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España España · Ávila
Críticas de Ludovico
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Críticas 75
Críticas ordenadas por utilidad
Asentamiento
Documental
Rusia2002
7,2
55
Documental
9
12 de marzo de 2013
18 de 18 usuarios han encontrado esta crítica útil
La extremada sencillez del cine de Loznitsa es la razón misma de su dificultad; paradoja aparente que hunde sus raíces en la esencia misma de lo real: la perpetua ocultación de lo que es, tras el deslumbrante espectáculo de su superficial visibilidad. La realidad se esconde. Pero ¿qué es lo real? Pregunta básica, ineludible, cuya evitación reduce a polvo cualquier sistema, convirtiendo todo discurso en verborrea y cualquier convicción en prejuicio.

En el juego de espejos deformantes de lo que Debord llamó con acierto “la sociedad del espectáculo”, la corrupción generalizada de la imagen es a la vez causa y consecuencia de la corrupción de la mirada: diabólico círculo que sólo podría ser roto, si acaso, por un ejercicio de purificación radical, generador de un mirar sin referencias que recuperando la inocencia fuese capaz de penetrar en el abismo que se abre en todo lo visible o, lo que es igual, de sumirse en las honduras del alma. Mirada tal vez en última instancia inalcanzable, mas no por ello menos necesaria; pues sea o no viable, el esfuerzo por ver a través de la imagen sensorial resulta condición inapelable para, sencillamente, comprender. Esa mirada limpia y penetrante es, en definitiva, el propósito que late en los magníficos documentales de Loznitsa, y ésa es la tarea, ingente en su simplicidad, que el cineasta ucraniano propone al espectador.

En realidad estas líneas podrían ir dedicadas a cualquiera de sus documentales. Elijo “Poselenie” (“La colonia”) porque me parece quizás el más trabajado y, ¿por qué no?, el más inquietante. Loznitsa asume en él un riesgo añadido: un espacio reducido de aparente felicidad acaba revelándose como un establecimiento para enfermos mentales. Aunque en principio no lo parezca, todos están locos. ¿No es ésa la imagen más cruda, más real, y más escondida por su propia obviedad, del mundo en que vivimos? No creo que nadie se atreva a acusar a Loznitsa de demagogia, como podría sugerir el carácter primario y contundente de esa asimilación colonia-mundo (que, por lo demás, es mía y no necesariamente suya), pues si algo caracteriza su cine es precisamente la pureza, en un doble sentido: pureza técnica que expurga las imágenes de toda contaminación residual, con la esencialidad clara y transparente de la más extrema sencillez. Y pureza ética, también, por su honradez intransigente e impecable que, renunciando a todo poder de manipulación, deja en libertad absoluta e incondicionada al que contempla. En las antípodas de lo que ahora se lleva --ese cine que responde a las demandas de un espectador masivamente “mediatizado”, que juzga “lento” todo lo que no se ajusta al descabellado ritmo de su galopante neurosis, que quiere emociones fuertes, sensaciones excitantes, tensiones primarias, y que los cineastas satisfacen complacientemente con imágenes opacas, deslumbrantes efectos especiales, ritmo desatado, viveza de color, montaje frenético, sonido atronador, zooms intempestivos, historietas impactantes y pueriles trucos narrativos de toda condición, que le saquen del sopor socializado para consolarle con la ficticia sensación de no estar del todo muerto--, frente a todo eso, decía, Loznitsa, mediante unas imágenes de austeridad monacal, vaciadas de todo artificio, propone algo tan simple como dirigir una mirada contemplativa a lo real.

No es el único en su línea. Se observa en algunos directores actuales un intento por recuperar un cierto realismo que, sustraído a las estrecheces miopes del naturalismo, liberado de psicologizaciones y socializaciones, se eleve a una condición superior: realismo ontológico, podríamos decir, del que Tarr es, a mi entender, maestro indiscutible y en el que, a su manera, diferente, también se mueve Loznitsa. No se trata de un fácil concordismo para contentar por igual a prosaicos y espiritualistas, sino de algo que más bien dejará descontentos a unos y a otros: una aprehensión integral de lo real, que, sin desdeñar su dimensión física inmediata, su visualidad, recupere al tiempo su inseparable profundidad metafísica sobre la base de que físico y meta-físico son diferenciaciones conceptuales más que dimensiones o atributos reales del ser. Mostrar eso puede resultar relativamente fácil en literatura (pues la palabra puede transmitir por igual una realidad tanto material como inmaterial), pero es complicado en cine, habida cuenta de la rigurosa adecuación a la fisicidad que caracteriza a la imagen cinematográfica. Esta circunstancia, aparte de colocar al cine en eterna dependencia de la literatura (dependencia de la que tanto y con tanta razón se quejaba Tarkovsky), siempre hizo sospechosas las pretensiones del cine de ser un arte, y un arte autónomo, y ha terminado por expulsarlo en la consideración oficial, con la colaboración de la inmensa mayoría, al ámbito del espectáculo. Hablar de arte con relación al cine parece hoy algo de mal gusto, algo así como hablar de revolución con relación a la política.

