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España España · Premià de Mar
Críticas de Martí
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Críticas 197
Críticas ordenadas por utilidad
7
25 de mayo de 2018
37 de 47 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una vez tuve un amigo dibujante cuyo método de trabajo era imaginar un objeto encima del folio en blanco y reseguir los rasgos con el lápiz. El proceso de creación tenía lugar en su mente, el trabajo manual no era más que facilitar al observador la información necesaria para “hacerse entender”. En otras palabras, al dibujar no estaba creando, sino intentando describir con precisión algo que ya existía. Da la sensación de que esto es lo que hace Sebastán Lelio con su película Disobedience, más parecida al retrato de una serie de sucesos reales que una historia inventada. El director resigue los trazos de unos sucesos casi palpables, con un lápiz de punta fina, sensible, cuidadoso. Se limita a abrir las puertas de su historia y a ofrecernos el mejor enfoque para seguir los acontecimientos. La existencia de los personajes va mucho más allá del encuadre desde el que los vemos. Todo lo que se dicen, todas sus acciones, siguen la lógica de una realidad que poco a poco vamos descubriendo. Aceptamos su carácter y comportamiento con la misma naturalidad que lo aceptaríamos en personas reales.

Lelio describe la cotidianidad de una comunidad judía ortodoxa desde una mirada indudablemente crítica, pero desprovista de maniqueísmo y manipulación. Nada resulta caricaturesco ni exagerado. La posición disconforme del director no impide a la familia (a pesar de su carácter hermético y absolutista) resultar interesante. Es tanta la precisión con que está descrita que observarla no puede más que despertar el interés. Todos los personajes actúan siguiendo ciertos parámetros, ninguno trata de complacer los deseos del director. Además, su interacción con los espacios es del todo natural, en gran parte gracias al especial cuidado que Sarah Finlay y Danny Cohen dedican a la dirección de arte y la fotografía. La planificación, por su parte, está ideada con el grado justo de realismo y manierismo para que la narrativa devenga transparente pero estilizada, contundente y a la vez ligera. A su vez, la banda sonora de Matthew Herbet (quien ya colaborara con el director en Gloria, trabajo galardonado por la academia como mejor película de habla no inglesa) logra hacerse evidente sin resultar invasiva, con deliciosas reminiscencias al magnífico trabajo Incantations de Micke Oldfield.

Presto especial atención a todos estos aspectos técnicos porque es francamente sorprendente la homogeneidad con que trabajan, siempre al unísono, describiendo una realidad que parecen conocer hasta el más pequeño detalle. Algo que sin duda contribuye a que las secuencias relativas a la historia de amor lésbico entre Ronit y Esti (Rachel Weisz y Rachel McAdams) se sucedan con la misma naturalidad que se sucederían las de una historia de amor entre personajes heterosexuales (pues, si bien sobra decir que igual de naturales son ambos tipos de amor, todavía hoy es poco frecuente que el cine, la literatura y el arte en general los trate de igual manera). Pero, curiosamente, esta misma historia (como ya dije, brillantemente planteada) parece pertenecer, a ratos, a una película completamente diferente. Como si el cuidado retrato de todo el escenario familiar judío ortodoxo no hubiera tenido en cuenta su irrupción. Pues, a pesar de que nada de lo que se muestra resulta inverosímil ni forzado, ambos relatos encuentran ciertas dificultades en co-existir... hecho que, por otra parte, no desentona para nada con la experiencia vivida por las dos protagonistas de esta fantástica película.
Martí
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4
8 de agosto de 2019
86 de 149 usuarios han encontrado esta crítica útil
A estas alturas, convendría resolver un par de temas. Lo primero, inventar un nuevo género para referirse a este compendio de películas norteamericanas ochenteras de características tan reconocibles, cuya nostalgia parecemos condenados a arrastrar eternamente. Son aquellas entrañables aventuras protagonizadas por niños, adolescentes en ocasiones, marginados por la sociedad y víctimas de los abusos de sus compañeros de colegio. Historietas que a veces eran edulcoradas con algún toque fantástico y casi siempre reforzadas por tristes conflictos vivenciales, como el divorcio de los padres, la incomunicación con los mismos o el clásico choque de clases. Algunos ejemplos son E.T. (Steven Spielberg, 1982), Los Goonies (Richard Donner, 1985), La historia interminable (Wolfgang Peterson, 1984), El secreto de la pirámide (Barry Levinson, 1985), Exploradores (Joe Dante, 1985), Jóvenes ocultos (Joel Schumacher, 1987) Cariño, he encogido a los niños (Joe Johnston, 1989) o la más tardía Jumanji (ídem, 1995).

