Esta película debería estar considerada como el equivalente cinematográfico de hacerse una paja: solo disfruta el directamente implicado, en este caso el director Ben Wheatley. Luego están los voyeurs de turno, a quienes les gusta mirar aunque nada haya en semejante acto pensado para hacerles disfrutar. Porque este artefacto parece pensado solo para el goce de su creador. Supongo que en su cabeza quedaba genial, y quizá el resultado final también le satisface porque cuadra con el artilugio que pergeñó en su sesera.

Parece un proyecto de cineastas amateurs que han sacado sus cachivaches de filmar al campo, y en el que los actores sueltan frases aleatorias que no tratan de hilvanar argumento alguno, Aunque ahí puede que sea yo el que patine, porque a la media hora ya me había desentendido de la cháchara, situado como estaba al borde del coma. No se qué sustancias había consumido el que sugirió que esto tenía algo que ver con el cine de terror, pero que consumió algo es seguro, aunque fuera una caja de phoskitos con fecha de caducidad de 1993. La luminosa fotografía en blanco y negro es lo único que merece rescatarse. Menos mal que entre esto y el cine de Michael Bay hay honrosos términos medios, una amplia gama de grises. Es más eficaz que una alarma de incendio para vaciar una sala de cine.