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España España · Ávila
Voto de Ludovico:
4
Comedia. Romance. Drama C.C. Baxter (Jack Lemmon) es un modesto pero ambicioso empleado de una compañía de seguros de Manhattan. Está soltero y vive solo en un discreto apartamento que presta ocasionalmente a sus superiores para sus citas amorosas. Tiene la esperanza de que estos favores le sirvan para mejorar su posición en la empresa. Pero la situación cambia cuando se enamora de una ascensorista (Shirley MacLaine) que resulta ser la amante de uno de los ... [+]
1 de julio de 2014
50 de 86 usuarios han encontrado esta crítica útil
Banal, como todo el cine de Billy Wilder, “El apartamento” es probablemente un buen material de estudio para investigar los mecanismos que pueden llevar a convertir, en el imaginario de la cinefilia, una obra intrascendente en una de las supuestas cimas del llamado “séptimo arte”.

La identificación del espectador con el personaje, que es en este caso condición básica del éxito, requiere, sin duda, una construcción cuidadosa, capaz de reflejar, sublimándola —y sin ponerla en evidencia, claro—, la complaciente y justificadora visión que el espectador medio quiere tener de sí mismo, alimentando al tiempo sus aspiraciones de felicidad: un hombre ruin, mediocre, servil con el poder y dispuesto a renunciar en todo momento a su propia dignidad, se nos presenta como un alma bondadosa, víctima de las circunstancias y merecedora de un mejor destino. Ya se sabe: nada como ensalzar los defectos del prójimo para ganar amigos; si, además, se le sabe convencer —no es difícil— de que la felicidad es el merecido premio a sus pecados, se puede tener la certeza de contar con un hueco en sus altares. El mundo, por otra parte, no es tan malo: en el fondo, el orden imperante —es decir, el orden; faltaría más— es justo, y cada cual obtiene al final su merecido: los buenos siempre ganan, se casan con la chica de sus sueños y culminan todas sus aspiraciones de dicha.

Billy Wilder, emblemático epítome del cine hollywoodense, tiene una luciferina capacidad para dar al espectador medio lo que éste quiere exactamente que le ofrezcan. Verdadero genio en la manipulación masiva de las conciencias (indisociable del cine en tanto que industria-espectáculo), Wilder no era inteligente, por supuesto, pero sí era listo, y conocía su oficio, es decir, sabía hacer películas que encandilaban al personal. La película “gusta”, naturalmente (pues halaga con suficiente habilidad nuestro vapuleado y amado ego). Pero con frecuencia olvidamos que nuestros gustos dicen mucho menos del objeto que los suscita que de nosotros mismos. Y como pocos están dispuestos a distanciarse de sus “gustos”, de esas reacciones reflejas y epidérmicas que constituyen el aspecto más enajenado y enajenante de uno mismo, para proceder a una indagación más honda, que implicaría el riesgo de contemplarse en la constitutiva mediocridad que nos caracteriza al común de los humanos, la película triunfa, y ahí la tenemos, encaramada en los puestos más altos de los “tops” de Filmaffinity.

Naturalmente, uno puede ponerse a buscarle méritos y expresarlos de forma muy seria, perfectamente razonada y convincente. Hasta se podrá justificar esa insufrible media hora inicial con Lemmon gesticulando de forma histriónica. No es difícil. Simple cuestión de retórica; dicho de otro modo, de habilidad en el manejo del lenguaje. (Otro tanto ocurre, claro está, con la crítica agria; concedido). En todo caso, más allá del poco interesante dilema “buena”-“mala”/“me gusta”-“no me gusta”, se podría tratar de observar los mecanismos que hacen que uno se sienta satisfecho al acabar de ver una película como esta. En definitiva, la reflexión más fructífera que el espectador podría hacerse al terminar de ver el film probablemente no es tanto sobre lo que aparecía en la pantalla, cuanto sobre el propio diálogo interno que uno mantiene de forma tácita, incluso más o menos inconsciente (¿voluntariamente inconsciente?), con lo que se ha desplegado ante sus ojos. Pensar, decía Cioran (y de un modo u otro lo han dicho casi todos los que en la historia humana se han dedicado a esa actividad), debería ser siempre pensar contra uno mismo. No se trata de autoflagelación, sino de mera higiene mental. (Que tal cosa sea ontológicamente posible no está del todo claro, pero eso no excluye la necesidad de intentarlo).

Vale, cada cual es muy libre de engañarse como más le guste, pero el cine puede ser (a veces —no muchas— lo es) otra cosa. Y uno se acuerda de aquella frase, tan directa y tan poco diplomática en su exceso, que dijo una vez Angelopoulos: “Los americanos hacen cine para idiotas”.
Ludovico
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