El visionado de una película como “Monty Python´s the Meaning of Life” tiene un efecto secundario no por previsible menos inquietante, esto es, la demoledora confirmación de que vivimos en sociedades infinitamente más pacatas y, por ende, censoras, que hace treinta y tantos años. Esta cinta, o cualquiera de las realizadas por el celebérrimo “circo volante”, sería no ya improyectable hoy día, sino concebible siquiera. El mero recuento de minorías o mayorías o cualquier particular susceptible de montar en cólera, heridos en su hipertrofiada dignidad, la tormenta de “tweets” y “retweets” y “change.orgs” con que se abrumaría a sus responsables, tildados de fascistas para arriba, cuando no “escrachados” o ejecutados en efigie, desanimaría al más audaz. Sólo por eso, en tanto recordatorio de la libertad de expresión a la que hemos renunciado —y de manera voluntaria, lo cual no hace sino realzar nuestra idiocia—, es una obra digna de elogio.
A “Monty Python´s the Meaning of Life” le sucede que no todos sus sketches rayan a la misma altura. Mal menor y bastante común en películas con similar estructura. Además, pese a la irregularidad inherente al formato, ningún episodio desmerece la altísima calidad que adorna a los mejores del conjunto. De entre éstos destaca especialmente, a mi juicio, el dedicado al nacimiento, donde no se da puntada sin hilo, con los respectivos rejones, hilarantes al tiempo que terribles —ahí radica quizá la maestría de Monty Python—, para el sistema sanitario británico, las desigualdades sociales en los países del primer mundo, el catolicismo —el número musical “Every Sperm Is Sacred” es secillamente impagable— y su némesis protestante o a la inversa. A su vez, “The Crimson Permanent Assurance”, el cortometraje dirigido por Terry Gilliam que hace las veces de prólogo, es una maravilla antisistema que deja movimientos como “Occupy Wall Street” o el 15M en pataletas de niño malcriado. Impregna el resto de capítulos un surrealismo insalubre y corrosivo que en numerosas ocasiones nos congela la sonrisa en mitad del rostro atónito, deseosos de reír pero sabedores de lo inapropiado de ciertas carcajadas. Hasta ese punto nos hemos dejado colonizar por la corrección política. Mención aparte merecen, como siempre, las animaciones de que se acompañan los títulos de crédito. Asimismo a cargo de Terry Gilliam, constituyen un cóctel gozoso de psicodelia y realismo industrial.