Fecunda podría ser, yo creo, la comparación detallada --pero aquí no hay espacio-- de esa forma de entender la confluencia de perspectivas o planos de lo real con otras formas de documentalismo, por ejemplo, el de Pelechian, o incluso el de Val del Omar, mucho más “vertovianos” ambos, lo que es tanto como decir más tecnologizados, y, por ende, más superficiales, por más que su brillantez, sobre todo la del ruso, puedan deslumbrar en ocasiones. O con el documentalismo experimentalista de Benning (comparar por ejemplo “Polustanok” y “Portret” con “10 Skies” y “13 Lakes”), para constatar el infranqueable abismo que separa el genio del ingenio (por no hablar de los engendros de Warhol, sin entidad suficiente para tomárselos en serio).

Loznitsa, Tarr, Sokurov... Son pocos pero son, que decía Vallejo. Que Dios los guarde. Su existencia es, al menos, un destello de esperanza en el autosatisfecho panorama de la cultura contemporánea.
Ludovico
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9
21 de enero de 2008
23 de 29 usuarios han encontrado esta crítica útil
Historia extremadamente «literaria» —en el peor sentido del término— y notablemente convencional de aniquilamiento y destrucción entre unos personajes más o menos marginales, de esos que el cine y la literatura del siglo pasado han explotado hasta el aburrimiento y que uno tiene la sensación de haber visto y leído ya en innumerables ocasiones. Cierto que el personaje protagonista, Harrer, tiene su profundidad y su encanto, pero eso no salva a la historia de su tono general harto mediocre. Por su parte, el personaje de la mujer rubia que anda por bares de mala muerte recitando de memoria pasajes de media página de apocalíptica bíblica resulta tan pretencioso, esperpéntico y ridículo que se diría sacado de una película de Win Wenders.

Lo que salva todo esto y justifica la nota que atribuyo a la película es, por supuesto, la capacidad cinematográfica de Béla Tarr, que probablemente es capaz de hacer una película apasionante con cualquier cosa que caiga en sus manos. Tarr está aquí un tanto contagiado —tal vez obligado por el tema— de esa «estética de lo sórdido» que tan progresista pareció a algunos en un principio y que llegaría a convertirse con el tiempo en una manifestación perfectamente académica del arte más oficial de la modernidad en las últimas décadas, pero en cualquier caso la belleza de sus imágenes me parece difícilmente cuestionable. Nadie, desde Tarkovski, había tenido, en mi opinión, tal sentido de la imagen cinematográfica. La secuencia de la canción en el bar, por ejemplo (al cuarto de hora de comenzar la película), es sencillamente inolvidable, y varias más se podrían señalar que no le andan a la zaga.

Una película, en suma, para olvidarse de la historia y dedicarse a contemplarla como una sucesión de imágenes en movimiento. Vista así sería casi una obra maestra; claro que, se podrá decir —y sin duda con razón—, una película también es un guión.

En cualquier caso, Tarr iría depurando su cine para ofrecernos unos años después, en su ascendente trayectoria, la magnífica «Sátántangó» y posteriormente, y sobre todo, esa joya incomparable que es «Armonías de Werckmeister». Es quizás a la luz de esa trayectoria como debe ser valorada «La condena», por lo que significa de anuncio de lo que entonces estaba todavía por venir.
Ludovico
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3
8 de agosto de 2011
40 de 64 usuarios han encontrado esta crítica útil
La puntuación media de esta película es 8,3 y, la más repetida, el 10; la mía es 3. ¿Algo ha escapado a mi intelecto o mi sensibilidad, algo que otros son capaces de valorar y yo no veo? Por supuesto, puede ocurrir, y, de ser ése el caso, si cualquier día se me despeja la mente, espero ser capaz de reconocerlo sin reservas. Pero, mientras mis facultades perceptivas se espabilan, mi interpretación provisional es otra.

Jonas Mekas es uno de los mitos del cine independiente americano de los años sesenta y de lo que entonces se llamó “contracultura”. A pesar de haber vivido aquel momento —o quizás precisamente por haberlo vivido— no tengo en alta estima lo que algunos han llamado la “década prodigiosa”, que más bien me parece una época contradictoria y confusa, tan rebosante de buena voluntad como carente de claridad. De hecho, no es casual ni paradójico que su resultado haya sido el mundo que ahora vivimos: mundo de globalización uniformizante, relativismo disolvente y pensamiento único.

