Un grupo de presos violentos secuestra un avión. Entre ellos se encuentra Cameron Poe, que acaba de conseguir la libertad provisional y sueña con reunirse con su esposa y su hija. Poe, un hombre honesto a pesar de su estancia en la cárcel, se encargará de desbaratar los planes de los secuestradores.

Una de esas películas que se supone que no debería gustarme (la nota media de mis almas gemelas es de 3,3, y la de mis amigos, de 3,6), y que sin embargo me encanta. Nicolas Cage se hallaba en la cima de su popularidad, encadenando filmes que pertenecen al mejor cine de acción de los noventa: "La Roca", "Cara a cara", y esta "Con Air". Aquí protagoniza una cinta de argumento disparatado, en la que nada resulta creíble, y que sin embargo entretiene, hace reír. Siempre que la pasan por la tele y la pillo en algún canal, me quedo a verla hasta que acaba.

Hay explosiones, tiroteos, muertes, música machacona, chistes bobos, tantos hechos absurdos que resultaría difícil enumerarlos. Pura testosterona. "Con Air" es todo lo macarra que uno espera que sea, y aún más. Es hortera, ofende a la inteligencia, ¡pero qué bien te lo pasas...! Es cine sin pretensiones, pirotécnico, y así habría que entenderlo. Contemplar a Buscemi soltar paridas, a Malkovich maquinando maldades (acojona), a Cusack poniendo caritas y, sobre todo, a Cage presumiendo de abdominales, no tiene precio. Este último comentó que para este papel se inspiró en la fantasía que tenía de adolescente de la clase de persona que desearía ser. Curioso.

Y qué final, de traca.

Coppola dirigió a finales de los ochenta este biopic sobre Preston Tucker, un hombre emprendedor, genio visionario, honesto padre de familia, con un sueño en mente: la construcción de un coche revolucionario, un modelo diferente a cualquier otro. Para ello embarcó a familia y amigos en una aventura que le condujo a enfrentarse a diversos sujetos, individuos poderosos, que hicieron lo imposible por impedir que llevara a cabo su ambicioso proyecto.

La película rebosa optimismo, derrocha encanto, el mismo que desprende su protagonista, un perfecto Jeff Bridges, quien a pesar de las dificultades siempre termina por encontrar una solución a sus problemas. Es entretenida, aunque te pueda ocurrir como a mí y no tengas ni idea de coches. Parece una obra fuera de tiempo, por su sencillez, por su clasicismo, por esa leve ingenuidad que transmite y que quizá tampoco esté tan mal para los tiempos cínicos en que vivimos. Martin Landau realiza una interpretación sutil y conmovedora, y Coppola dirige con sabiduría.

Cada Nochebuena, el capitán Lane Pendleton (Greg Kinnear) tiene la tradición de indultar a uno de los presos del calabozo. Sin embargo, este año recibirá la visita de un misterioso personaje.

Episodio endeble, con multitud de agujeros de guion -¿cómo pueden ser tan torpes e ingenuos los de ese grupo de policías?-, que a duras penas logra generar cierto suspense para luego echarlo por tierra en un final que de inesperado provoca más risa que miedo. Propone algunos temas interesantes, como el de la imposición de la cultura y tradiciones cristianas a la población de esquimales, y no se puede objetar nada a las interpretaciones, pero eso no basta para sostener una trama mal construida y peor acabada.

Documental acerca del desenterramiento de la famosa localización donde se rodó el duelo final de “El bueno, el feo y el malo”, y que también describe algunas vicisitudes del rodaje. Se apoya en entrevistas con fanáticos famosos de la película, rendidos al poder fascinador del cine; cuenta con imágenes de la filmación, grabaciones donde Sergio Leone habla de su obra; y además se beneficia de la intervención de leyendas vivas como Clint Eastwood o Ennio Morricone.

Pero sobre todo el documental es la historia de un grupo de desconocidos que un día decidieron recrear el territorio de sus sueños, un lugar fuera del tiempo, tratando de recuperar la emoción que sintieron al ver el filme por primera vez; individuos corrientes que no se rindieron ante las dificultades, que no cedieron al desaliento, que lucharon por materializar una idea, embarcándose en esa loca aventura sin esperar otra gratificación que el placer de cumplir con un anhelo. Y alcanzar de nuevo ese sentimiento inasible que a todos nos sorprende al contemplar una obra maestra.

Un matrimonio de clase alta comunica su decisión de divorciarse a sus dos hijos, quienes saltan a la piscina y desaparecen sin dejar rastro.

El último episodio de la serie es una entrega infantil no demasiado convincente, que ni siquiera se debe a la pluma de Rod Serling, sino a la de Earl Hamner Jr. Puede que la idea en que se basa sea interesante, pero el resultado decepciona.

Narrado en forma de flashback, el capítulo indaga en la vida de los dos hermanitos, los cuales, cansados de que sus padres no les presten atención, descubrirán en el hueco de la piscina un portal a un mundo paralelo. Esa otra dimensión está constituida por un lugar secreto y mágico, un sitio donde muchos niños se reúnen y son felices, en el que pasan las horas jugando y divirtiéndose. Sólo hay un adulto, la tía T, una simpática anciana. “¿Quién sabe lo real que puede llegar a ser la fantasía para los niños solitarios?”, nos pregunta Serling, en su última disertación mirando a cámara.

En la quinta temporada se notó cierto agotamiento, cierta falta de originalidad. Salvo por el talento de Richard Matheson y algunos chispazos de genio de Serling, el resto no está al nivel de los primeros tiempos. Aparecieron, eso sí, directores de prestigio -Ida Lupino, Don Siegel, Richard Donner, Jacques Tourneur-, aunque tampoco pudieron hacer milagros frente a los bajos presupuestos y los guiones anodinos. El último cambio de productor acabó por precipitar la cancelación de “La dimensión desconocida”, una serie única e irrepetible.