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Críticas de Doctor Zaius
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Críticas 49
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
8
21 de julio de 2020
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Finales del siglo XIX. Un hombre joven llega a un faro en un punto inconcreto de la geografía estadounidense (se supone que Nueva Inglaterra) para reemplazar durante cuatro semanas al anterior ayudante del farero titular. Algo en el aspecto de ambos, tras el visionado de varios planos generales de la isla en la que se haya dicho faro, resulta inquietante: el parecido físico que presentan parece corresponder a dos personas que podrían ser la misma solo que en diferentes momentos de su vida. El acentuado contraste entre blancos y negros consecuencia del soporte físico de la película en 35 mm sirve para enmarcar a los dos protagonistas en varios planos medios como si contempláramos un díptico existencialista sobre las edades del hombre.

La presentación visual de la isla va acompañada, durante bastantes minutos, por los únicos sonidos que se escuchan: las pisadas de ambos, el crujir de las maderas, las bisagras chirriantes, los distintos tipos de fluidos contra diversos recipientes, el sonido brutal de la sirena del faro o incluso los sonoros pedos del mayor de los dos. Los planos interiores van a servir para describir el lugar de residencia de ambos: un espacio claustrofóbico, sin sitio para la intimidad personal, destartalado y casi tan inhóspito como el exterior del que supuestamente debe ser refugio. Un pasadizo anexo a la casa donde van a residir configura el cordón umbilical con el faro que da título a la película. En apenas diez minutos tenemos el tablero de juego -el océano circundante, la isla, la casa, el faro- y a los jugadores -cada uno, una versión aparentemente mayor o más joven del otro-.

Eggers va a desplegar durante el resto del metraje y de forma intencionada varias capas de lectura. Una de ellas es la mitológica: el faro representa una especie de saber superior que el mayor de los dos hombres veta al menor. Las referencias aquí son Proteo, uno de los hijos de Poseidón, capaz de predecir el futuro y de cambiar de forma para evitar tener que hacerlo, y Prometeo, el titán que robó el fuego a los dioses para llevarlo a los humanos y que fue castigado por Zeus por ello. Proteo, -descrito por Homero en la Odisea como “el anciano hombre del mar”- sería Thomas Wake, un desatadísimo Willem Dafoe, dedicado a torturar a base de tareas inacabables a su ayudante Ephraim Winslow, un Robert Pattinson en permanente estado de ultraconcentrada exasperación- y a lanzar predicciones de mal agüero que siempre terminan cumpliéndose. El conflicto entre las dos figuras, leído en esta clave, busca trascender la simple colisión de personalidades, trasladando el relato a una especie de mito reelaborado por el cual la prohibición del viejo agorero de acceder al conocimiento prohibido acaba con la conquista de este por parte del joven temerario de forma trágica.

Otra capa, más interesante, la configura su parentesco con los relatos lovecraftianos acerca de horripilantes deidades tentaculares de origen cósmico. Esta concomitancia es, sobre todo, atmosférica. El faro está permanentemente envuelto en una atmósfera malsana, en un ambiente amenazante que no para de pronosticar desgracias por venir. En algún momento del metraje el sentido de la realidad descarrila y la película se desliza por esa pista sin marcas viales que es la lógica de la pesadilla (como si estuviéramos en “el horror de Dunwich” o en “la sombra sobre Innsmouth”). Las cuatro semanas iniciales de aislamiento se estiran por culpa de un temporal que no parece terminar nunca. El sentido del paso del tiempo se deforma y un abrir y cerrar de ojos parece corresponder con quince días de actividad que uno de los protagonistas no recuerda. Extraños sucesos relacionados con cosas viscosas surgidas del océano ponen a prueba la supuesta cordura de los protagonistas. En algún momento la escalera en espiral que conduce a la parte superior del faro (y que con tanta habilidad y gusto por los homenajes cinematográficos rueda Eggers) se convierte en metáfora visual de la propia narración: los conflictos entre los protagonistas se agudizan y la violencia soterrada entre ambos va convirtiéndose en algo explícito a medida que el encierro y la tempestad exterior los obligan a compartir espacio. Desde algún lugar de la isla intuímos que Chtulhu o Poseidón o alguna sirena (en su sentido original de seres vinculados con el otro mundo y conductoras de almas) andan jugando con los dos hombres como si se tratara de marionetas a su servicio. Un mal de origen antiguo parece estar enraizado en la isla que da asiento al faro. Y su expresión -casi siempre indirecta, sin evidencia visual excepto por un significativo y turbador plano- parece ir enloqueciendo y haciendo perder cualquier atadura con lo real a ambos protagonistas.
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Doctor Zaius
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8
9 de junio de 2020
5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
“El corazón loco del loco mundo me ha impedido terminar esta película. Permanecerá inconclusa, un cuaderno de bocetos de lo que pretendía que fuera, un poema inacabado, un sutra del manicomio, un grito. Pero he decidido que debe ser visto, incluso en su forma por nacer. No hay tiempo suficiente y hay demasiadas cosas sin decir que deben decirse, no, gritarse! en la misma boca de nuestra locura”

