Quizás ahora nos parecen habituales las sagas, trilogías, tetralogías pero a finales de los 70 de los únicos personajes que hicieron sagas fue de James Bond, de los simios y en menor medida de Flint y Matt Helm. Así que el inicio de la saga de Rocky tiene lugar con la segunda, surgida de la demanda de los espectadores de que su héroe por fin sea un campeón que luzca ese cinturón tan hortera que se ponen los boxeadores.

Si Stallone en su primer film se mantuvo en la idea original tan opuesta al sueño americano que nos mostraba que a veces un campeón no es necesariamente quien vence, y que fue empleado en filmes tan alejados como Cars, aquí sucumbe a la demanda mediática: nuestro héroe tendrá una segunda oportunidad y la aprovechará.

Aunque Stallone trata de mantener una cierta linea realista, con las desventuras de un boxeador sonado que se gasta todo lo que ha ganado en bienes materiales y fruslerías innecesarias hasta que descubre que lo realmente valioso es el amor y los seres queridos, sin embargo se deja querer con escenas de autocomplacencia nada realistas, así la típica escena de Rocky corriendo por el mercadillo, el puerto y subiendo las escaleras mientras suena la fanfarria, que tan emotiva resulta en el primer filme, aquí parece un vídeo de Queen, rodeado de ingentes cantidades de niños y otros ciudadanos que corren tras él, cortando el tráfico de la ciudad, mostrando una pretenciosidad innecesaria.

El combate es más largo pero quizá no tan intenso, confundiendo la emoción con la exageración. Quien vea el último asalto lo comprenderá. No tiene el hálito épico de la primera.

Es una buena película, pero le falta esa emoción en el combate y esa ternura en un Rocky, que se recuperaría en la magnifica Rocky Balboa.