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España España · Madrid
Críticas de Servadac
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Críticas 359
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
Un día en la vida de Andrei Arsenevitch (TV)
MediometrajeDocumentalTV
Francia2000
7,7
730
Documental, Intervenciones de: Andrei Tarkovsky, Margarita Terekhova
7
3 de enero de 2017
18 de 18 usuarios han encontrado esta crítica útil
El primer largometraje de Andrei Tarkovsky comienza con un niño –Iván– y un árbol vivo. La grúa despega hacia la copa, sin llegar a mostrar su extremo superior. El plano rebosa de naturaleza y verdor en blanco y negro.

‘Sacrificio’ concluye con un niño tumbado junto a un árbol seco. La grúa recorre su esqueleto y, pese a la presencia verde de las hierbas, el paisaje parece desecado. El agua, al fin, se erige en última frontera.

Esos dos planos, nos dice Chris Marker, encuadran la obra completa del autor.

‘La infancia de Iván’ muestra, en su inicio, el “bautismo” del protagonista, que se lava la cara en un cubo y mira hacia su madre. ‘Sacrificio’ concluye con el mar de fondo de la muerte.

‘Un día en la vida de Andrei Arsenevitch’ es, en cierto modo, la historia de ese recorrido.

===

El documental contiene relatos memorables, como la anécdota de Stalin y María Yúdina o la sesión de espiritismo con el ánima del difunto Borís Pasternak. Ofrece la estampa conmovedora/encantadora de un Tarkovsky enfermo y sonriente. Ese contraste –o unión de contrarios– es el alma de la cinta.

El cine de Tarkovsky es especial, por su pureza y ambición, y por las cotas que alcanza de poesía fílmica. ‘Sacrificio’ admite múltiples interpretaciones: la del canon religioso (que conjunta el milagro y la plegaria), la mística o esotérica (más cerca de la brujería) y la hipótesis de una enfermedad mental. Curiosamente, todas ellas podrían confluir en la figura del ‘yurodivi’ (o idiota sagrado) del cristianismo ortodoxo ruso, inmortalizado por Fiódor Dostoyevski en su príncipe Mishkin.

‘Un día en la vida de Andrei Arsenevitch’ invita a revisar ‘El idiota’ de Akira Kurosawa y a deleitarse, una y otra vez, con los siete largometrajes de Tarkovsky. Es, además, el retrato de un artista enamorado de su arte, el arte de rodar –o esculpir en el tiempo, como gustaba decir el propio director–. Nadie como él supo apresar los elementos naturales y bogar a sus anchas entre el sueño y la vigilia en planos-secuencia legendarios.

El hombre, en su afán por trascender, suele alzar la vista a las estrellas. Los personajes de Tarkovsky (como algunos de Beckett) tratan de avanzar a trompicones y se enfangan en la tierra, en un itinerario de ida y vuelta al limo original.

“En la oscuridad también oía mejor, oía ruidos que el largo día mantenía ocultos, murmullos humanos, por ejemplo, y la lluvia en el agua.” (*)

Al contemplar el plano final de Sacrificio, pienso en el rostro enfermo de Tarkovsky. El árbol seco en primer término, el mar que ondea en la distancia –o no tan lejos, la luz deslumbra y hace de la imagen una superficie casi plana–. Dando entrada a la niebla, Andrei culmina su viaje.

Quiero creer que el agua, en ese plano, es su sonrisa.



(*) 'Mercier et Camier', de Samuel Beckett.
Servadac
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6
9 de diciembre de 2016
210 de 272 usuarios han encontrado esta crítica útil
Dudo que ‘Arrival’ quede en los anales. Ni sus diálogos, ni alguna disonancia en sus efectos digitales, ni los caracteres retratados superarán la prueba del reloj. Aunque, quién sabe. Su baza principal está en el tono, azul, grisáceo y envolvente, que logra Villeuneuve con maestría.

“Ahí está la bestia” decía el personaje representado por Benicio del Toro en ‘Sicario’ (2015), refiriéndose a Juárez, ciudad-guarida de los narcos mexicanos. El plano –y su sonido sordo y ominoso– aún retumba en mis oídos como un zumbido de terror. El miedo, la extrañeza, lo ‘uncanny’ del universo de H.P. Lovecraft. ‘La parte de los crímenes’ de la monumental ‘2666’, obra definitiva de Roberto Bolaño. Lo oscuro y lo siniestro. La corriente subterránea del horror que aflora en todos esos cuerpos mutilados. Ese plano de Juárez, en ‘Sicario’, justifica por sí mismo el visionado de la cinta.

Lo equivalente a ese plano, en ‘La llegada’, es una sensación.