Con este párrafo -casi a modo de disclaimer- arranca esta película de Jonas Mekas. La única de su extensa filmografía que entra dentro de la categoría de “ficción”, aunque, una vez que uno se introduce en ella descubre que dicha palabra, en las manos y la cámara del bueno de Jonas se aleja bastante de su significado al uso.

Atravesada simultáneamente por los problemas personales del autor en la época de su rodaje y por las incipientes convulsiones sociales que iban a sacudir la recién estrenada década de los sesenta, “guns of the trees” deja constancia de manera clara de ambas cosas. El núcleo narrativo está configurado alrededor del suicido de una de las protagonistas, Barbara, recogido a través de flashbacks en los que va expresando la falta de sentido de su vida y la fealdad del mundo mientras un hombre, Gregory, (entendemos que su novio) y otra pareja amiga (Argus y Ben) intentan hacerla desistir de su plan. Las preocupaciones existenciales de la protagonista, intuímos, corresponden isomórficamente con las del Mekas de principios de los sesenta (tal y como se recoge en las páginas de sus diarios). Y, mientras las conversaciones giran alrededor de esta problemática, el paisaje de fondo, su contexto social e histórico, va tomando forma lenta pero consistentemente a medida que avanza el metraje. Mekas acerca su cámara a un desgüace de barcos y al puerto ya en decadencia de la New York de la época (recordemos que la implantación del contenedor estándar de mercancías justo en esos años supuso una hecatombre laboral en los puertos de todo el mundo, reduciendo las plantillas de estibadores a cifras irrisorias). Se detiene también en las manifestaciones de protesta contra el racismo y la injerencia americana en Cuba. Mira, asimismo, a los primeros conflictos entre los beatniks y las fuerzas del orden y se para, con mucha frecuencia, en las calles mojadas de la ciudad, en los barrios pre-gentrificados repletos de una vida bulliciosa en la que niños, borrachos, gente ociosa y almas perdidas compartían calles y tiempo sin problemas, así como en la quietud de los parques neoyorkinos, en la paz de esos árboles que se limitan a dejarse ondear por el viento del norte que sacude el otoño norteamericano.

Rodada en un blanco y negro matizado por una amplísima gama de grises, “gun of the trees” apabulla visualmente e inquieta con su extensa variedad de recursos estilísticos: planos fijos de los rostros protagonistas desde ángulos extraños, largos viajes en coche atendiendo al paisaje de las afueras neoyorkinas, planos cámara en mano desde dentro de las manifestaciones con la policía mirando extrañada hacia el realizador, planos fijos extáticos de interiores en penumbra y claroscuros existenciales de resonancias barrocas. Junto a ellos, un uso vanguardista del sonido, mezclando música clásica contemporánea con canciones folk e intercalando la voz de Allen Ginsberg recitando “sutra del girasol” mientras los protagonistas hablan. A ratos el sonido “cuadra” con la escena que estamos presenciando, pero en la mayoría de las ocasiones va por libre, siguiendo una lógica propia a lo largo de todo el metraje, actuando como ruido de fondo o relegando a las imágenes a un segundo plano gracias a la fuerza de las disonancias sonoras, las melodías folk o los versos de Ginsberg.

