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Críticas de Kasanovic
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Críticas 400
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
7
18 de mayo de 2018
9 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
La carrera cinematográfica de Gloria Grahame probablemente no necesite presentación a estas alturas. Con cintas del calibre de Los sobornados, Cautivos del mal (gracias a la que consiguió un Oscar en 1952), En un lugar solitario o Deseos humanos, la intérprete californiana está considerada como una de las actrices de referencia de los años 50, su etapa más prolífica delante de las cámaras. Más adelante, en 1970, Grahame coincidió en Liverpool con un joven que conectó con ella de inmediato. Peter Turner, un chaval inglés que estaba apenas empezando en el terreno de la interpretación a través de humildes obras, quedó embelesado del magnetismo que todavía despertaba por aquel entonces la estadounidense. Entre ellos surgió una gran amistad que, tras varios tumbos, encaró su recta final en 1981 cuando ambos coincidieron en Inglaterra a causa de los problemas de salud que arrastraba Grahame.

La historia de la sorprendente y bella amistad que surgió entre dos personas tan distantes como estos dos intérpretes queda plasmada en Las estrellas de cine no mueren en Liverpool. Paul McGuigan, curioso cineasta que ha tenido en sus manos títulos como El caso Slevin o Victor Frankenstein y al que se valora sobre todo por su manejo de la serie Sherlock, dirige una película que el guionista Matt Greenhalgh adapta directamente de las memorias de Peter Turner. Como se podía esperar de un título así, McGuigan decide situar el inicio del film en pleno 1981 para después contar, a través de flashbacks, el verdadero quid de la cinta: ¿cómo llegaron a conectar una mujer y un joven de esferas tan distintas?

Narrada con más sorpresas narrativas de las en un principio parecía aparentar un “simple” biopic, Las estrellas de cine no mueren en Liverpool apuesta por repetir ciertas escenas clave de la película y enfocarlas según la contraparte protagonista de la obra. Así, lo que desde el punto de vista de Turner otorga una impresión, cuando volvemos a ver la secuencia a través de lo que ve y siente Grahame se nos revela un asunto muy diferente. Esta duplicación de secuencias resulta necesaria para comprender el relato en toda su magnitud y entender cómo evolucionó la relación que mantuvieron los personajes, convirtiéndose pues en uno de los mayores aciertos de la estructura fílmica que presenta el trabajo de McGuigan.

Parece lógico imaginar, empero, que por muy acertado que sea el enfoque del film, semejante aspecto no basta para conseguir realizar una buena película biográfica. Pero Las estrellas de cine no mueren en Liverpool también resuelve con sobriedad este apartado al saber transmitir los aspectos básicos que unieron a Grahame y Turner de una manera sencilla y sin necesidad de realizar aspavientos lacrimógenos. Es necesario resaltar este apartado puesto que la vía emotiva del film llega más por la efectividad de su guion que por buscar directamente esa vía sentimental, lo cual redunda en un aumento de su credibilidad.

Además de la mencionada labor de guion, es obvio que la película habría sido muy diferente de no contar con la participación de la gran Annette Bening, otra notable actriz de su generación que aquí caracteriza a Grahame con oficio y pasión para reflejar esa lenta caída al olvido desde la fama que por desgracia acecha a muchas actrices al superar cierta edad. Bening cuenta con el apoyo de su compañero Jamie Bell, intérprete que quizá no posea tanto brillo como la estadounidense pero que siempre cumple. La unión de todas estas características posibilita que Las estrellas de cine no mueren en Liverpool devenga en una buena cinta que consigue mezclar una historia real y merecedora de ser conocida (incluso para aquellos que rehuimos de saber los líos amorosos de los personajes famosos) con un planteamiento hábil en términos narrativos, culminando todo ello en unos 106 minutos muy bien aprovechados.


Álvaro Casanova - @Alvcasanova
Crítica para @CineMaldito
Kasanovic
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6
11 de mayo de 2018
7 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Corre el año 1852 en Francia. Napoleón III, otrora defensor de la democracia en el país galo, acrecenta su represión hacia aquellos republicanos que se muestran disidentes con su régimen. Como ejemplo de la implacabilidad del futuro emperador, los habitantes de un pequeño pueblo asisten con miedo a la entrada en la localidad de unas tropas que se llevan de allí a todos los hombres. Las mujeres del lugar, a medio camino entre la sorpresa y el llanto, se plantean entonces cómo pueden seguir adelante con sus propias tareas si también tienen que asumir las que hasta entonces desempeñaban sus compañeros masculinos. Pese a que la respuesta no resulta del todo negativa, las féminas acuerdan hacer un pacto múltiple ante la prolongada ausencia del resto de la población: si aparece un hombre por el pueblo, será para todas y no exclusivamente para una.

