluso cuando se tocan temas tan delicados como el de la memoria histórica. Todo el paso de Burzstein por Alemania podría ser un cortometraje de factura incalculable. Redención y aprendizaje. El último traje es una gran película, pero falla a la hora de las transiciones. Los cortes entre los tramos dramáticos y los cómicos no existen, y eso descoloca. Quizás la culpa de ello sea de la falta de química entre el protagonista y las distintas mujeres que le van ayudando en su pequeña odisea. El querer asociar cada localización a un rostro de mujer distinto hace que al final no podamos comprender los deseos y motivaciones de ninguna. Solo podríamos rescatar a la gran Ángela Molina, que encarna al único personaje femenino que se desarrolla por completo.

Más allá del bendito pecado de querer abarcarlo todo, una de las mayores virtudes de la película es la actuación de Miguel Angel Solá, un auténtico regalo. El argentino es capaz de transformarse en un nonagenario poliédrico. A veces es un galán, a veces un terco, un sabio o un resentido. Mil y un matices para un personaje que no hacen más que dotar de profundidad y presencia artística a la película de Pablo Solarz. El trabajo actoral de Solá queda perfectamente retratado en los últimos segundos de la película, en los que tan solo con una mirada podemos entender años de sufrimiento, años de duda, vergüenza y sentimientos encontrados. Un fotograma y unos ojos vidriosos que bien valen por una vida entera.
La absorción dramática de Solá en El último traje es tan grande que hace que el resto de los personajes se desvanezcan. Y ahí es donde el director aprovecha para usar ciertos convencionalismos que no acaban de concretarse. Natalia Verbeke nos regala unos minutos en pantalla, compartiendo carga argumental con el protagonista, que bien podrían haberse alargado o haber ahondado en ellos. Tampoco nos queda muy clara la aparición de la enfermera del final o por qué está ahí. Quizás esto es intencionado, como si fuéramos testigos de una verdadera epopeya homérica, en la que el héroe se encuentra con ayudas y males que no parecen responder a ninguna lógica, solo son desafíos que enriquecen o hacen más complicado su viaje.

Siempre se les atribuye a los hermanos Cohen aquella frase: “Hay tres tipos de película: chico conoce chica, Odisea y… de la otra no me acuerdo”. El último traje es una odisea, con un héroe tan entrañable como resentido y un camino tan espectacular como doloroso de recordar. No esperen vanguardia, pero regocíjense en uno de los mejores y más recientes ejercicios de costumbrismo de esta disciplina. Pocos se acuerdan de si Homero llegó a Ítaca, pero todos se acuerdan de las sirenas.
MatiasGRebolledo
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6
12 de diciembre de 2017
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Dijo una vez Jean-Luc Godard que lo importante no es de dónde uno coge las cosas, sino a dónde es capaz de llevarlas. Mal genio parte de la premisa de dibujar al más vanguardista de los vanguardistas, al más irascible de los irascibles y al más canalla de los canallas gracias a los trazos de su otrora querida Anne Wiazemsky, interpretada de la manera más tierna posible por Stacy Martin (Nymphomaniac). La película, dirigida por Michel Hazanavicius, es un biopic concentrado y hasta elíptico, sesgado, si prefieren. En unos (a veces no tan) cómodos cien minutos largos de metraje, el director francés se las apaña para contar, con un tufo cómico que descoloca, los hechos que ocurrieron entre el rodaje de La chinoise (1967) y el intento de suicidio de Godard apenas un año después.

Muchos directores han confesado que algunas de sus películas pasan por una sola escena. Si Hazanavicius fuera uno de ellos, la escena sería la de apertura. Pura nouvelle vague y puro Godard. Los títulos evocan mercadotecnia pasotil, Mayo del 68 y adoquines llenos de arena. El realizador francés intenta describir a un Godard genial y estúpido a partes iguales, capaz de lo mejor y de lo peor. La construcción de un personaje tan complejo como el del director de origen suizo es una empresa loable, pero su complicación es tan grande y los matices a abordar son tantos que el resultado es insatisfactorio. El Godard de Mal genio es mezquino e insidioso, pero no deja casi hueco para aquel joven que maravilló al mundo con Al final de la escapada. La interpretación de Louis Garrel, en cambio, es grandiosa. Actor casi desconocido para el gran público, el parisino cumple a las órdenes con un guion que no da más de sí, pero consigue transmitir la idea de Hazanavicius del héroe odioso. Como hiciera Aaron Sorkin con sus trazos de Mark Zuckerberg o Steve Jobs, en Mal genio nos intentan contar la epopeya de la resistencia, aquella que nos dice que todos los medios están justificados por el fin. Por muy canallas que sean los medios y por muy discutible que sea el fin. El problema del filme pasa por mostrar el lado genial y brillante de Godard, que de existir, ha sido absorbido totalmente por el resquemor (por otra parte entendible) de Wiazemsky.

Y esa, precisa y paradójicamente, es la gran virtud de Mal genio. Ver una película sobre una de las grandes vacas sagradas del séptimo arte desde los ojos de una mujer es un acierto tremendo y una reivindicación muy elocuente. Lo fácil hubiera sido intentar ponerse del lado del Creador, intentar entender sus procesos y concederle la excedencia papal del conocedor, de aquel que sabe que hay vida en otros planetas. Hazanavicius renuncia a encumbrar a Godard y le retrata como un machista empedernido y un celoso sistemático. Valiente y sesgado a partes iguales.

Otro de los aciertos del director francés en Mal genio es la ambientación y el gusto por lo “estéticamente correcto”, si nos permiten la expresión. Cada fotograma de Guillaume Schiffman es un caramelo para los bastones oculares, como ya hiciera en The Artist. Suerte que esta vez no se olvida de la paleta de colores, que alcanza cotas de magnificencia cuando se relatan las marchas de 1968. La fotografía, como un espejo perfecto, nos devuelve a un Godard perdido en la multitud, como si llevásemos a la pantalla un poema de Baudelaire y un antidisturbios lo moliera a porrazos.

El espectador que elija Mal genio se encontrará con una película de bella factura y fácil de digerir que, sin embargo, no acaba de reposarse bien. Equidistancia, esa palabra maldita que resuena en cada maldito telediario, bien podría usarse para definir la posición de disfrute a la que se invita al espectador, aunque esta sea una falacia y en realidad solo sepamos una parte de la historia. Mal genio, a pesar de todo, no es una mala película y el toque cómico la hace tremendamente divertida en algunos tramos (con especial mención a la escena del coche volviendo desde el Festival de Cannes). Podrán cortar las flores, pero nunca la megalomanía de Jean-Luc, el eterno.
MatiasGRebolledo
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