¿Y si el amor no existiera realmente? Imaginemos que tan sólo fuese un placebo que, como un veneno pasajero, se cuela dentro de tu cabeza para nublarte la razón, empujándote a actuar de manera irracional y cambiando tu vida por culpa de un impulso hormonal. Ingmar Bergman elige la estación del año más propicia -sí, más que la primavera- para exponernos cómo se trastocan las emociones de un muchacho colapsado por la monotonía de un trabajo aborrecible, y que cree atisbar la sombra de la felicidad junto a una amante caprichosa que sólo desea disfrutar de la vida. A costa, eso sí, de cuantos hombres sea necesario manipular a su antojo para conseguirlo. Mónica (Harriet Andersson) se desprende compulsivamente de sus amantes hasta dar con el que 'la mantenga, le de hijos, se ocupe de ella y le compre joyas mientras ella cuida de la casa' -cito sus propias palabras-, y al que no encaje en esa descripción lo abandonará sin contemplaciones. Harry (Lars Ekborg) busca desesperadamente a una mujer que le sonría al volver del trabajo, que le de hijos y cuide de la casa, aunque él no sea capaz de mantenerla, comprarle a duras penas un abrigo decente o llevarla al cine una vez por semana. Ambos codician una quimera que no existe, la del amor conyugal -y dependiente- como jamás debiera ser concebido. Y como soñadores que son, tratan de mantener vivo el fuego de su pasión mientras éste se consume tan rápidamente como se esfuma el verano. Un verano escapando de la realidad. Un verano que no durará para siempre. Un verano con Mónica.