Creo necesario apuntar cierto detalle antes de continuar. Este género (de nombre, por el momento, inexistente) destacaba principalmente por ser un producto dirigido a toda la familia. Desde esta premisa presentaba, en ocasiones, pequeñas extensiones que se desviaban levemente hacia otros géneros, como el drama (casos de El club de los cinco - John Hughes, 1985- y Cuenta conmigo – Rob Reiner, 1986- ) o el terror (casos de Poltergeist - Tobe Hooper, 1982 - y Gremlins - Joe Dante, 1984-). Es en este último en el que se aferran, curiosamente, ciertos productos contemporáneos que reproducen el mentado género ochentero. Pienso en casos como Super 8 (J.J. Abrams, 2011), Stranger Things (2016, Matt Duffer), It (Andy Muschietti, 2017), Ready Player One (Steven Spielberg, 2018) o el título que nos ocupa, Historias de miedo para contar en la oscuridad (Andre Ovreadl, 2019). Y esto nos lleva al siguiente punto: convendría inventar también un género que englobe estos títulos contemporáneos cuyo motor principal es su nostalgia hacia el género descrito.

Lo siguiente seria aprobar una ley (y esta tiene que valer por cualquier tipo de película) que condenara a trabajos forzados a todo director que se atreviera a reproducir determinados “tópicos terroríficos”. Habría que prohibir, por ejemplo, este cansino recurso de eliminar toda la música y efectos sonoros para conducir algún personaje (a velocidades tan lentas que uno teme acabar retrocediendo en el tiempo) hacia un previsible sobresalto, propiciado por el estallido de todos los altavoces. Tuvimos suficiente con las 132 primeras veces. Habría que prohibir, también, la introducción de crescendos de violines de sonido ultra-sónico diez minutos antes de presentar una imagen terrorífica. Fue impresionante en El resplandor, un diez por su descubridor. Tratemos ahora de encontrar una (¡sólo una!) nueva fórmula para sugerir peligro inminente. Habría que aprobar, en definitiva, una ley que impidiera a los directores seguir exprimiendo esta piel de naranja cuyo contenido lleva agotado más de veinte malditos años.

Cabe señalar, con todo, que estos “tópicos terroríficos” no responden tanto a dicha “reproducción ochentera” como a una tendencia actual, heredera de otros títulos más posteriores como Scream (Wes Craven, 1996), El sexto sentido (M. Night Shyamalan, 1999), Lo que la verdad esconde (Robert Zemeckis, 2000) o Los otros (Alejandro Amenábar, 2001). Historias de miedo para contar en la oscuridad es el ejemplo perfecto de esta curiosa mezcla: una reconstrucción del “género ochentero” (el comentado en los dos primeros párrafos) bañada por los más típicos y tópicos “recursos terroríficos” (aquello descrito en el tercero). Y nada más. En resumen, el tipo de película que jamás vería la luz si mis anheladas prohibiciones llegaran a ser ejecutadas.
Martí
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7
15 de agosto de 2019
41 de 59 usuarios han encontrado esta crítica útil
Existe una larga (y hermosa) lista de contraposiciones en La virgen de agosto. El naturalismo de sus actores y la transparencia de su lenguaje contrasta con la cuidada y sensible estética de sus encuadres, fotografía y puesta en escena. Su canto a la vida, al mundo tal y como lo conocemos, su sencillez y su amor, en definitiva, por el realismo, contrasta con ciertos acontecimientos que hasta podrían catalaogarse de fantásticos. La sencillez en los diálogos, las sinceras (y creibles) conversaciones de los personajes, contrastan con determinadas frases inesperadamente tópicas, casi relamidas, de Eva. Toda la película es una conjunción de estímulos, la convivencia de conceptos contrapuestos, el agradable paseo por la vida que realiza un personage que divaga entre lo cahótico y lo centrado, la realidad y la fantasía, la madurez y la ingenuidad.

