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España España · Madrid
Críticas de Servadac
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Críticas 359
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
10
23 de octubre de 2021
25 de 28 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sólo comprendemos el camino al terminarlo, le dice Juana de Arco a Jean Massieu, poco antes de ser ejecutada.

Escribe Jean Sémolué en su monografía sobre Carl Theodor Dreyer que el director danés “crea a partir de lo visible un mundo nunca visto, que no veremos más.”

Dreyer pone, en todo momento, las cartas boca arriba. Las discusiones teológicas ‘mundanas’, la presencia sonora del reloj, el viento retratado en telas y juncales. La línea horizontal y el movimiento de la luz. Los interiores de Vilhelm Hammershøi…

Un triángulo de tópicos desgarra el lienzo; inexplicablemente, por esa grieta se cuela el más allá.

Le fe de la inocencia, simbolizada por la niña, Maren; la fe de Johannes, el loco iluminado, de vuelta ya de toda ciencia; la fe de Mikkel y su amor constante, igual que en el soneto de Quevedo. En suma, el salto de la fe, citando a Søren Kierkegaard. Si es cierto que, como señala Mercè Rodoreda, “les paraules sonen i fan mal” (las palabras suenan y hacen daño), la palabra cinematográfica de Ordet supone un salto sanador.

Quizás la explicación esté en los versos de Claudio Rodríguez.

Siempre la claridad viene del cielo;
es un don: no se halla entre las cosas
sino muy por encima, y las ocupa
haciendo de ello vida y labor propias.

Leo en ‘Pensando en Dios’ una historia que bien pudiera referirse al célebre ‘paseo’ del funambulista francés Philippe Petit, inmortalizado en la excelente ‘Man on Wire’, de James Marsh. El 7 de agosto de 1974, a primera hora de la mañana, Petit cruzó ocho veces por un cable entre las Torres Gemelas neoyorquinas, casi a medio kilómetro de altura.

Me permito parafrasear, con algún leve retoque, el relato de Chus Villaroel:

- Voy a pasar por este alambre sobre el abismo, pero necesito que creáis en mí.

- Creemos.

- Ahora voy a pasar sin la pértiga; necesito que creáis en mí.

- Creemos.

- Voy a volver a la otra torre. Lo haré con una carretilla. Ahora sí que necesito que creáis en mí.

- Creemos.

- No, no. Necesitó más, necesito que uno de vosotros crea en mí del todo.

- Yo creo que tú puedes hacerlo.

- ¿Lo crees de verdad?

- Sí.

- Entonces ven y súbete a la carretilla.

===

De Ordet podríamos decir lo que Horacio afirmaba de sí mismo y de sus odas:

Exegi monumentum aere perennius
regalique situ pyramidum altius,
quod non imber edax, non Aquilo inpotens
possit diruere aut innumerabilis
annorum series et fuga temporum.

(He concluido un monumento más duradero que el bronce y más alto que las regias tumbas de las pirámides, que no podrán destruir las lluvias persistentes, los fríos vientos ni el paso del tiempo con su serie innumerable de años.)*

Las Torres Gemelas ya no existen; pero el milagro de Dreyer sigue ahí.




*[Versión de Irene Vallejo]
Servadac
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7
2 de octubre de 2021
22 de 22 usuarios han encontrado esta crítica útil
‘Chinatown’ está tejida con tres hilos que vendrían a ser sus colores primarios: el agua, la aridez y la vegetación. La dialéctica entre esos tres elementos se adueña de la forma. El agua transmuta la arena del desierto en zona verde o habitable. Las plantas son, por tanto, bienes suntuarios. Hacia la mitad de la cinta, un plano ilustra esa tríada esencial: Gittes (Jack Nicholson) atraviesa en coche un campo de naranjos y es atacado por los que vigilan. Mientras da marcha atrás el vehículo recibe un impacto de bala en pleno radiador y el agua salta por los aires. El chorro se mezcla con el polvo levantado por las ruedas en medio del cultivo; el cuadro resultante expone el nudo de la trama.

Como es habitual en el género neo-noir, la dirección es muy consciente de sus referencias. La mujer fatal (una espléndida Faye Dunaway) le dice al detective la tópica frase lapidaria: “Cherchez la femme”; el detective, a su vez, es cínico, burlón, desengañado; se enfrenta a todo por la vía más directa y a pecho descubierto. La luz asfixia, el agua ahoga, la sal es mala para el césped. La violencia que salpica cobra carta de naturaleza. La escena en la que el navajero (interpretado por Roman Polanski) corta la nariz al héroe (o antihéroe) es intencionadamente explícita; primero la gasa y los esparadrapos y después la cicatriz impiden que olvidemos la agresión.

¿Pero qué representa Chinatown? Chinatown es la zona cero de J.J. Gittes. También es un MacGuffin excelente. Su lema es “As little as posible”, lo que viene a significar que es preferible no hacer nada, no vaya a ser que, igual que en las tragedias griegas, nuestros actos provoquen precisamente aquello que queremos evitar. Gittes contraviene la regla dorada y el destino discurre en consecuencia.