Con La mujer que sabía leer (Le semeur), la francesa Marine Francen dirige su primer largometraje cinematográfico con un guion adaptado por ella misma a partir de un relato corto de Violette Ailhaud. En él, no solo pretende plasmar un negro capítulo de la historia de su país, sino que posee un mensaje claramente reivindicativo sobre el papel de la mujer en la sociedad. La realizadora, que hasta ahora había desempeñado tareas de asistencia en la dirección, se deshace de cualquier defecto de novata al plantear una puesta en escena realmente lograda desde la primera secuencia, con un formato 4:3 asistido por una fotografía responsable de mantener el tono oscuro que distinguía a aquellos años de represión. Como complemento a este planteamiento técnico, la cineasta no duda en poner el foco en cuestiones áridas acerca de la temática de género y, por extensión, de lo que supone vivir en un entorno social cerrado como el que muestra el film.

De esta manera, Francen no cede un ápice en la construcción de una historia que también posee ciertos dejes de fábula, expresamente conducidos a través de la protagonista Violette. En un mundo donde el campesinado tenía casi imposible acceder a una educación letrada, ella conoce el arte de la lectura gracias a la herencia cultural paterna. Ese toque diferenciador le abre una puerta que de otro modo podría haber permanecido cerrada. Sin embargo, ni siquiera ostentar esa ventaja intelectual le da cierto poder para asumir una capacidad de mando en su seno social. El grupo lo es todo en este pueblo (como en todos sitios) y las decisiones se toman en común entre todas. Con la determinación mostrada por las mujeres de la obra, Francen pretende derribar al mismo tiempo varios estereotipos sobre el género femenino, aunque no en un sentido radical como para hacer caer, a su vez, el necesario punto de encuentro con la lógica que sustenta su mensaje. Llega un momento, eso sí, en el que el relato no intenta avanzar más allá y se queda en una buena historia pero que no tiene en su recta final el calado que merecería, ni desde el punto de vista racional ni en el sentido emocional.

El pequeño mundo que Francen construye en La mujer que sabía leer no está exento de temáticas más allá de la mencionada dialéctica entre géneros femenino y masculino. Más bien al contrario, la directora francesa reproduce a pequeña escala todos los sentimientos que pueden salir a flote en una sociedad, también en las actuales. Quizá esa lectura en clave atemporal sea precisamente lo que potencie el carácter narrativo de una obra rica en detalles y en la que ninguna cuestión parece dejada al azar, sino que todo queda cohesionado bajo el mismo paraguas.


Álvaro Casanova - @Alvcasanova
Crítica para Cine Maldito
Kasanovic
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5
4 de mayo de 2018
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
A estas alturas parece que queda poco por descubrir de Cate Blanchett. Después de tres décadas dedicadas al mundo de la interpretación (y que sean muchas más), la actriz australiana nos ha dejado en la pantalla una gran variedad de registros, muchos de los cuales han sido aplaudidos por espectadores, críticos y académicos. Siempre queda, empero, un resquicio para la sorpresa. Y esta vez Blanchett nos lo ofrece en Manifesto, una curiosa obra dirigida y escrita por el videoartista alemán Julian Rosefeldt que cosechó hace pocos días tres premios Lola del cine alemán.

En esta especie de película, que parece más una compilación de vídeos dirigida a exhibirse sin pausa y a través de múltiples pantallas en la sala de algún museo de arte moderno, Blanchett caracteriza a 12 personajes de diverso carácter, incluyendo una reportera, una ama de casa, una directora de ballet o incluso un mendigo (sí, en masculino) que hablan incansablemente acerca de lo que significa el arte. Dichos discursos se nutren del pensamiento de diversos artistas, quedan influidos por algunos de los movimientos artísticos contemporáneos como el dadaísmo o el cubismo y, lo más llamativo de todo, se expresan en situaciones más terrenales de lo que su profundidad podría merecer.

Así, Manifesto nos enseña varios pasajes del trabajo o la vida personal de los 12 personajes caracterizados por Cate Blanchett que quedan absorbidos por la continua vocalización de pensamientos e ideas sobre el arte, ocasionalmente expresadas también mediante la voz en off de la actriz. Todas estas opiniones poseen el denominador común de resultar tan interesantes en su calado humano como extensas en lo que se refiere a su duración. En efecto, pese a que el film no goza desde luego de un ritmo veloz, tampoco Rosefeldt permite que existan demasiados silencios durante las escenas y la mencionada voz en off suele cercenar los que pudiera haber entre ellas, de manera que el continuo discurso puede llegar a sobrepasar a aquellos que se desesperen con la gente que tiene una rápida elocuencia.