La virgen de agosto es una partida de cero. Jonás Trueba regala a su protagonista la oportunidad de llenar su vida con el contenido que ella escoja. Eva, instalada en un apartamento cedido temporalmente por un conocido, yace en el sofá de su comedor, pasea por las calles de Madrid, observa desconocidos. Sus actos no tienen rumbo, son la ingenua interacción con el contexto. Es el mes de agosto, la ciudad respira descanso. Toda esta placidez se irá cargando poco a poco de sutiles acontecimientos. El encuentro con antiguos y nuevos conocidos modificará el día a día de Eva, que deberá escoger cuánto de su pasado conserva y qué nuevos caminos toma. Su perfil se irá dibujando a través de estas decisiones, la personalidad que el espectador descubra en ella será la que el propio personaje habrá construido. Una bella metáfora de la “realización personal”.

Pero dejemos ya el apartado teórico. Si bien todo lo dicho puede representar un ejercicio artístico interesante, poco importaría si el producto no tuviera alma. Afortunadamente, la tiene. Y puede palparse, especialmente, en dos aspectos: el primero, la naturalidad de la causa-efecto que recubre toda la película. Aún cuando la protagonista toma decisiones inesperadas, los hechos se suceden de una forma hermosamente creíble. El otro, la chispa que se intuye en los diálogos. Porque, a decir verdad, el argumento de La virgen de agosto no tiene grandes detonantes, ni secuencias dramáticas sobrecogedoras. Pero la luz que desprende cada uno de sus personajes, tan llenos de vida, tan llenos de historia, resulta más que suficiente. De ahí que sea fácil sentirse identificado con muchas de las observaciones, reflexiones e inquietudes que comparten entre ellos.

Además, Jonás Trueba sabe coronar su historia con un romance tan bello como creíble. Algo que, acostumbrados como nos tiene el cine contemporáneo a la idílica, utópica y caramelosa historia de amor de verano, parece casi un milagro. Para Eva, el encuentro del amor no es ningún hallazgo, sino un episodio más. En realidad, parece igual de importante que la companyía de sus amigos o los buenos momentos que le pueda dar un concierto de fiesta mayor. Por otra parte, la interacción entre los dos personajes es tan sencilla, creíble y sincera que uno casi no puede evitar sentir, al observarlos, cierta incomodidad. La incomodidad que produce el saberse observador de la intimidad, marca del mejor cine intimista... La obligada incomodidad que debería producir cualquier película que se proponga ejercer de mirador hacia la vida de un personaje “real”.
Martí
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8
6 de diciembre de 2012
25 de 28 usuarios han encontrado esta crítica útil
Determinadas imágenes iniciales que en un primer momento me parecieron tópicas e insustanciales son las que acuden a mí memoria con dulzura cuando pienso ahora en La vida de Pi. Y es que estas tienen una belleza inmaterial tan solo apreciable cuando se comprende, al finalizar el metraje, su verdadero significado. Son esas mismas imágenes que en un primer momento acepté como una concesión molesta y chirriante las que me hicieron derramar lágrimas cuando volvieron a mí mente cargadas de significado al concluir el filme.

Hay muchos aspectos meritorios en la cuidada dirección que nos ofrece Ang Lee con su último trabajo. Uno de ellos es la suave técnica narrativa con que se desarrolla la aventura, comparable con las mejores narraciones literarias. Me explico. Los escenarios, situaciones y personajes (el que sean animales solo añade aun más mérito al trabajo) son presentados de forma poética y elegante gracias a una puesta en escena medida con tanta precisión y delicadeza (desde la composición fotográfica de los planos hasta los ágiles pero contenidos movimientos de cámara) que todo parece estar rodeado por un aire literario-fabulesco, como si se pretendiera evidenciar que el origen del relato se encuentra en una novela y respetar así su carácter esencial.

Seguramente, el mérito más evidente de la pieza se encuentra en su condición de película llena de simbolismos, reflexiones y para nada repetitiva cuyo desarrollo se da mayoritariamente en un único escenario y solo con dos personajes (repetimos, uno de ellos animal). Pero centrarse en ello sería quedarse en la superficie. Des de mí punto de vista, el mayor mérito se encuentra en la casi inimaginable harmonía con que conviven espectáculo y profundidad en una película de tales dimensiones. Y es que durante los primeros minutos del metraje, uno tiene la sensación de disponerse a ver una buena película de aventuras; y por ello y con la esperanza de pasar un buen rato, se hace la vista gorda ante ciertos aspectos aparentemente tratados con superficialidad. Nada más lejos.

