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Voto de Archilupo:
8
Drama. Romance Francisco Galván de Montemayor, un hombre adinerado de apariencia tranquila, conservador, religioso y virgen, como cada Jueves Santo asiste a la ceremonia del mandatum, el lavatorio de pies que el sacerdote efectúa con singular delectación. Al ver los sensuales pies de una joven sentada en primera fila se queda prendado de su serena belleza. Francisco logra averiguar que la mujer de sus sueños se llama Gloria y va a contraer matrimonio ... [+]
13 de octubre de 2009
99 de 103 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Él” no empezó con buen pie la andadura. Fue presentada en Cannes, pero en un pase para excombatientes y mutilados, que acabó en bronca.
Este episodio involuntariamente surrealista, tan buñuelesco, se diría que gafó la recepción de “Él”. La crítica fue adversa. En México, sólo la fama del actor la mantuvo unas semanas.
No se veía la seriedad tras la capa de humor esperpéntico. Fue Lacan quien apreció esa seriedad del retrato de un paranoico, y empezó a reflotar la película al ponerla en sus clases.

Buñuel describe con conocimiento interno el mecanismo mental del celoso enfermizo. Admitía haber puesto mucho de sí mismo en el personaje. Su idea era clara: “Los paranoicos son como los poetas. Nacen así. Interpretan siempre la realidad en el sentido de la obsesión”.
Además, Buñuel conecta el delirio del personaje con su rango social. No es casual que Francisco sea un adinerado terrateniente, educado, devoto, soltero y virgen; “un perfecto caballero cristiano”, según el cura. Es el parangón de su selecta clase. Los celos están ligados al sentido de posesión. Él está obsesionado por sus propiedades: fulmina a un abogado porque no pelea lo bastante unas tierras ante los tribunales. También le obsesiona la imposibilidad de una certeza: que su esposa es total y absolutamente de su propiedad. En la tradición de Francisco, las mujeres son portadoras del honor masculino, la ‘honra’, lo que exige un control desquiciante.
Junto a la misoginia, no podía faltar el fetichismo, unido a la liturgia en la magistral secuencia inicial, sin palabras. La cámara se mueve con impresionante amplitud en la ceremonia del lavatorio: el oficiante lava los pies a los monaguillos y los cubre de besos cargados de libido. Las miradas van y vienen hasta detenerse en unos zapatos, ascender por las piernas y detenerse en el rostro. La volcánica fijación se ha puesto en marcha.
Durante el cortejo, Francisco saca un grandilocuente romanticismo, casi ‘amour fou’. Pero la relación práctica es más compleja que la adoración a distancia. Las fuertes represiones se proyectan alrededor. La rígida masculinidad le hace ver que todos rondan a su mujer y que ella es cómplice.
La imaginación corrosiva empuja a situaciones atroces: el peligro en el campanario, proclamando Francisco el egoísmo como esencia de un alma noble; el bestial intento de coser orificios corporales; los tiros aterradores…

Aunque lo cuenta la mujer, el proceso mental de Francisco está presentado desde dentro, con fuerza imponente. Y no como la simple anomalía individual de un perturbado, sino como el resultado de un sistema de ideas y ritos que contienen el germen del desequilibrio.

La técnica narrativa (un juego de flashbacks y elipsis) tiene altura. Tampoco en los elaborados movimientos de cámara, encuadres y fotografía se encuentra la tosquedad que por prejuicio se atribuye al estilo de Buñuel.

Esta gran película continúa remontando el gafe de los excombatientes. Será aún más reconocida de lo que ya es.
Archilupo
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