A mi entender, Walden (1969) refleja en su propia sustancia la confusión de valores que presidió aquellos años: se atacaba, con razón, unas estructuras fosilizadas y constrictivas, pero, a cambio, no se tenía nada más que ofrecer que un espontaneísmo voluntarista, una ingenuidad inconsciente, una imaginación que no iba más allá del ingenio y un afán rupturista incapaz de ver un palmo más allá de sus narices. Y todo eso forma parte de los materiales con que está construida esta película. Como también —típico del arte vanguardista y experimental de la época—, la abolición de toda regulación sintáctica, la ausencia de cualquier estructura unitaria y compleja capaz de dar profundidad y cohesión, y la búsqueda fácil del impacto y la novedad como meta suprema del quehacer artístico.

Que la película recurra a Andy Warhol o Timothy Leary, por ejemplo, me parece normal; que se permita invocar a H. D. Thoreau o C. Th. Dreyer me parece, más bien, una desfachatez. ¿Tiene Thoreau (autor del libro “Walden” en el que se supone que la película bebe su inspiración) algo que ver con lo que ha hecho Jonas Mekas? ¿Daría Dreyer (al que también se evoca en el film) su beneplácito a esta película? Me parece muy difícil que el naturalista que se retiró a vivir en el silencio y la soledad, “entre bosques y lagunas”, pudiera aprobar una obra que parece expresión involuntaria del ritmo frenético, sincopado, caótico, neurótico, por no decir paranoico y delirante, de la vida urbana contemporánea; o que el autor de Ordet, maestro creador de arquitecturas complejas, depuradas hasta la quintaesencia, en las que hasta el trazo más simple está concienzudamente meditado y rebosa de sentido, pudiera aprobar la acumulación caótica de fragmentos anecdóticos reducidos a su más pura materialidad, refractarios a cualquier significado coherente, y, en definitiva, el afán gratuito de originalidad, a veces pueril, que preside la película de Mekas.

(termino en el spoiler)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Ludovico
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7
26 de diciembre de 2007
26 de 36 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si yo fuera director de cine, probablemente me aprendería esta película de memoria. Pero como no soy director, sino simple espectador, lo más probable es que no la vuelva a ver. No exactamente porque no me haya gustado, sino más bien porque no me interesa demasiado, que no es lo mismo. No acabo de entender qué sentido tiene hacer un cuento infantil, con un lenguaje infantil, una estructura y unos recursos narrativos infantiles, para conseguir una película que los niños no van a ver, pues, obviamente no es una película apropiada para ellos.
Sin duda, un experimento sorprendente, con imágenes de fuerza tan impactante que parecen querer salirse de la pantalla y con un dominio del lenguaje cinematográfico (o, al menos, de un cierto lenguaje cinematográfico) verdaderamente insuperable. Desde luego, no se puede sino lamentar que este hombre no hiciera más cine. Pero el problema es: ¿a quién diablos va destinado todo esto? ¿A los adultos que pretenden recuperar de algún modo la infancia? No me parece que sea ése el camino. Realmente, no le veo mucha más utilidad que el que pueda tener un ejercicio de estilo, sin duda brillantísimo, pero que, en última instancia, sólo le sirve a su autor y a quienes se conforman con un cierto virtuosismo formal. En cualquier caso, es verdad que resulta difícil olvidar algunas de sus imágenes.
No concuerdo con las generalizadas alabanzas a Robert Mitchum: aun teniendo en cuenta la naturaleza de la película, un poco más de comedimiento y menos desmesura por su parte creo que habrían resultado más efectivos.
En fin, que si hay una película difícil de resumir en un determinado número de estrellas, es ésta. Le he puesto siete, pero tal vez hubiera sido más justo ponerle diez o no ponerle ninguna.
Ludovico
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10
4 de julio de 2017
20 de 25 usuarios han encontrado esta crítica útil
Dios, la muerte y el sentido de la existencia es el tema de esta película de Bergman. El protagonista, Antonius Block, cree —o quiere creer— en Dios, pero tiene dudas, y su razón busca certezas. Pretende que Dios se le muestre, quiere verlo, oírlo y hasta tocarlo. Actitud idolátrica, pues, si Dios es algo, es quizá una fuerza misteriosa, inasible, incomprensible, en el fondo de cada uno; una fuerza sin rostro que, a lo sumo, promueve una cierta orientación de la vida, evoca vagamente alguna forma superior de realidad y sugiere, de forma negativa, lo que no debe ser. El caballero no lo entiende así, y muere implorando en vano a su Dios-ídolo, ante la recriminación de su escudero por no ser capaz de afrontar el momento decisivo con la necesaria entereza. Hay que reconocerle, en todo caso, la honradez para vivir con sus dudas sin ceder a la tranquilizadora creencia, fabricada a tal fin.

