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Voto de el pastor de la polvorosa:
9
Thriller. Intriga Un asesino de niñas tiene atemorizada a toda la ciudad de Berlín. La policía lo busca frenética y desesperadamente, deteniendo a cualquier persona mínimamente sospechosa. Por su parte, los jefes del hampa, furiosos por las redadas que están sufriendo por culpa del asesino, deciden buscarlo ellos mismos. (FILMAFFINITY)
27 de octubre de 2013
7 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
En la primera parte de la película, el asesino no es más que una sombra y un silbido, una mano que escribe; aparece definido por las consecuencias de sus actos, por la ausencia de la niña Elsie, que se expresa a través del silencio (el cine sonoro descubrió el silencio, nos recuerdan Robert Bresson, en sus Notas sobre el cinematógrafo, y Talibán, en su crítica sobre M que puede leerse en esta página), a través de unos planos sin presencia humana que resultan, por su precisión y cadencia, extrañamente significativos.

Luego parece que la película va a trazar un retrato social (como las obras contemporáneas de Pabst), en la que el asesino será una sombra, una excusa. Pero Lang no elude mirar al mal cara a cara, y al final comprenderemos el significado de su estrategia. La presentación del asesino, del monstruo de aspecto humano, se lleva a cabo, en paralelo con el documento sociológico, en tres fases:

1.- La escena en que muestra su reflejo distorsionado ante el espejo (que enlaza con el parlamento del psiquiatra de la policía).

2.- La escena que nos introduce en el silencio interior del psicópata, cuando el personaje ve el reflejo de su rostro en un escaparate, enmarcado entre una singular composición de objetos de menaje, y luego el reflejo de una niña solitaria: la banda sonora se hace en este momento subjetiva, y dejamos de escuchar los ruidos de la calle que se oían un momento antes. Tras la escapatoria de la niña, el asesino se toma dos chupitos de cognac, en una terraza en la que vemos su rostro escondido entre las ramas entrelazadas de los setos -imagen que actúa como preludio de la tercera fase.

3.- La larga secuencia entrecortada de la persecución de los mendigos, en la que el monstruo se pasea con una niña solitaria, le compra golosinas en un sótano, se detiene con ella ante un escaparate con una espiral giratoria, con un muñeco de madera al que un mecanismo hace ascender abriendo las piernas. Después viene la marca de la M, el plano picado de los perseguidores y el perseguido, y el prolongado sitio del edificio de oficinas (en cuya azotea, un oscuro almacén se convierte en el último refugio del asesino): aquí el verdugo se convierte en víctima acosada. La estructura de la filmación de la escena de su captura lo hermana claramente con su víctima Elsie, mostrando otra secuencia de planos sin presencia humana, extrañamente significativos.

El retrato culmina en la gran escena final. Peter Lorre, con su cara de niño repugnante y su voz destemplada, es el hombre excluido de todos los entramados sociales, al que no guía ningún tipo de conveniencia sino un deseo individual irrefrenable.

Al final, la cueva del rey de la montaña (evocada en la melodía persecutoria de Grieg que es como su firma musical) no es sólo el no-lugar en el que el psicópata acaba con sus víctimas: es también la gran nave abandonada (de una empresa que quebró durante la época de la inflación) en la que el asesino-víctima se enfrenta al tribunal de esa sociedad paralela formada por los que, aun viviendo al margen de la ley, pretenden convertirse en jueces.

A lo largo de toda la película, el virtuosismo técnico, la férrea planificación, no son un fin en sí mismo sino un recurso para formular una cuestión ética. Es comprensible que Lang fuera tan importante para Godard, porque sus imágenes son siempre dialécticas: el montaje pone en paralelo a policías y delincuentes, y a estos con la sociedad biempensante (que se atreve a juzgar los delitos ajenos, olvidando los propios): “los asesinos entre nosotros” era el título original de la película.

En comparación con otras películas de Lang, M mantiene su frialdad característica, pero en este caso matizada por el experimentalismo (las posibilidades y aun las carencias del naciente cine sonoro son explotadas con un grado de rigor conceptual que no volveremos a encontrar hasta Godard); y también por la emoción de la aludida escena final, que sigue poniendo los pelos de punta.

Esta escena muestra un juicio popular; la película no juzga, pero Lang actúa como fiscal de todos: en las antípodas de las almas bellas, “de esos hombres merced a los cuales el mundo perdura, que opinan que el mal está en otro lugar, muy próximo, sí, pero fuera, omnipresente pero remediable, uno de esos hombres de antigua cepa que luchan por el bien que creen sentir dentro de sí” (Pierre Michon), Lang no se engaña, y no nos engaña.
el pastor de la polvorosa
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