Ese actor tan brillante, y tan inglés al mismo tiempo, llamado Ian McKellen representa la esencia del personaje de ficción Sherlock Holmes tal y como cualquiera de nosotros se lo podría imaginar: perfecto. Aunque no he llegado del todo a conectar con el Holmes investigador -más por una falta de interés en el caso a investigar que por la interpretación de McKellen- sí que se vislumbra en alguna ocasión lo que pudo ser en el pasado la figura del famoso detective de ficción en el imaginario colectivo, tal y como hubiese pasado por la mente de su creador Arthur Conan Doyle.
Curiosamente, parece despertar más apego el componente dramático que el de la investigación insospechada. Puede que la sensación de fragilidad sea la causa, además del protectorado y ternura que parece surgir en él tras conocer al hijo de su ama de llaves interpretada por la, a mi juicio, siempre infravalorada Laura Linney.
Es, ante todo, una invitación a la reflexión, para recapitular lo vivido y enfrentarse a las emociones como nunca antes había hecho, pero justo lo que parece darle vigor a Holmes en la senectud de su vida, un último caso que atender antes de morir, es justo lo que a mí, sin embargo, me causa más somnolencia en esta emotiva, pero un pelín aburrida, última aventura -aunque esa palabra le venga grande- del gran Sherlock Holmes.