Junto al angst personal de la protagonista, compartido en gran parte por su taciturno partenaire -interpretado por Adolfas Mekas, hermano del director-, epítome del atribulado intelectual existencialista de la época, la película despliega un interesante comentario sobre la clase y la raza gracias a la pareja amiga de los protagonistas. El dúo existencialista canónico que forman Barbara (una inquietante Frances Stillman) y Gregory (un hiératico Adolfas Mekas) resulta ser una pareja blanca de clase media separada por unos 10-15 años de edad. Su tono vital, quejoso por el sinsentido de la propia vida y atribulado por las condiciones históricas que están viviendo, contrasta vivamente con el de su pareja amiga, Argus y Ben (cuyos nombres proceden de los actores que los interpretan, la afroamericana Argus Spear Juillard y el “latino” Ben Carruthers). Si Barbara y Gregory se consumen en una agonía cocinada a fuego lento por las llamas de la conciencia de la alienación y el presentimiento de un inminente apocalipsis nuclear, Argus y Ben, atornillados a la misma situación y con idéntica conciencia de su posición, viven y disfrutan de una vida que intuyen frágil y destinada a la catástrofe: bailan, beben, se ríen de sus trabajos de mierda, participan en las manifestaciones de protesta, disfrutan del sexo y el afecto mutuo, hacen planes para el hijo del que Argus está embarazada y pasean por una ciudad otoñal y áspera que no pueden evitar reconocer como su hogar. Hay en este desdoble una intención extraña, como si Mekas fuera consciente de la situación un poco ridícula de estar del lado de la línea de los privilegiados (él, que pasó por un campo de concentración nazi y con veinte años tuvo que huir de la vieja Europa dejando atrás toda su vida) y vivir atenazado por la angustia, mientras sus dobles exactos, colocados en el lugar de la semi-marginalidad se dedican a bailar con sus ansiedades mientras viven la vida intensamente.
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Doctor Zaius
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10
17 de abril de 2020
7 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Lo que ha conseguido Celine Sciamma con esta película es un logro al alcance de escasísimos directores de cine: convertir una historia concreta de amor romántico (entre dos mujeres) en una historia universal que se eleva sobre sus circunstancias particulares para describir lo que es el amor desatado e incontrolable entre dos seres humanos. Lo hace además desde una perspectiva política militante, esbozando en el interlineado de su caligrafía la descripción de un protofeminismo no consciente de sí, reventando el test de Bechdel y dejando guiños a sus dos películas anteriores, así como mirando de frente a dos clásicos contemporáneos de la talla de “Carol” (Todd Haynes) y “Call me by your name” (Luca Guadanino).

El comienzo de la película no puede ser más brillante: en una atmósfera impregnada de azules desvaídos, una profesora de pintura posa para sus alumnas. La cámara se detiene en los rostros de cada una de ellas minuciosamente, como tratando de desentrañar el enigma que oculta cada cara (esta será una constante a lo largo de todo el metraje: los primeros planos sostenidos de los rostros de las actrices protagonistas). Y, de pronto, la magia: la cámara se acerca simultáneamente a la profesora y a un viejo cuadro pintado por ella (un “retrato de una mujer en llamas”). El travelling en los dos sentidos gira la flecha del tiempo, y, en el momento, en el que entramos en la imagen enmarcada, saltamos en el espacio y en el tiempo y aparecemos en un lugar indeterminado del pasado en medio del mar. El poder de estos recursos narrativos -la elipsis y el flashback- nos sitúa en otro momento y en otro lugar. Desorientados, como la propia protagonista, nos introducimos en su nuevo contexto: la pintora debe retratar a la hija de una señora de la nobleza rural francesa (del siglo XVII o XVIII) que va a casarse con un noble milanés del que lo desconoce todo. La tarea es secreta. La retratada no debe saber que la artista está ahí para eso, por lo que se hará pasar por una especie de dama de compañía contratada para no dejarla sola en sus paseos.