El barrio chino, que yo recuerde, sólo aparece de noche y al final; es un simbólico horizonte –o agujero– fatalista. El desenlace es tan brillante en lo cinematográfico –la mano gigante de Cross (John Huston) sobre el rostro de Katherine; el coche sumido en la negrura, los disparos, el sonido del claxon…– como argumentalmente extravagante. La deriva melodramática y truculenta de las relaciones intrafamiliares no debe confundirnos. Polanski cuestiona la base misma del progreso norteamericano. Sitúa la corrupción y la ambición desmedidas como pilar y clave de su desarrollo.

Esta película es su personal contribución a la reformulación del cine negro. Es, en menor medida, una cinta de crítica social. Chinatown es un lugar interno y exterior; el pozo en el que Gittes, los Estados Unidos y el propio Roman, entierran sus cadáveres.
Servadac
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8
25 de septiembre de 2021
48 de 58 usuarios han encontrado esta crítica útil
–So May We Start–

‘Annette’ es la desembocadura de un río que nace en la filmografía temprana de Carax. Desde el famoso travelling lateral que acompaña al frenético Denis Lavant en ‘Mala Sangre’ al son de ‘Modern Love’ de David Bowie hasta la nostálgica interpretación de ‘Who Were We’ a cargo de Kylie Minogue en ‘Holy Motors’, pasando por el ‘Danubio azul’ de ‘Los amantes del Pont-Neuf’, parecía cuestión de tiempo que el director francés abordara el musical; un género libérrimo en el que zambullirse dando rienda suelta al ruido, furia y caos que alientan en su alma.

Los hermanos Russell y Ron Mael, del grupo Sparks, componen una ópera rock oscura y sensitiva que empasta ejemplarmente con la trama argumental. Disonancias, bloques de sonido, estridencias y suaves melodías se enlazan en una partitura que nos lleva de la mano a la fascinación de lo sencillo y turbio de la vida de pareja.

–We Love Each Other So Much–

En ‘Los paraguas de Cherburgo’ descubrí mi lado cursi. Esa cinta es para mí, junto a ‘Mulholland Drive’, un nudo de tristeza. El sentimiento que une a Guy y Geneviève, tan puro, tan manido y simple, me produce el efecto de una sublime miniatura de cristal; quisiera mantenerlo a salvo en una urna a prueba de erosiones, suspender el tiempo y evitar su deterioro; su fragilidad, al fin, me rompe el corazón. Lo mismo me sucede con el ‘sueño americano’ de la Diana/Betty interpretada por Naomi Watts. Cuántas veces he querido colarme en sus secuencias, salvarla y acogerla.

Entra el piano en el tema de amor de Henry y Ann y siento una punzada; sé, de algún modo, que nada puede acabar bien. Gregorio Belinchón, en ‘El País’, dice que la canción es indigesta. Y es que la indigestión está en la base de los amores contrariados. La virtud cardinal de la música es, precisamente, que mueve los afectos sin necesidad de dar tributo a la razón. Inútil pues justificar por qué sus notas me conmueven.

–I'm an Accompanist–

Ella, idealizada; él, un simio alto y desgarbado, provocador y casi tierno, con un evidente gen de oscuridad. El desempeño de Adam Driver resulta formidable, en un papel resbaladizo y arriesgado, a punto siempre de caer. Mantiene el pulso en los monólogos, en los momentos de tensión, incluso si su 'partenaire' es una marioneta.

–She's Out of this World! –

Cuenta Leos Carax que la búsqueda de la intérprete de Annette era prácticamente una quimera. No sé qué habrá de cierto o de fingido en sus palabras, pero el recurso utilizado es sorprendente y atinado; pocas veces se habrá hecho mejor de la necesidad virtud. La presencia de la niña es extraordinaria, en el sentido etimológico del término. Hipnotiza y desconcierta por igual. Cuando, más adelante, comparece en su actuación primera en otra escena de gran riesgo, la marioneta consigue emocionarnos con su flotar aéreo y su voz aguda y quebradiza. La metáfora es obvia y transparente; como escribe Francesc Miró en ‘elDiario.es’, el director “está convencido de que cuanto más explícito sea, más conectará con una audiencia cuya inteligencia él mismo pone en duda.”

–Six Women Have Come Forward–

Un breve inciso de crítica social. Cómo no pensar en el movimiento #MeToo o en el stand-up comedian Louis C. K. al escuchar la denuncia de las seis mujeres que comparecen en el tramo medio de la cinta.

‘Annette’ no es sólo un musical de autor, autoconsciente y desbocado; es también una crítica feroz de la masa adocenada y de cierta masculinidad mal entendida. El público, robotizado, habla al unísono, siguiendo los dictados de una invisible autoridad moral que mueve hilos y conciencias.

–Let's Waltz in the Storm! –

Si tuviera que resumir la obra completa de Leos Carax en una sola frase, lo haría quizás con el título de esta canción; todo su cine es como un vals en la tormenta. Un baile visceral. Caótico, intuitivo; excéntrico, imperfecto, extravagante y diferente.

