“El bosque” tiene inusual fuerza sugestiva.
La atmósfera misteriosa, fría y tensa de la aldea de madera donde vive la radical comunidad impresiona intensamente, con gran potencia sensorial.
Los silencios, el viento, la luz gris, la amenaza latente en eso otro indeterminado que acecha en el bosque vecino, el color prohibido, la tensión por sí sola derivada del ambiente puritano, el grupo compactado frente al enemigo mayor, todo ello creando un aire cuajado que se corta, por las campanadas de alarma, por un miedo que se vuelve físico, un miedo que se parece al terror y es una forma de vivir, y todo ello también conformando una atractiva propuesta, afectada sin embargo por el serio problema de verosimilitud que aqueja al argumento.

Cada película puede contar lo que quiera: desde la realidad más documental hasta la fantasía más desorbitada. Pero tiene que pactar la verosimilitud con el espectador, de modo más o menos tácito.
Todo es posible en la pantalla, por supuesto, pero según condiciones. Un superhéroe con capa puede volar sobre la capital sin causar extrañeza, pero en una de cine negro, por ejemplo, los delincuentes no pueden huir atravesando un muro, ni el detective detener una bala con la mano sin incurrir la historia en la incoherencia o el absurdo.
En “El bosque”, Shyamalan propone un mundo de apariencia fantástica, aunque pronto revela que el código que rige el argumento es realista. Sin embargo, una vez desmontada la lectura en clave mágica, introduce un episodio que ha de entenderse con arreglo a la pauta de los cuentos folklóricos, en muchos de los cuales el bosque es símbolo central, y pilla al espectador a contrapié, al menos a este espectador, a quien deja de serle verosímil lo que le están contando, como se comenta en el spoiler.