Empezó a ocurrirme a los pocos capítulos de la segunda temporada: una débil voz dentro de mi me decía que dejara de ver la serie, que tenía muchísimas otras cosas que ver o hacer antes que continuar aguantando grandiosos encuadres, escenas nevadas muy bien puestas e interminables reflexiones metafísicas y referencias al pasado, presente y futuro que reto a alguien a que me explique qué significaban.

Ahora, después de abandonar su visión al terminar el tercer capítulo de esta su tercera temporada (el de un viaje de búsqueda familiar a Los Ángeles que he supuesto que aporta un pepino a la trama), me he visto obligado a escribir esta crítica para animar a las cientos de compañeras y compañeros que temen que les señalen con el dedo cuando griten en medio de una reunión con gintonics que Fargo es una soberana tomadura de pelo.

Que estamos ante la típica serie donde enseguida te das cuenta (y no es que yo sea muy observador: hasta que no vi el agujero de bala de Bruce Willis no me cosqué de que estaba muerto) que el avispado guionista intenta colarte a lo Walking Dead en diez capítulos lo que únicamente da para tres y donde solo falta un oso polar corriendo por el campo para comprender que después de la sublime primera temporada, los productores secuestraron y encerraron en una mazmorra a los creadores para que siguieran inventando temporadas al precio que sea.

Hasta que, cuando una masa crítica demuestre que el Rey está desnudo, todo explote y se vaya al carajo.

Con unos encuadres y unas vistas nevadas preciosas, eso sí.