En esta película tiene impactante relieve la cruda radiografía de la violencia racista entre etnias urbanas, y la denuncia de la incidencia de ideologías filonazis en el circuito skin. Pero sobre ello destaca con fuerza el trabajo de Edward Norton, capaz de representar tres etapas del protagonista nítidamente diferenciadas.
De hecho, el núcleo del argumento es esa acentuada diferencia entre tales etapas, y las transiciones de una a otra: desde el adolescente inquieto e impresionable que en las sobremesas familiares recibe los primeros mensajes racistas, preparando el camino a la penetración de posteriores influencias, al joven violento y musculado, en permanente tensión agresiva, a quien cabecillas fascistas modelan como arma humana, y hasta el ciudadano razonable, madurado con dolor en la cárcel al comprender la ceguera de los camaradas y lo primitivo de su fanatismo.

La narración, desplegada en flashbacks, sin ser lineal tiene gran claridad al separar tiempos pasado y presente, según haya blanco y negro o haya color.
Pero a este alegato antirracista con formato cinematográfico la claridad mayor se la da la soberbia interpretación, por parte de Edward Norton, de su voluble personaje. Sus tres fases están tan interiorizadas que no sólo se reflejan en lenguaje corporal y gestualidad sino en algo más interno y verdadero, decantado en transformación física, brillos, aura del rostro y tensión de alto voltaje para dinamizar el drama.

El espectador, a la vista de tan radicales cambios, por fuerza se pregunta muy intrigado qué ha podido pasar para que semejantes mutaciones puedan explicarse.
Con un actor de inferior rendimiento, la estrategia seguramente habría fracasado, pero el trabajo de Norton es enorme, y si la película funciona es en gran parte gracias a ello.

(7,5)