Dejando de lado los vericuetos en exceso filosóficos que toma el guion, es una realidad que el trabajo artístico y de realización que lleva a cabo Rosefeldt es más que meritorio. La belleza de las imágenes, los encuadres en los que sitúa a Blanchett y el resto de intérpretes, la transición entre planos, el sonido… Todo está bien medido en Manifesto. Si no se considera a la obra como un trabajo cinematográfico en el sentido más puro, es del todo correcto reivindicar la labor del director alemán. Ahora bien, se trata de una pieza audiovisual más indicada para ser exhibida en un museo o sala de exposiciones que una película como tal que tenga el objetivo de ser comercializada en salas de cine tradicional.

Lo que sí exhala pura cinematografía en Manifesto es lo que realiza Cate Blanchett con su sensacional interpretación de esa docena de personajes. Los gestos faciales y la modulación del tono que la aussie realiza para adaptarse al perfil de cada uno son ideales para reforzar el mensaje que sale de sus bocas. Es una pena, como decimos, que dichas palabras alcancen un punto de profundidad artística tan elevado que no den pie a conformar un guion algo más apegado a lo que sería una pieza más puramente fílmica, porque el trabajo de Blanchett se merecería sin duda alcanzar una reputación mayor de la que seguramente tendrá Manifesto, más encaminada a transitar camuflada en un extraño cruce de caminos. Encomiable, en cualquier caso, el trabajo de un Julian Rosefeldt que junta una pieza más a su currículum como artista, pieza que no parece que vaya a necesitar la participación del cinéfilo tradicional para alcanzar el valor artístico que probablemente se merezca.


Álvaro Casanova - @Alvcasanova
Crítica para www.cinemaldito.com (@CineMaldito)
Kasanovic
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FireWorks
Japón2017
4,8
961
Animación
5
20 de abril de 2018
12 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
Los fuegos artificiales centran la atención de un grupo de chavales de una localidad japonesa. Contemplar semejante espectáculo pirotécnico es fundamental para Norimichi y sus colegas, que se enfrascan en un prologando debate acerca de si estos fuegos de artificio son redondos o planos. Sin embargo, cerca de ellos hay una compañera que se encuentra ante una mezcla de sentimientos. Nazuna trata de equilibrar su fuerte espíritu con la melancolía que le produce saber que muy pronto tendrá que mudarse de casa, ya que su madre se ha echado un nuevo novio. La relación entre Norimichi y Nazuna, tan inocentemente nipona, se verá alterada por un curioso elemento esférico que tiene la propiedad de alterar el curso de los acontecimientos.

FireWorks (Uchiage Hanabi, Shita kara miru ka? Yoko kara miru ka?) es el título de la película que responde a semejante línea argumental, en la que por cierto participa el conocido realizador japonés Shinji Iwai (conocido, por ejemplo, por Hana y Alice). Los directores de esta obra son, empero, Nobuyuki Takeuchi y Akiyuki Shinbo, que bajo un colorido estilo de animación tratan de poner en práctica una historia rica en cambios de escenario y situaciones. Historia que se ha comparado con la de Your Name, la gran obra de Makoto Shinaki y reciente éxito del cine de animación japonés. Es cierto que FireWorks comparte una misma base respecto a la mencionada cinta en tanto que ambas parten de un romance en el que los viajes espacio-temporales juegan un papel decisivo. Pero, dejando de lado ese detalle no tienen demasiado que ver una con otra ni cosechan el mismo resultado cualitativo, inferior en el caso de la obra de Takeuchi y Shinbo sobre todo por su predilección a caminar en círculos rodeando el mismo asunto.

En efecto, si algo se puede captar de FireWorks en sus minutos iniciales es que esta no va a ser una película demasiado sencilla de abarcar, al menos en un primer visionado. A diferencia de otras cintas que tratan la cuestión de los viajes en el tiempo con la premisa “¿qué cambiarías si pudieras volver atrás?” como pretexto básico para ejecutarla, el trabajo de Takeuchi y Shinbo no se caracteriza por su claridad expositiva a la hora de plasmar directamente ese tema, sino que intenta desarrollar la trama como si de verdad importase todo menos los propios viajes temporales. Dicho así puede resultar lioso y la realidad es que, efectivamente, lo es. Pese a que goza de un estilo visual muy bonito (aunque ciertos elementos diseñados en 3D pueden llegar a desmerecer el conjunto), la historia está bien planteada y los personajes aparentar ser criaturas a las que se le puede sacar cierto jugo cinematográfico, el film no sabe aprovechar esas bondades y se encamina hacia un relato muy confuso. Lo que en principio parecía desmarcarse como uno de los puntos fuertes de la obra, el hecho de no saber hacia qué punto se encaminará la trama una vez entra en juego la variabilidad del espectro temporal, deviene en un cóctel de escenas que hace detonar el ritmo narrativo y provoca cierto desasosiego.