Lo primero que nos deslumbra es el uso que hace Sciamma del color para crear atmósferas y estados de ánimo. Las estancias de la casa se llenan de tonalidades rojizas, amarillentas y ocres. En contraste con el frío azul del comienzo, el nuevo escenario vibra con la calidez de lo hogareño. Las vestimentas de las protagonistas juegan con esta paleta de colores y propagan emociones casi visibles a partir de sus ropajes. Junto a este uso milimetrado del cromatismo, las escenas de interior también destacan por el virtuosismo de sus composiciones. No es solo que la protagonista sea pintora. Cada una de las escenas en las que participa es un tableau vivant (un “cuadro viviente” en imposible traducción al español) de diseño e iluminación exquisitos al servicio de la historia que se va contando. Los movimientos de cámara, lentos y tirando a imperceptibles, recogen la delicadeza de las relaciones entre las protagonistas (la madre, la hija, la pintora y una criada que va a aportar una profunda perspectiva tanto de clase como de género a toda la historia). El tempo lento de la narración funciona como un fuego a baja temperatura. Casi podemos percibir en el aire la vibración de la pasión que va creciendo entre las protagonistas. Las distintas escenas, que nos hipnotizan por su exactitud y su precisión en el nivel de lo visual, van transmitiendo la misma sensación que debe dar el ver desplazarse un glaciar mientras sabemos que bajo él se retuerce la energía brutal de un volcán a punto de entrar en erupción. Pero no es solo la casa el escenario de esta pasión. El exterior, dominado por una naturaleza agreste en la que el mar, los acantilados y un viento incesante parecen encarnar los sentimientos de las protagonistas, nos abruma por lo crudo y lo bello de su presencia. Como si fuera una postal típica del romanticismo más canónico, las amantes se miran durante segundos interminables mientras el aire revolotea entre sus cabellos y las olas rompen de fondo contra las paredes rocosas de los acantilados que las envuelven.

Simplemente con tener en cuenta el tempo de la narración y el preciosismo visual ya podríamos hablar de una obra sobresaliente. Pero “retrato de una mujer en llamas” va más allá de eso y exhibe un catálogo de recursos increíble que hacen que su visionado se convierta en una fiesta para los sentidos y la razón. Destaquemos el uso de la música. Ésta hace su aparición -solo en forma diegética- en tres momentos claves: uno para subrayar la intimidad, otro para celebrar la fiesta comunitaria y un tercero para certificar la persistencia de la pasión. Cada uno de estos momentos es excepcional dentro de un relato que nos succiona con su magnetismo. La escena musical comunitaria es el centro nuclear de la película: hay un antes y un después de ella muy claros. Su ejecución es deslumbrante y su finalización encarna el título del filme y cristaliza con dulzura, extrañeza y pasión el torbellino de emociones que posee a las protagonistas.

(Sigue en spoiler)
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Doctor Zaius
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7
28 de febrero de 2020
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Arranca Midsommar con el retrato de un paisaje invernal que encapsula la circunstancia personal de su protagonista (Dani, una creación magistral de Florence Pugh): una tragedia familiar insoportable se entremezcla con su semidescompuesta relación de pareja y con el grupo de amigos de su novio, los cuales la detestan abiertamente y a quien empujan para que la deje. Dicho grupo planea un viaje a Suecia, al pueblo de uno de los integrantes, en una mezcla de spring break veraniego e investigación antropológica universitaria. Empujado por la mala conciencia, el novio invita a Dani a acompañarlos. Ella acepta, y, en una escena que ilustra a la perfección la idea de "pasaje" que va a permear todo el metraje, la vemos entrando llorando en el baño del apartamento de sus colegas tras notificarle que cuentan con ella, para aparecer, en una elipsis brutal, llorando en el baño del avión que los lleva a su destino meses más tarde. Las lágrimas siguen siendo las mismas, con lo cual intuimos que su situación personal no ha variado, pero el paso del invierno norteamericano al verano sueco rompe la película en dos partes claramente diferenciadas. Dani sale del baño y la cámara la sigue hasta que se sienta. Tras enmarcar a la pareja sentada en sus asientos el plano se cierra progresivamente sobre la ventanilla del avión. Solo se ven nubes. La ventana, súbitamente, tiembla durante unos instantes hasta emborronar la imagen. El pasaje se ha consumado. Dani abandona el territorio de su aflicción para adentrarse en algo desconocido, sin propósito ni objetivo, embarcada en un dejarse llevar que no sabemos cómo acabará.

