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Voto de Fco Javier Rodríguez Barranco:
10
Documental En 1895, los hermanos Lumière inventaron el cinematógrafo y dirigieron unas de las primeras películas de la historia del cine. El documental, dirigido por Thierry Frémaux (director del Festival de Cannes desde 2001 y del director del Instituto Lumière de Lyon), ofrece una selección de 108 películas restauradas que nos muestran un viaje a los orígenes del cine. Son una mirada única sobre Francia, el séptimo arte y el mundo que inaugura el siglo XX. (FILMAFFINITY) [+]
24 de octubre de 2017
21 de 22 usuarios han encontrado esta crítica útil
La temporada de cine de 2017 ha traído la deliciosa recopilación ¡Lumière!, que lleva el subtítulo Comienza la aventura, puesto que ésa es exactamente la intención de este filme: mostrarnos el séptimo arte desde el mismísimo momento que los hermanos Auguste y Louise Lumière grabaron la salida de la fábrica en Lyon que en lo que hoy lleva el nombre de calle de la Primera Película en marzo de 1895.

Narrada y realizada por Thierry Frémaux, que dirige el Festival de Cannes desde 2011 y el Instituto Lumière de Lyon, y con la valiosa colaboración de Bertrand Tavernier, además del largometraje iniciático mencionado en el párrafo anterior, ¡Lumière! se compone de otros 107 micrometrajes de cincuenta segundos de duración rodados entre 1895 y 1905, se estructura en una serie de secciones como las dedicadas a la infancia o la fantasía y se monta sobre la música de Camille Saint-Saëns. Realmente, no hay quien dé más.

Durante esta cinta se alude a la influencia que esos filmes apenas intuidos ejercieron sobre los grandes cineastas que componen nuestro imaginario cinematográfico, como Eisenstein, Kurosawa, Ozu, John Ford o Cameron (sí, Cameron también), además de Scorsese a quien se graba saliendo de la misma fábrica de Lyon donde todo comenzó.

Todavía en 1902, cuando George Méliès rodó Viaje a la luna, el cine era algo que se proyectaba en las barracas de feria. Pocos años después de esta producción de Méliès, dos poderosas filmográficas, Pathé y Gaumont conseguirían convertir el cine en algo urbano, burgués, con proyecciones estables en los teatros de las ciudades. Fantômas fue el gran protagonista de la mutación del cine de arte en industria.

Pero en 1902 lo que se veía en las pantallas era algo popular, una atracción más junto a los hombres forzudos, las damas barbudas, los carruseles, etcétera, etcétera, etcétera. Por eso, la gran labor de Méliès fue la conversión de algo aún por definir en un objeto estético, pues su Viaje a la luna, con sus 16 minutos de duración, marcaron un hito en la historia del cinematógrafo.

Viudo, arruinado y decepcionado, en su peor momento vital, tras la Primera Guerra Mundial, Méliès se reencontró con una anterior actriz, Jeanne D’Alcy, que regentaba un negocio de juguetes y golosinas en la estación parisina de Montparnasse, con quien se casó y mantuvo dicho negocio, donde fue reconocido por León Druhot, director de Ciné-Journal, que reivindicó su figura hasta que en 1931 se le concedió la Orden de la Legión de Honor. En tal acto tomó la palabra Louis Lumière para declarar: «Rindo homenaje en usted al creador del espectáculo cinematográfico»; lo que con otras palabras significa que no basta con inventar el cine: además hay que dotarle de contenido y de arte.

Pero ya la cosa empezaba a desmadrarse en los primeros compases de la década de los treinta y la coordenada industrial y, por lo tanto, comercial del cine empezaba a imponerse sobre la artística y la fábrica de pesadillas se asentaba firmemente en el panorama social. De ahí que Peg Entwistle se suicidó el 18 de septiembre de 1932 arrojándose desde el cartel de Hollywood. Pocos días después llegó a casa de sus padres una carta para concederle el papel principal de una mujer al borde de la locura que acaba suicidándose.

El caso es que en ¡Lumière! Frémaux analiza cada uno de los 108 micrometrajes y quiero quedarme con dos de sus ideas fundamentales: la cuidada selección de los encuadres para conseguir un efecto artístico, como la llegada del tren a la estación de La Ciotat, cuya proyección en café parisino, según la leyenda, tanto asustó a los espectadores, donde se consigue un efecto de profundidad gracias a la disposición en diagonal de la llegada del ferrocarril; y la figura humana en lo que en ella pueda haber de ternura, como la escena en la que Auguste Lumière da de comer a su hija, humor, como en la escena en que un gamberrete pisa la manguera a un jardinero, o denuncia social, como en la escena en que la esposa del gobernador de Indochina y una amiga o familiar, lujosamente vestidas, arrojan monedas a los niños, del mismo modo que se da de comer a las palomas en los parques, una secuencia que nos sacude como si se tratara de un fotograma vivo con forma de látigo.

Uno se siente viendo ¡Lumière! como si se le concediera el don divino de regresar al instante preciso en que un espermatozoide fecundó a un óvulo en lo que luego se convertiría en este humilde apasionado de las imágenes.
Fco Javier Rodríguez Barranco
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