Procedente de la factoría Disney, Tim Burton se ha convertido en uno de los directores más originales de las últimas décadas. Y lo ha hecho mediante la creación de un universo propio, un maravilloso mundo de fantasía gótica.

En Big Fish, Burton (que adapta la novela de Daniel Wallace) nos cuenta la vida de Edward Bloom a través de sus propias palabras. Una narración que camina entre la ficción y la realidad, ante la desesperación del hijo que al ver a su padre cercano a la muerte desea saber cómo fue su vida realmente.

Pero el espectador no. Nosotros hacemos como que le creemos; nos encanta su vida tal y como nos la narra. No queremos conocer la verdad.

La película, por supuesto, conduce a la reflexión. Frente a la rutina de nuestras existencias siempre quedará la imaginación. Y si esta es escasa siempre queda el cine (y la literatura). Nuestros familiares siempre nos contaron anécdotas más o menos fantaseadas, nosotros contamos pequeñas anécdotas introduciendo algo de fantasía, la historia está llena de pasajes que quizá no fueron como los conocemos: frente a lo aburrido y veraz solemos preferir lo apasionante aunque inexacto.

Burton deja abierto el final, algunas cosas pudieron ser tal y como las cuenta, algunos personajes parecen ser reales. Pero, ¡qué más da! ya hemos decidido de qué parte estamos.

Para recrear el mundo de Bloom, el director se basa en la colosal interpretación de Albert Finney (tan destacada que "rebaja" la de por sí ya limitadísima de McGregor -lo peor de la película) y un gran elenco de secundarios entre los que sobresalen Helena Bonham Carter (sí, esta vez lo merece) y los impagables DeVito y Buscemi. Y mención especial a la fotografía de Rousselot (en ocasiones oscura, en ocasiones colorista) y la música de Danny Elfman.

Un canto de esperanza, un grito de vitalidad, una alternativa a nuestras vidas, una evocación de la ilusión, una maravillosa película.