Esta división clara entre el primer cuarto de la película y el resto del metraje es fundamental para entender el planteamiento de Ari Aster. Dani vive en el típico suburbio norteamericano. Su círculo personal aparenta ser minúsculo. Su relación de pareja apenas un hilo que amenaza con romperse. Su familia, el detonante de una tragedia que la quebrará de forma brutal. El paso a Suecia cambia la luz y el entorno. Desde la oscuridad invernal llegamos a un verano que no se apaga ni de noche. Los paisajes abiertos refulgen de color y vida. La comunidad sueca articula la vida personal de sus integrantes de una forma radicalmente distinta a la que conoce la protagonista: lo privado no existe, el individuo es una pieza del colectivo, su existencia es irrelevante frente al superorganismo comunitario que lo conforma. Donde solo había lazos débiles ahora hay vínculos estrechos hasta el extenuamiento. La soledad devastadora que parece experimentar Dani contrasta con una socialización permanente que llega a la asfixia. La comunidad, uniformada de forma casi homogénea aparece entregada a rituales extraños de forma continuada. Danzas incomprensibles, gesticulaciones que expresan un código indescifrable para el grupo de norteamericanos, un alfabeto propio que remite a una cultura ancestral: un hermetismo global envuelve los actos de esta gente.

Con Dani compartimos la sensación de que todo es extraño y turbador. No hay ninguna circunstancia concreta que encarne tal sensación de forma definitiva, sino un conjunto de detalles menores que se acumulan lentamente, como polvo que cae del cielo tras sacudir una alfombra que llevara años sin aspirarse. El tiempo dilatado de las escenas de Aster crea una tensión que no termina de romper en un momento catártico. La intriga es baja en sucesos pero se estira hasta que la intuición de su rotura nos estalla en la cabeza. Los amplios planos del campo sueco asfixian de manera inversa a los interiores norteamericanos: Dani pasa de estar atrapada en una circunstancia vital sin sentido a estar recluida en otra en la cual el sentido se percibe como algo excesivo y opaco simultaneamente.

Como si Ari Aster fuera un Wes Anderson perturbado observamos como una infinidad de detalles anómalos van permeando las imágenes progresivamente. Hasta que, a mitad del metraje, tiene lugar la escena que destapa la realidad de la comuna. Rodada empleando una sucesión de planos aéreos y teleobjetivos, empapada en blancos, azules y grises que queman la retina, esta es capaz de generar una forma de horror distanciada que funciona como precipitador de la extrañeza anterior. Las particulas de incomodidad previas, compactadas y prensadas minuciosamente gracias a largos planos de tempo comatoso, impactan de golpe como un martillo de plomo. Formalmente alejada de los códigos sanguinolentos del género, la escena no renuncia, sin embargo a los clichés clásicos: la mutilación de lo orgánico, el retorcimiento y desgarro de la carne, la irrupción de un horror incomprensible que presagia horrores aún mayores. Pero lo hace en medio de un frío emocional y bañado en una luz extraviada que confieren al suceso la categoría de quirúrgico. Sospechamos que, simplemente, la comunidad se ha operado a sí misma de forma rutinaria. Lla vida de sus habitantes, tras ésto, continúa como si nada.