El escudero, racionalista, pragmático, vive al margen de la creencia religiosa; es un humanista, se rebela contra el fanatismo, la superstición y la injusticia. Cree tener respuestas claras para todo, pero su propia claridad lo hace sospechoso. Como tantos ateos modernos, hace de la increencia su creencia, agarrado a su ateísmo como otros se agarran a su Dios; ahora bien, es consecuente cuando la muerte llega. La aceptación estoica del final indica que al menos alguna verdad hay en su contemplación de la vida sub especie mortis. Frente a la muerte, Jöns pone de manifiesto un cierto grado de autenticidad. Queda por saber si ese heideggeriano ser-libre-para-la-muerte puede ser o no trascendido por un ser-libre-para-más-allá-de-la-muerte, que acaso haría posible una experiencia superior.

Están también los flagelantes y quienes, sin valor suficiente para unirse a ellos, se identifican no obstante con su espíritu. Sometimiento absoluto de la razón a la creencia, que Bergman presenta esquemáticamente, tal vez porque no es una actitud que le interese en especial.

Como cuarta opción existencial, la familia de titiriteros encarna una vida de amor, sencillez y bondad, una religiosidad en apariencia inocente, despreocupada de las abstrusas complejidades de la mente. Como el caballero y su escudero, flagelantes y juglares están en una relación de polaridad recíproca, como queda patente cuando el canto alegre de los segundos es acallado por los cánticos amenazantes de los primeros y una representación es sustituida por la otra. En la pareja de juglares, una diferencia importante: Jof es un visionario, tiene capacidad de ver lo que ni su mujer ni los demás pueden ver.

Junto a otros personajes, menos definidos, está la muchacha sin nombre, supuestamente muda, aunque al final resulte no serlo —¿precedente de la Elizabeth Vogler de «Persona»?—, y que, curiosamente (no sé si significativamente) no forma parte de la famosa danza final de la Muerte. Quizá tipifica la actitud expectante de quien ni afirma ni niega, y, sabiendo que no sabe, conserva la serenidad sin hundirse en la angustia.

La reflexión sobre Dios queda abierta, pero el problema no está en su conclusión o inconclusión, sino en sus presupuestos. Bergman no va más allá de la idea de un Ente supremo, creador, regente y juez del universo, de marcado carácter extracósmico; en definitiva, un Dios institucional, primario, que no difiere mucho del de la religiosidad popular. Se diría que Bergman no pudo traspasar los límites de la convencional educación religiosa recibida en el seno familiar, y, cuando renuncie a su particular visión de Dios, renunciará también a Dios. Por eso sus reflexiones «teológicas» me parecen de un valor limitado y no creo que sea exactamente ahí donde hay que buscar el interés fundamental de su cine.

En este punto, es difícil evitar la comparación con «Sacrificio» de Tarkovski. La idea de Dios que ambos directores manejan en sus respectivas películas —dos excepcionales obras de arte, en mi opinión— es similarmente limitada: casi un Dios de catecismo. Pero Tarkovski se identifica con esa imagen, mientras que Bergman la cuestiona. Distanciamiento que generará en el cineasta sueco serias dudas sobre la posibilidad de conocer. Consciente de la dificultad, se mostrará cauto, y, en general, no formulará en sus films afirmaciones o negaciones demasiado rotundas sobre tan prolijas cuestiones.

El planteamiento de la muerte es igualmente discutible. No se puede plantear seriamente el tema partiendo de que se trata de algo inevitablemente «malo». La visión negativa de la muerte es perfectamente natural, pero nada más que eso: el resultado de un mero instinto biológico, reforzado ahora culturalmente por un vitalismo materialista para el que no hay más existencia que la conocida. Difícil sostener desde ahí un planteamiento espiritual serio. No hay quizá contradicción más chirriante que la lamentación de los creyentes de cualquier religión por la realidad ineludible de la muerte. Se diría que, para ellos, una muerte eterna reduce la vida eterna a la nada, convirtiendo al apocalipsis en mero escenario de terror, cuando se supone que debería ser —al menos con la misma intensidad— un motivo de esperanza.

Bergman participa de esa contradicción, y de forma, además, especialmente redundante: como si fuera posible escapar a la muerte, pretende «salvar» (?) de ella a los titiriteros. ¡Como si el aplazamiento de unos meses o unos años (y aun de siglos o milenios) significase algo ante la posible eternidad de la muerte! Se ha achacado a Bergman una cierta simpleza en el desenlace, por lo que tiene de alegato en pro de una fe primaria y una bondad ingenua. Pero no es ahí donde está el problema. La bondad sencilla como norma puede no ser una conclusión simplista, sobre todo si se accede a ella tras descartar como inviable todo intento de resolución racional. Además, no se puede olvidar que Jof es, como rasgo más determinante, un visionario, con una conciencia muy clara de sus visiones:
[→ spoiler]
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Ludovico
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