La película avanza y el espectáculo visual (que sigue allí de forma igualmente deslumbrante) va perdiendo fuerza para ceder terreno al desarrollo personal del protagonista. Cada vez estamos más cerca del personaje y finalmente espectáculo y reflexión coinciden en un mismo punto logrando una fantástica complementación: las escenas deslumbrantes ya no impresionan tan solo por su apariencia, sino que contienen una magnífica carga emocional que conduce el relato hacia un profundo y emotivo desenlace. Son muchos los momentos en que Ang Lee nos deslumbra con movimientos de cámara imposibles y secuencias de pura belleza visual, pero ello no solo no le impide llevar a cabo una preciosa reflexión existencialista, sino que una cosa y otra se complementan a la perfección como solo logran las grandes películas de directores como fuera por ejemplo David Lean (salvando, si uno quiere, las distancias).

Siempre es un placer descubrir joyas sencillas a la vez que profundas dirigidas a todo el público sin miedo a la innovación, joyas que dejan al espectador con aquella hermosa sensación agridulce que solo poseen las películas que nunca pasarán de moda.
Martí
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5
9 de mayo de 2019
30 de 40 usuarios han encontrado esta crítica útil
Son muchas las influencias que nutren la personalidad de la opera prima de Jon Mikel Caballero. La más evidente, la fórmula del bucle temporal. Esta, descubierta en 1993 (al menos hasta dónde yo sé) por Harold Ramis en Atrapado en el tiempo, ya fue re-usada en títulos como Codigo Fuente o Al filo del mañana. En el caso de El increíble finde menguante, el nuevo elemento consiste (centrándonos exclusivamente en dicha fórmula) en la reducción periódica del lapso temporal. A eso remite, de hecho, su título (además de ser una cómica referencia cinematográfica). Ahora tenemos a un personaje que no sólo está atrapado en el tiempo, sino que además observa cómo los reinicios se producen cada vez más temprano (una hora, para ser exactos). Otra fórmula que el director toma prestada es el uso de una reunión juvenil como escenario de inesperados acontecimientos de ciencia-ficción. En ese sentido, la película tiene una fuerte relación con el título Coherence. Si a ello sumamos el elemento “ciencia-ficción de bajo presupuesto”, también podemos agruparla con Primer.

Sin embargo, lo que más parece interesar a Caballero no es el género, sino las relaciones entre personajes. En ellas influye fuertemente el tipo de trabajo, ambiciones i, sobretodo, día a día de cada uno. El director expone estilos occidentales claramente reconocibles, y a través de ellos nos habla de la diferencia de clases, de las convenciones conyugales e incluso del ya clásico caso de los “nini”. Es un escenario que se va dibujando gracias al elemento fantástico: en cada reinicio, Alba tiene la oportunidad de descubrir nueva información de sus compañeros, hecho que añade nuevos matices a la forma que tiene de entender y relacionarse con ellos. Con todo, la película presenta dos problemas. El primero consiste en que, a pesar de su (no tan) corta duración, la película no puede evitar repetirse. En la exposición del conflicto, el director no logra plasmar la idea de repetición sin devenir él mismo repetitivo. Y por cada nuevo elemento reflexivo que introduce, el espectador debe cargar con minutos y minutos de reiteración. Personalmente, viendo la película sentí que acompañaba a la protagonista del film por caminos que podía recorrer ella sola.

El otro problema (en realidad, muy relacionado con el primero) es que ni los personajes ni sus conflictos son especialmente interesantes. Si bien el grupo de amigos resulta creíble desde el primer momento, y sus diálogos parecen bien medidos y cuidados, tampoco hay en ellos ningún gancho remarcable. En resumen, todo se antoja correcto, sin salidas de tono ni momentos de vergüenza ajena, con una puesta en escena funcional (provista del clásico elemento distintivo de director debutante -que no por ello criticable-, aquí materializada en la reducción progresiva del cuadro) y una planificación eficaz... pero sin luz propia ni ingredientes sorprendentes. Tal vez sea por eso que el formato de repetición episódica roce con tanta facilidad el cansancio. Y digo “roce” porque, para ser justos, cabe decir que El increíble finde menguante tampoco es ningún desastre. Más bien parece la carta de presentación de un joven director que, como mínimo, es lo suficiente creativo como para demostrar su vocación con muy pocos recursos. Y al que, dicho sea de paso, parece gustarle mucho el cine.
Martí
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