A partir de este punto la historia se vuelve progresivamente insostenible a nivel argumental: ¿por qué los protagonistas asimilan el suceso sin demasiados problemas en vez de huir espantados? Da igual, porque lo que viene a continuación, el tono general de alucinación que lo empapa, nos permite pasar por encima de esta consideración. La puesta en escena se come literalmente al argumento y la suspensión de la verosimilitud es un precio que se paga con gusto por el festín visual que sigue. En él toma especial relevancia la aparición de los coros que subrayan y hacen de eco de los estados anímicos de la pareja protagonista. Las acciones y emociones de Dani y su novio en el tramo final, acompañadas por dichos coros, adquieren una potencia dramática explosiva. Las composiciones de todas las escenas de la última media hora enmarcan la condición de ambos con exactitud en lo narrativo y perfección en su definición estética.
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Doctor Zaius
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8
5 de octubre de 2017
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Recuerdo una entrevista al psiquiatra Guilermo Rendueles en la que decía recetar lo siguiente a muchos de sus pacientes: "lo que usted necesita no es un psiquiatra ni una pastilla, sino un comité de empresa". Uno observa la desesperación inicial de Sandra, la protagonista de esta película, sus ganas de quedarse en cama y atiborrarse de antidepresivos y no puede evitar pensar en la frase de Rendueles. Sandra, interpretada por una excelsa Marion Cotillard, es una trabajadora de, intuimos, baja cualificación profesional. Su marido trabaja de camarero en un restaurante y ambos sacan adelante como pueden a sus dos hijos. La factura personal de la precariedad es demasiado para Sandra. En el arranque del film descubrimos que está a punto de incorporarse de nuevo al trabajo tras una baja por depresión. Sin embargo, su jefe ha planteado una disyuntiva maliciosa a sus compañeros: o echar a Sandra o quedarse sin la paga de beneficios de mil euros por cabeza.

Este planteamiento, en otra época, casi cuatro décadas atrás, nos habría sonado practicamente a película de ciencia ficción distópica . En nuestros tristes días, sin embargo, reconocemos el argumento como puro costumbrismo documental. ¿Un empresario aparentemente buenrollista que somete a sus empleados a una elección muy cabrona? Que sor-pre-són. A partir de este arranque asistimos a la odisea a la desesperada de Sandra para convencer a sus compañeros de que la elijan a ella en una segunda votación. En su periplo se dará de frente con todas las posibilidades que ofrece el carácter humano cuando se le somete a una cuestión así: ira, frustración, indiferencia, compasión, arrepentimiento, indecisión o tristeza.

Como espectadores sabemos lo que va a pasar desde el principio. Es una película de los hermanos Dardenne. Su mirada a la Europa contemporánea es, desde hace más de veinte años, descarnada y lúcida. Sin embargo, en este trabajo descubrimos una capa nueva dentro del patrón general que configura sus obras: en el proceso de intentar convencer a sus compañeros, Sandra experimentará la cálida sensación de la solidaridad entre los machacados cuando estos unen sus fuerzas. Asediada por las dudas sobre sí misma y abismada a la posibilidad de terminar en una vivienda social con sus hijos, Sandrá se hará fuerte en su vulnerabilidad y será consciente del valor de los lazos que la unen a varios de los trabajadores de su empresa. En la respuesta iracunda y violenta de algunos de ellos reconocerá los valores del sistema encarnados en las personas que la rodean, los agentes involuntarios de una dominación estructural.

Es el proceso de Sandra, vacilante, tembloroso, siempre al borde del abismo, lo que nos conecta con su odisea interior. El descubrimiento personal de que hay una alternativa a esa sensación de abandono y desolación es su triunfo frente a las estructuras oprimentes del capital y del trabajo asalariado. La contención formal de cada una de las escenas -bordeando la inexpresividad, como es marca de la casa- no impide que una emoción intensa se vaya apoderando de nosotros a medida que avanza el metraje. Al terminar la película, entendemos, Sandra es ya otra persona. Ha comprendido por lo que ha pasado y la transformación que ha tenido lugar en su vida. Intuimos, así, en un futuro que está por llegar, la repolitización de la protagonista, la asunción de su conciencia de clase y la necesidad de dar la batalla de forma organizada.

Gracias, Jean Pierre y Luc, por esta pequeña maravilla.
Doctor Zaius
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