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Voto de Ferdydurke:
5
6 de marzo de 2018
23 de 33 usuarios han encontrado esta crítica útil
Música diegética, ¿se dice así?, variada, rica y sustanciosa, desde Coltrane hasta la Candela latina, acompaña esta pequeña obra de esencia teatral y un blanco y negro que tiene la función, la buena/mala intención, supongo yo, de desnudar el alma de sus personajes, de dejarles en el puro hueso de sus contradicciones y embustes, con la cara lavada, sin afeites, de verdad, nada guapos, a palo y tentetieso.
Lo hemos visto bastantes veces, clase media que quiere ser alta, intelectuales de primera plana, políticos, gente estupenda, la llamada intelligentsia, que frisa o supera los sesenta, que en su lejano día fueron hippies, tuvieron sus muchos ideales, sueños y esperanzas, de izquierdas, y ahora también lo dicen aunque ya no cuela, se reúnen, por un motivo cualquiera, un nombramiento ministerial o cualquier cosa parecida igual de horrenda, y ay, Dios mío, salen a borbotones, como a presión, como si hubieran estado retenidas demasiado tiempo a la fuerza, en la sombra, las cabronas, aguas fecales, todas sus espantosas penas y miserias, o tal vez su minucias más ridículas y necias, groseras y negras, como larvas hambrientas comiéndose un cuerpo muerto, pura nada purulenta.
Con la inveterada característica de que nada de lo que creen/aparentan ser, escribir, decir o pensar se corresponde ni siquiera muy lejanamente con lo que realmente son, hacen, sienten o desean. Es decir, hipocresía, máscaras, mentiras, cuentos, caraduras, impostores.
Seres patéticos que se rebozan en su propia vergüenza y pena, que, sea por el motivo que sea, esta vez se van a ver reflejados en el espejo de su derrota y falacia.
Cangrejos cocidos a fuego lento que se agarran a las paredes de su propia prisión y que en la lucha por la supervivencia, por alargar aunque solo sea un minuto más su ridícula existencia, se enfrentarán unos a otros desesperada, caótica, desquiciadamente se cantan las cuarenta y (algo) se pegan/despedazan.
Arcand en "Las invasiones bárbaras". Koch en "La cena". Branagh en "Los amigos de Peter". Kasdan en "Reencuentro". Ungría en "Hasta luego cocodrilo". Hasta la reciente de una forma muy diferente de nuestro Álex de la Iglesia, "Perfectos desconocidos", hacía/copiaba una idea similar.
Un recurso, por lo tanto, molido por el uso. Que aquí no está mal del todo. Tampoco bien, se arrastra entre la superficialidad más alborotada, cierta elegancia esquinada y varios tópicos que necesitarían ser masacrados con más gracia, pericia y mala baba todavía.
Es un ejercicio nimio, esmirriado, sarcástico en su aspecto más tímido, timorato, falto de tiempo, de aliento, de fuerza, de decisión, de arrojo y riesgo. A mitad de trayecto. Es un esbozo. Ni fu ni fa. Un ay que no veo. Un quiero (o no quiero porque no me atrevo o no sé o tampoco hay que molestar demasiado, es mejor dejar a todo el mundo igual de molesto/contento) y no puedo.
Lo hemos visto bastantes veces, clase media que quiere ser alta, intelectuales de primera plana, políticos, gente estupenda, la llamada intelligentsia, que frisa o supera los sesenta, que en su lejano día fueron hippies, tuvieron sus muchos ideales, sueños y esperanzas, de izquierdas, y ahora también lo dicen aunque ya no cuela, se reúnen, por un motivo cualquiera, un nombramiento ministerial o cualquier cosa parecida igual de horrenda, y ay, Dios mío, salen a borbotones, como a presión, como si hubieran estado retenidas demasiado tiempo a la fuerza, en la sombra, las cabronas, aguas fecales, todas sus espantosas penas y miserias, o tal vez su minucias más ridículas y necias, groseras y negras, como larvas hambrientas comiéndose un cuerpo muerto, pura nada purulenta.
Con la inveterada característica de que nada de lo que creen/aparentan ser, escribir, decir o pensar se corresponde ni siquiera muy lejanamente con lo que realmente son, hacen, sienten o desean. Es decir, hipocresía, máscaras, mentiras, cuentos, caraduras, impostores.
Seres patéticos que se rebozan en su propia vergüenza y pena, que, sea por el motivo que sea, esta vez se van a ver reflejados en el espejo de su derrota y falacia.
