El personaje de Forrest Gump me ha conmovido, quizás de una manera parecida a lo que sentí por Eduardo Manostijeras cuando la vi. No por todas las hazañas que consigue a lo largo de su vida, que lo elevan casi a la categoría de héroe; sino por lograr personificar lo que (muy en el fondo) todo ser humano lleva en su interior. Forrest Gump es universal, con su coeficiente de 75, se deja llevar por el más puro sentido común y actúa bajo las leyes de la sociedad más utópica y por la que el mundo lucha hipócritamente hoy en día: vive y deja vivir, haz lo que te de la gana mientras no hagas daño a nadie, mientras seas responsable siempre de tus actos, mientras jamás renuncies a tu esencia, sin lamentaciones, sin quejas, sin reproches, aceptando las circunstancias de tu vida, descubriendo qué es la amistad, qué es el amor, qué significa apreciar a alguien, cómo se puede ser feliz anteponiendo tus deseos a los de los otros… Forrest sí sabe qué es la vida, desde luego que lo sabe, y sí consigue disfrutarla y valorar la esencia de cada momento y la magia de los mejores.

La capacidad para actuar así la tenemos, escondida, pero la tenemos; por eso Forrest Gump es universal. Y muchos debemos dar las gracias por tener más que ese 75, pero es una lástima pensar que Forrest Gump para algunos les será indiferente o no será más que un tonto (por mucho que no haga tonterías), pero que realmente pocos querremos ser como él.

Magistral la dirección de Robert Zemeckis, fantástica la actuación de Tom Hanks, evocadora la banda sonora de Alan Silvestri. No sé si Forrest Gump está o no sobrevalorada, no sé si mereció ser la más premiada de 1994 o no (cierto es que también es el año de Pulp Fiction, o de El Rey León), pero lo que sí sé es que para mí la peli lleva un gran mensaje del que se podría intentar aprender un poco.