El argumento posee interés y resultó de evidente actualidad en los años en que se filmó el largometraje.
Pero aunque es bienintencionado y posee detalles de ingenio, hay que señalar que su desarrollo flaquea porque a veces incurre en detalles pueriles y en escenas más previsibles de lo que conviene a una intriga policíaca.
Salvado ese inconveniente, si la expectativa del espectador no es excesiva, puede dejarse llevar y seguirla con agrado.

Además, el porte convincente y sereno de B. Rathbone favorece la credibilidad de la historia.

Casi se puede tocar el cielo cuando la pantalla se convierte en un concepto absoluto.
Casi cada espectador del patio de butacas se siente protagonista por haber estado allí.
Casi el mismo rey Midas quería resucitar para cambiar su mítico poder por el de encontrarse presente.
Casi el calendario solicita una prórroga para detenerse durante un instante.
Casi un mundo en crisis permanente, injusto, inestable y veleidoso se paraliza, ojiplático, y acompasa su pulso al ritmo del metraje.
Casi decide el trueno olvidarse de rayo y sacar una entrada en la taquilla del cine.
Casi ya no necesito encontrar la lámpara de Aladino.
Casi no me hace falta solicitar otros privilegios porque vivir en este tiempo y en este país es la regalía mayor.

Casi.

Nadie dijo que los comienzos fueran sencillos o que la ciencia infusa se encontraba a la vuelta de cualquier esquina.
En 1965 W. Allen era un guionista bisoño pero apuntaba buenas maneras, sabía jugar a los equívocos, dominaba la parodia, resultaba brillante cerca de la propuesta de lo absurdo y puso de manifiesto su buen gusto por los gags.
Pero, por desgracia, esta película tenía fecha de caducidad y su interés en la actualidad es más bien escaso.
Aunque ya sé que este tipo de juicios suenan a ventajista cuando se formulan con cincuenta años de retraso.

Lo importante es que W. Allen quería aprender a ser W. Allen.
Y no cabe duda de que aprovechó bien el tiempo.

En 1925 la mano de G.W. Pabst mantenía los clichés de la década anterior y eso, en plena efervescencia de la industria cinematográfica, representa rémora excesiva según dicta el inapelable juicio que se pronuncia en nuestros días.

¿Película de culto? Sí.
¿Merece la pena verla? Sí.
La historia que se cuenta es muy interesante, el argumento es contundente, de los que se recuerdan pero su desarrollo se mueve en los lindes de lo prolijo, lo confuso y lo abstruso. En 1925 el cine ya había alcanzado cotas mucho más elevadas en la capacidad de fabulación.

No es suficiente decir cosas, muchas cosas.
En el cine hay que saber expresar bien los conceptos.
No basta denunciar situaciones.
En el cine hay que aportar credibilidad.
No nos conformamos con pinceladas de brocha gorda.
En el cine exigimos precisión en la línea, nitidez de contornos y concreción en el matiz.
Quienes amamos el cine sabemos que no es válido cualquier pretexto.

Pero hay que admitir que nadie debe resistir la tentación de contemplar en pantalla a una G. Garbo que en aquellos años comenzaba su carrera y ya apuntaba hacia lo excepcional.

Cuando ficción y realidad se dan la mano para compartir escenario en la pantalla grande es porque en la trastienda hay un director que conoce bien su oficio.
En 1970 H. Hawks se encontraba en plena forma.
Tras cinco minutos de proyección se ha ganado al patio de butacas y cuando no se ha alcanzado el primer cuarto de hora ningún espectador permanece indiferente.

¿Y qué decir de ese solado gigante -J. Wayne figura en los créditos- que lleva sobre sus hombros buena parte del argumento?
Desde hace casi medio siglo las carteleras se han adornado con este largometraje y las próximas generaciones seguirán disfrutándolo.