La película no escapa a los defectos del cine ‘mainstream’ norteamericano. El desempeño verbal de los “superprofesionales” irrita o da vergüenza ajena. Conversaciones de este palo:

EXPERTO MILITAR
Es usted la número uno en nuestra lista, pero si no descifra los borborigmos de la grabación en menos de treinta segundos, recurriremos al número dos. Y nada de trucos, sabemos que tradujo del farsi las palabras de un presunto terrorista islámico.

EXPERTA EN LINGÜÍSTICA
Pero es que yo estoy pez en borborigmos…


Por abreviar, diré que Louise (la experta número uno) sugiere al coronel que vaya a Berkeley y le pregunte al otro candidato –el número dos del 'ranking' de lingüistas– cómo se dice “paz” en lengua sánscrita (lo que dará ocasión a que se luzca cuando vuelvan a por ella). A saber qué resortes abrirá en la mente del espectador promedio en USA la palabra “sánscrito”; un sésamo, quizás, para descifradores desnortados.

Si Champollion levantara la cabeza…

[Aunque la calidad, en cine, no ha de ser fruto ni rehén de los meandros de la trama, prefiero proseguir en zona spoiler.]
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Servadac
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7
4 de diciembre de 2016
39 de 44 usuarios han encontrado esta crítica útil
Jean-Pierre Léaud dio vida a Antoine Doinel en ‘Los 400 golpes’ (1959, François Truffaut). Hasta ayer ese había sido, para mí, su mejor papel. La estampa de Antoine corriendo hasta la playa es estación imprescindible en el itinerario de cualquier cinéfilo de cierta edad. El travelling interminable que se resuelve en un fundido encadenado –dando entrada a la música y el agua– siempre consigue emocionarme. Y el zoom final, la imagen congelada del rostro de Doinel…

Truffaut, Godard, Eustache y, algo más tarde, Kaurismäki, han hecho de Léaud un mito del cine de autor a la europea. Albert Serra, con ‘La muerte de Luis XIV’, cierra el círculo. La playa, en ‘Los 400 golpes’ era tanto un posible umbral de libertad como una última frontera. Más de medio siglo después, la última frontera no es otra que la muerte. Léaud ha pasado de ser Doinel –un niño desolado que huye a la carrera– a ser el ‘Roi Soleil’ atado al lecho por una pierna que se pudre.

El director catalán se toma el tiempo necesario; cuida hasta el extremo los detalles; rueda la agonía en primer plano; compone con la luz y el maquillaje –difícil no pensar en Rembrandt, Velázquez, Caravaggio… o en los cuadros nocturnos de La Tour–; mantiene la fijeza en los encuadres y mima los diálogos. Da vida a los doctores de Molière. Recrea la atmósfera malsana de la espera y sus vaivenes –el avance lento en la necrosis, la frágil remisión, la angustia o impaciencia por el desenlace que ponga fin al sufrimiento–. Describe rituales, ceremonias, que vistos hoy resultan bufos y cargados de ironía pero que fueron herramienta de sacralización y bandera de la educación más refinada y glamurosa de su época.

Nos regala un plano memorable, con el que Léaud –un mito cinematográfico que da vida a un mito de la Historia– culmina su labor profesional.

Durante varios minutos, mientras suena el Kyrie de la misa en do menor, K427, de Mozart, el Rey Sol sostiene la mirada. La música, al más puro estilo de Robert Bresson, nos lleva al reino de la estasis. Y Doinel, con aire entre inmortal y juguetón, parece susurrarnos con los ojos:

“Le Cinéma, c’est moi.”
Servadac
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9
1 de octubre de 2016
110 de 113 usuarios han encontrado esta crítica útil
No censuro a quienes no han podido, no han sabido o no han querido perderse en esta carretera que Lynch nos brinda en forma de fuga psicógena o disociativa. En arte no hay refutación ni prueba universal.

Tampoco censuro a quienes, bisturí en mano, pretenden urdir un mar de explicaciones cartesianas. Cuadrar el círculo es gimnasia mental muy placentera y de altos vuelos especulativos.

Los primeros tienden a escudarse en un ‘se’ decididamente impersonal y declaran, a menudo con mueca despectiva, “No ‘se’ entiende”. No dicen “No la entiendo”; eso sería, quizás, pedirle al ego demasiado.

Los segundos replican, en primera persona, “Sí la entiendo”. Y alaban la complejidad del argumento. En ese elogio suele percibirse, de forma más o menos velada, un autohalago de las propias facultades deductivas.

No seré yo quien niegue haber caído en esos vicios.