Con todo lo señalado, lo cierto es que FireWorks deja más dudas que soluciones a lo largo de su hora y media de metraje. Quizá el problema pueda tener que ver con el hecho de presentar ciertos detalles a priori atractivos (como la confusión que rodea la vida de Nazuna frente a la apacible existencia de Norimichi) pero luego no terminar de explotarlos, como si los directores confiasen en que la fuerza y magnetismo de los viajes temporales acabaría por solucionar el entramado dramático de la cinta. No es así, sin embargo, y pese a que el film cuenta con varios aspectos interesantes, en su conjunto queda por debajo de la buena sintonía que han transmitido otros trabajos de la animación japonesa en los últimos tiempos.


Álvaro Casanova - @Alvcasanova
Crítica para Cine Maldito
Kasanovic
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5
20 de abril de 2018
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando en un pequeño supermercado situado en una calle casi deshabitada entran una mujer con claros síntomas de embriaguez y su fornido acompañante, algunos ya creemos adivinar lo que va a suceder a continuación. El temeroso rostro de la dueña del local así parece confirmarlo. Sin embargo, nada sucede en esa escena inicial y pronto se descubre el motivo: la dueña realmente estaba enamorada en secreto del hombre, que regenta un burdel en la localidad donde precisamente trabaja la chica que entró con él al supermercado. ¿Y por qué una mujer madura e independiente como la dueña del supermercado se iba a enamorar de un tipo así? Pues quizá porque, entre otros motivos, en su casa le espera un marido enfermo que apenas guarda palabras de cariño hacia ella, amén de dos hijos que están cruzando la barrera del aburrimiento hacia la desidia. Curiosamente, el marido pronto se hace colega de un hombre que también tiene problemas con su cónyuge e hijo, y que alguna vez se pasa por el burdel de la zona.

¿Por qué toda esta gente parece estar conectada entre sí? Aunque podamos tender a imaginar un universo de historias entrelazadas al estilo de los primeros films de Iñárritu, la respuesta es mucho más sencilla. La trama de Nunca estamos solos (Nikdy nejsme sami) está ambientada en un pequeño pueblo de la República Checa. Y, como sabrá todo aquel que sea de pueblo o tenga lazos familiares allí, en esos sitios es difícil no conocer a alguien del lugar y resulta casi imposible esconder un desliz de carácter público. Por eso, el argumento de la película que firma Petr Václav puede resultar lioso en un principio, pero no se puede discutir que esté plenamente apegado a la realidad que cualquiera puede vislumbrar en esas pequeñas localidades.

La cuestión es que todos los personajes que observamos en Nunca estamos solos parecen ser desdichados. Sea porque ya no pueden seguir llevando las riendas de una familia que no le corresponde, por un amor no correspondido o por el fatigoso aburrimiento, en el film prácticamente no se ve aparecer una sonrisa en cualquiera de los rostros que desfilan por la pantalla. Esa ausencia de felicidad representa la lenta pero palpable agonía de la gente que desearía escapar de su vida pero que, en la práctica, no tiene ninguna posibilidad de llevarlo a cabo. La confusión con la que Václav capta ciertas escenas tiene un doble sentido. Por un lado, el ya mencionado concepto de que en un pueblo todo el mundo se conoce. Por otro, el hecho de que la verdadera existencia no es tan sencilla como algunas veces se nos ha querido pintar: ni la formación o el trabajo son tan accesibles como parece, ni las enfermedades se curan por completo en hospitales, ni uno se enamora de alguien solo por corresponder a esa persona, por citar algunas de las ideas que el director de Praga sitúa a lo largo de su trabajo.

En este sentido, el propio Václav parece querer añadir un punto estilístico para ampliar la dimensión de la obra. El cambio de colorimetría en el film, pasando de la fotografía en blanco y negro a otra con toda la paleta de colores, no es sino un recurso para acentuar la visión que del entorno poseen los protagonistas de Nunca estamos solos. Aunque el mensaje de la película se seguiría comprendiendo sin la ejecución de esa técnica, lo cierto es que no viene del todo mal que Václav decidiese condimentar una cinta no tan sencilla de digerir en su desarrollo por lo fatigoso de las tramas que rodean a sus personajes, por el impacto de ciertas imágenes no muy agradables o, y esto es una pequeña virtud, por representar en el cine lo que muchos se niegan a ver en la vida real.


Álvaro Casanova - @Alvcasanova
Crítica para Cine Maldito
Kasanovic
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