Hitchcock comenzó en los estudios de producción, entre cintas, filtros, tijeras y negativos, y se nota su mano en cada plano de The Lodger, el cazador de rubias. Los detalles amenizan cada suceso y transmiten con potencia visual, el montaje novedoso para su tiempo hace a uno ver esta película como cine mudo con algo más. Algo que no sabría describir, pero que da la sensación de que detrás de la cámara había alguien con la ambición de dar un giro radical al lenguaje cinematográfico.

Las imágenes se insinúan al espectador y lo meten en la historia, y sus momentos de tensión, aun tratándose de un guión rudimentario, logran ese juego pícaro con el público, que puede dejarse llevar fácilmente por la fantasía sin necesidad de militancia alguna. De acuerdo con mucho de vosotros (e incluso con el mismo director), para mí la primera película "marca Hitchcock", a pesar de un flojo reparto del que sólo destacaría a Ivor Novello.

Plato delicatessen para el amante de la ciencia ficción. Al menos para mí, que esperaba una de aquellas historias ambientadas en el futuro pero relatadas con una cercanía como la que te contagiaba aquel profesor de historia, logrando que la Antigua Roma pareciera 100% contemporánea. Motos flotantes, coches eléctricos (¡y qué modernos!), anuncios en carteles animados... telequinesis. Irónicas referencias al fenómeno de la moda, que se agudiza con el tiempo y atañe al uso de superpoderes... para hacer levitar moneditas y fascinar a las hembras.

2074. Una sociedad corrupta que divaga sin rumbo (más o menos como siempre ha sido) en la que los cadáveres son inocultables (¿llevaremos todos chip?), por lo que se recurre a la máquina del tiempo para hacerlos desaparecer en el pasado.

2044. Dicho trabajo corresponde a los "loopers": viles y despreocupados verdugos que reciben sus presas encapuchadas, asesinadas en décimas de segundo una vez alcanzan el pasado. De pronto, varios de ellos comienzan a recibirse a ellos mismos: se "suicidan" y celebran su muerte entre cervezas, cerrando así lo que llaman su ciclo.

Nuestro verdugo (Gordon-Levitt) lo observa preocupado, con el lógico (pero huraño) miedo de encontrarse en su lugar. Nuestra presa (Bruce Willis) lucha por su vida y libertad en un futuro tiránico. Y ambos son la misma persona. Hasta aquí lo que nos sirven en bandeja de plata, el resto incumbe a nuestro paladar, mientras la película nos teletransporta en carroza (flotante) a lo largo del metraje. ¿Qué discusiones tendrías con tu "yo" del pasado/futuro? ¿Qué querrías saber de tu futura vida y en qué medida lo atribuirías al destino? ¿Qué destino? Pero despiertas, no tienes tiempo para pensar porque esto es una carrera a vida o muerte contra ti mismo, y te buscan vivo y/o muerto. Debes esconderte y encontrarte, huir y no escaparte. No sabes con quien quedarte. Visto desde fuera, el espectador empatiza tanto con verdugo como con víctima, que tampoco se decide por quién debe morir, si Willis o Levitt. Y así, dejándonos llevar, alcanzamos el cénit anhelado, rodeados de tiros y efectos especiales, en un final delirante.

La naturalidad con la que nos envuelve la película es tal que no necesitamos introducción, planteamientos ficticios ni demasiada imaginación o fantasía para acomodarnos de inmediato en el ambiente, por lo que uno se identifica rápidamente con los personajes y no le importa demasiado el porqué de todo. Así, el filme carece de la profundidad que algunos tarkovskianos buscarían, pero complace a todo aquel que busque algo de acción rudimentaria (que no falte Bruce Willis) como aliño a una buena película de ciencia ficción, especialmente con una idea de fondo tan explotable.

En estos tiempos de confusión, en los que la lógica habitual no basta para comprender el mundo y que los dolores de cabeza afectan a más de uno (y la paranoia a más de dos), el sujeto de la trama es lo de menos. Sean pájaros, tormentas o cochecitos voladores, la catástrofe se huele en los rincones, si bien algunos tienen un olfato más tosco que otros.

Esta es la historia ordinaria -tal vez demasiado- de la familia de un ingeniero de la construcción, que se trastorna después de misteriosas circunstancias, casi místicas: el fin del mundo se acerca. No obstante, la película se dilata, pues nos muestra la semilla y no los frutos, si eso cada uno que imagine. Eso significa que la espiral de tensión se alarga como un chicle -como un buen chicle-, es un thriller que va mordisqueando, así que requiere paciencia.

Tal vez el cliché americanoide se vuelve demasiado pegajoso, pero estamos en su salsa: el fin del mundo comenzará en Lagrange, Ohio, no en Albalate del Arzobispo (aunque...); y pese a una lánguida linealidad argumental se consigue mantener la atención al 100%, e incluso fuerza la máquina con el estallido de un potente Michael Shannon ante LA comunidad.

Es un mensaje profético, casi bíblico, aunque no hay Dios que esté observando. Es un mensaje íntimo que clama: mientras haya amor, resistiremos. Es un mensaje esquizofrénico, porque lo dice todo sin decir mucho, porque nos dice: ésto sólo es el principio.

Cuando leí la novela de R. L. Stevenson, sentía, al empatizar con Jim Hawkins, la curiosidad del novato que observa a través de la mirilla un mundo ya forjado, rodando a una velocidad por lo visto inalcanzable. A lo largo de la misma, el joven marinero pega un cambio que lo hace mirar ese mundo de tú a tú, sin mirillas ni remilgos. Como todo lector, supongo.

Además, Long John Silver, protagonista indudable de la historia, sufría un trastorno similar durante el transcurso de la novela. De padrino predilecto a farsante experto, pero sin cambios en las formas, siendo todo fruto de la inicial percepción ingénua del pequeño.

Precisamente, el proceso de maduración es la punta de flecha de esta historia. Y es lo que echo de menos en la película. Bobby Driscoll, uno de los niños mimados de la Disney a la que ayudó con Peter Pan, terminó haciéndose mayor y, tal vez abrumado por los camerinos, murió a los 31 años abrumado por las drogas sin haber interpretado nunca al auténtico Jim Hawkins.

Robert Newton está en su cauce: su papel es dar vida y relevancia a Silver, y vaya si lo logra que sólo quedan él y el loro en el recuerdo. ¿Sobreactuado? Bah, no es más que una peli infantil, conviene darle potencia teatral, aunque algunos se horroricen.

Me repelen el barco hiperrealista, la iluminación y la sobresaturación del Technicolor, paradigma de aquel entonces. Además, el "niño raccord" vuelve en escena, lo que da completamente igual junto a las taras del guión, ya que al fin se ha conseguido el objetivo que andaban buscando: otra peli Disney dirigida sólo a niños, para que maduren pronto y dejen de ser Bobby Driscoll.

Termino de ver Cinema Paradiso y la nostalgia se me contagia. Es decir, echo de menos la primera hora de película, y me pregunto por qué no acabó antes, por todo lo alto. Un fenomenal retrato de la Italia clerical, retrógrada y opresora (así como la respectiva convivencia de ello con la burla y alegría del pueblo) es denigrado a un final facilón y de lagrimilla rápida. De la impactante fuerza y personalidad del Totó-niño, al jeto repelente del Totó-adolescente. Si la censura del Gran Hefe hubiera sido aplicada, esta película duraría una hora menos, y hubiera tenido el encanto del mito de aquello que muere y, a pesar de todo, se convierte en infinito. Tilín, tilín!