El director francés acepta un material ajeno y lo hace propio; todo el film queda impregnado de sus demonios interiores. Sobrevuela en su atmósfera la muerte, en 2011, de su compañera Yekaterina Golubeva. Una muerte cuyas circunstancias, aún hoy, no han sido esclarecidas.

“En ocasiones uno mismo es su peor enemigo”, diría ante los medios.

–Sympathy for the Abyss–

‘Annette’ es, en suma, un ‘tour de force’ brechtiano y atrevido. Es igualmente una celebración: ahí está la huella de ‘A Star Is Born’ en su argumento; y el plano archifamoso de ‘The Crowd’. El inicio es una invitación para ir al cine y la intervención última de Henry McHenry, “stop watching me”, da pie a reflexionar.

Carax es un funambulista, se mueve siempre al borde del abismo. Como en el cuento de Poe, aun sabiendo que el vértigo le puede aniquilar, es incapaz de no mirar a lo profundo. La cinta transcurre al filo permanente del ridículo, lo bufo frisa la vergüenza ajena. Por ello es comprensible que el público, cierto público, lo acabe censurando. Pero qué sería del arte sin una personalidad como la suya; qué sería de nosotros si el cine fuera un cine funcionario. Aplaudo sus ganas de innovar, de tomarse la vida como un salto en el vacío.

Cierra los ojos y siente el viento al descender.
Servadac
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8
18 de septiembre de 2021
11 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
Elena es azul, como el ala de un cuervo.

Azul como la mesa del forense.

Azul como el color de una bandera en blanco, azul y sangre.


Azul, azul, azul.


Cuando un escalofrío recorre el espinazo, lívido y azul, de la mañana.

Cuando el azul de la mirada no calienta.

Cuando el amor es servidumbre.


Azul y ocre, azul.


Azul como el azul de la Viagra.


===


Una Rusia sin novias ni violines, sin vacas ni ramos de colores; sin casas rurales de madera. Un país que es pura ley de gravedad, sin vuelos en azul.

Un yermo de miseria sin Chagall.
Servadac
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7
18 de septiembre de 2021
155 de 196 usuarios han encontrado esta crítica útil
Quienes hemos frecuentado la saga de Frank Herbert consideramos que Dune es un ecosistema. Una visión profunda de las inquietudes de una época, la década de los sesenta, proyectada en el espacio tiempo ilimitado de la fantasía.

Trasladar al cine su universo es desafío de primera magnitud. No sabemos si David Lynch pudo lograrlo, puesto que desconocemos la versión de cinco (u ocho) horas que tenía planeada. Pero en la película-muñón de Dino De Laurentiis hay, indudablemente, destellos de gran cine (el tesoro de agua, por ejemplo, con esa gota que percute en las visiones de Muad'Dib). Lynch pone en primer término el desierto y la ‘melange’, e incide en la barbarie pervertida e infecciosa de la Casa Harkonnen. Presenta al navegante de forma magistral y, sin embargo, su Arrakis no llega a pervivir.

Dune, de Denis Villeneuve, es otra cosa. Es una espléndida pintura que, como los cuadros históricos del siglo XIX, ha de verse en gran formato. Las densidades sonoras de Hans Zimmer, el exquisito cromatismo, la pulcritud de los efectos digitales, la pausa, el ritmo y la respiración configuran una experiencia cinematográfica difícil de olvidar. He recorrido sus escenas como quien camina ensimismado por las salas de un museo venerable. He paseado entre sus muros de sonido, entre sus planos, dejando que el lugar dialogue en mi interior. El montaje permite recrearse en los detalles como en las cintas de otro tiempo. La gran pantalla nos deja deambular. Después de tanto cine de bolsillo y confinado, volvemos a las mieles de una sala oscura.

Hay, como era de prever, alguna concesión a lo políticamente correcto; se ha suprimido la pulsión sexual enfermiza y el gusto por la sangre del barón; Max von Sydow cede su papel a una mujer de raza negra; se ha suavizado la aspereza carnal y se ha hecho de los Fremen un pueblo saharaui o bereber. Aspectos que no afectan a la operística formal de la propuesta y que, quizás, la acerquen más al texto escrito originario.

Para los incondicionales de Herbert, no es cuestión de reemplazar a las novelas. Se trata de artes diferentes. Cada lector alberga en sí su Dune personal. Villeneuve no ha de excavar en las subtramas y meandros de la historia; no ha de perderse en florituras literarias. ¿Para qué? Su reino está en la imagen y el sonido. No sé qué efecto tendrá el tiempo en su factura.

Pero hoy, en compañía, he disfrutado de su especia.

===

Ha transcurrido una semana desde que escribí las líneas anteriores. Hay películas que, en el recuerdo, pierden; otras ganan. Curiosamente, apenas han quedado en mi memoria secuencias específicas (salvo quizás la imagen, tan pictórica, de Leto agonizante, el vuelo de los ornitópteros o la impronta dentada del gusano). Sin embargo, de la versión de 1984 conservo aún retazos de vívida emoción. No sabría decir en qué medida soy yo y en qué medida son las cintas. La mente es caprichosa y juega con nosotros al despiste.

Mereció la pena, sin duda, la experiencia. Aun cuando el olvido pueda ser su última palabra.
Servadac
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