Después de al menos cinco visionados, mi acercamiento a ‘Carretera perdida’ discurre por otros derroteros. No busco en ella las mieles de un guión cerrado, medido y ordenado. Ni trato de encajar la obra en un corsé intelectual diseñado por mi mente a su medida (y a la medida, claro está, de mis limitaciones). No pretendo resolver un puzle de mil piezas. Mi acercamiento es simplemente emocional; mis herramientas, los sentidos, y una cierta sensibilidad que riego casi cada día.

Si uno se empeña, cualquier obra es reducible a alguna explicación. Si uno lo desea, cualquier creación es risible o parodiable. Cada cual es libre de elegir su itinerario.

Cuando quiero gozar del pensamiento deductivo, me gusta recurrir –admito que es deformación profesional– a la lógica matemática. Entender o realizar una demostración es, para mí, puro placer del intelecto. La claridad, en ciencia, es un valor incontestable. El arte, sin embargo, es algo muy distinto, y, en su acepción más positiva, más impuro.

David Lynch no me parece un cineasta cerebral; me choca, por tanto, que se trate de llegar al fondo de sus obras centrándose en desentrañar las tramas o, más exactamente, en la reconstrucción metódica de los sucesos que conforman el diseño argumental de sus películas.

También me choca que se le tilde de farsante. Negar que su filmografía desborda de imaginación genuinamente cinematográfica no tiene más explicación que la ceguera (voluntaria, inducida o natural) del crítico de turno. Al fin y al cabo, el cine ha de ser cine.

El arte nos lleva a conocer aquello que, sin él, quedaría fuera del alcance de la inteligencia en su sentido restringido. Por ello el arte que se basa en el ingenio y en la fabulación reglada y deductiva, el arte, por así decirlo, encadenado, suele dejarme entre dos aguas. Por ello, quizás, jamás he conseguido disfrutar de los retruécanos y juegos de James Joyce en su ‘Finnegans Wake’, aun cuando el 'Ulises' me apasiona.

‘Carretera perdida’ tiene un germen accesible que expongo en zona ‘spoiler’. Todo lo demás en ella es sólo cine, y del mejor. Olvida el manual y déjate atrapar por sus arenas movedizas.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Servadac
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6
28 de julio de 2016
41 de 46 usuarios han encontrado esta crítica útil
Dice Robert Bresson en un coloquio a varias bandas: “La mayor dificultad radica en que todo arte es abstracto y al mismo tiempo sugestivo. No hay que mostrarlo todo. Cuando se muestra todo, no hay arte. El arte va de la mano con la sugestión. La gran dificultad que plantea el cinematógrafo, es precisamente no mostrar. Lo ideal sería no mostrar nada en absoluto, pero eso no es posible. Hay, por tanto, que mostrar las cosas desde un cierto ángulo, uno solo, que evoque el resto de los ángulos pero sin llegar a mostrarlos. Hay que dejar que el espectador adivine poco a poco, que quiera adivinar, y mantenerlo siempre en una especie de espera… Hay que conservar el misterio. Vivimos en el misterio. El misterio ha de permanecer en la pantalla. El efecto ha de venir antes que las causas, como sucede en la vida. Desconocemos la causa de la mayor parte de los sucesos que presenciamos. Sólo vemos su efecto y, más adelante, descubrimos su causa.”

Estas palabras, exactas y admirables, que bien pudieran haber sido pronunciadas por el mago del suspense, me sirven para señalar el principal defecto de ‘Buenos días, tristeza’. En esta película de Preminger, sin grandes defectos y rodada con oficio, no hay misterio. No hay lugar para el esfuerzo ni la participación activa del espectador. Todo queda balizado y subrayado con la fina brocha gorda del artesano estilista. La voz en off, las actuaciones relamidas, el obvio simbolismo de la luz, el blanco y negro y el color, un guión preciso y previsible, que lo pregona casi todo y nos mantiene al margen.

La historia ha envejecido mal, también su moraleja. Hay algún destello de arte cinematográfico –la canción; el aprovechamiento del espacio en ciertos planos generales; la escucha en fuera de cuadro del penoso y alegre galanteo; el rostro embadurnado de Cécile…– pero la cinta es aburrida. No ha conseguido interesarme el devenir de esta cuadrilla de pijos suntuosos.

Reniego de esta forma de hacer cine y, sin embargo, el Hollywood de hoy ya está varios peldaños por debajo de lo que aquí se nos ofrece. Como Simone Weil, tengo la certeza de que “cualquier ser humano, incluso si sus aptitudes naturales son casi inexistentes, es capaz de penetrar en el reino de la verdad reservado al genio, siempre y cuando desee la verdad y haga un esfuerzo permanente de atención para alcanzarla.”

No se precisan élites ni espectadores sobrehumanos, sino un uso activo de la sensibilidad.
Servadac
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