Cangrejos cocidos a fuego lento que se agarran a las paredes de su propia prisión y que en la lucha por la supervivencia, por alargar aunque solo sea un minuto más su ridícula existencia, se enfrentarán unos a otros desesperada, caótica, desquiciadamente se cantan las cuarenta y (algo) se pegan/despedazan.
Arcand en "Las invasiones bárbaras". Koch en "La cena". Branagh en "Los amigos de Peter". Kasdan en "Reencuentro". Ungría en "Hasta luego cocodrilo". Hasta la reciente de una forma muy diferente de nuestro Álex de la Iglesia, "Perfectos desconocidos", hacía/copiaba una idea similar.
Un recurso, por lo tanto, molido por el uso. Que aquí no está mal del todo. Tampoco bien, se arrastra entre la superficialidad más alborotada, cierta elegancia esquinada y varios tópicos que necesitarían ser masacrados con más gracia, pericia y mala baba todavía.
Es un ejercicio nimio, esmirriado, sarcástico en su aspecto más tímido, timorato, falto de tiempo, de aliento, de fuerza, de decisión, de arrojo y riesgo. A mitad de trayecto. Es un esbozo. Ni fu ni fa. Un ay que no veo. Un quiero (o no quiero porque no me atrevo o no sé o tampoco hay que molestar demasiado, es mejor dejar a todo el mundo igual de molesto/contento) y no puedo.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
Clarkson: Pepito Grillo. La que dice las verdades del barquero. La más sincera, cínica y caústica. En su día quiso, creyó, ahora ya no, o bastante menos, nada quizás sería decir mucho.
Ganz: su pareja. El coach. El gurú. El terapeuta. El cuentista. El aforista. Desde la distancia. En segundo plano. No forma parte central del grupo. Es revolcado por su mujer con frecuencia insistente. No tiene mucho peso, un pequeño bufón que alguna cosa expresa con fundamento.
Spall: el herido. El otro marido. Terminal. Eso dice. Hombre de ciencia que está dispuesto a agarrase a cualquier clavo ardiendo si así consigue creer, por un rato por lo menos, que todo solo ha sido un mal sueño. Un erudito. Un pensador. Podría ser una especie de remedo de Hitchens o Dawkins. Un ateo con rango y solera. Muy británico.
Thomas: la ministra. La recién nombrada. Prudente. Equilibrada. Es una política a la que parece que todos quieren. Sus amigos la aprecian a pesar de una profesión tan poco edificante.
Mortimer: la triplemente embarazada. Lesbiana. Simplona. Con prejuicios grotescos sobre los hombres. Que parece que se ha tragado de sopetón, sin filtro ni anestesia, toda la susodicha ideología de género. Miedosa. Sensible. Tontiloca.
Jones: su pareja. La otra lesbiana. Mayor que ella. Filósofa de estudios de género a lo que parece tratados con un evidente choteo, solo hay que ver el título de esta crítica como ejemplo, que seguro que se queda pequeño en comparación con los numerosos estudios similares que con fruición dirigida segregan cada día con pasión franciscana todas las universidades estupendas de nuestro maravilloso occidente, tan sano y de progreso lleno.
Murphy: el cocainómano. Paranoico. Agresivo. Desgraciado. Con la pistola de por medio. El banquero. El que menos pega en el ambiente del grupo de intelectuales de apariencia progre.
Se suceden, dos especial y concretamente, los golpes de gracia. El anuncio de la enfermedad de Spall. Y el descubrimiento de su adulterio.
Crece la tensión. Se corre el velo. Aumenta el cabreo.
Thomas no era tan templada, agrede al marido (¿en esta ocasión también lo catalogamos como violencia de género permitida, no hay, por ningún personaje, ni sanción, reprobación o desprecio, que da mal ejemplo a cualquier espectador sano y medio? ¿O no, o aquí nos hacemos los sordos/locos?), ni pacífica. Igual que la sanidad y todo el estado del bienestar
Spall quiere creer en lo que sea. No era tan racional y escéptico. Como todo lo demás que no se sostiene únicamente con la ciencia.
Murphy está enloquecido, es un fracasado. No era tan triunfador ni seguro, lo mismo que la sagrada economía.
Jones reconoce que se acostó con Spall en su lejano día. No era una lesbiana tan pura y perfecta como su chica se creía. No odiaba a los hombres ("no son el enemigo", dice) como debería, como la nueva religión con su fanático dogmatismo le exigiría. Tampoco parece que desee a los niños en camino. Ni en eso ha sido franca. Ni siquiera las relaciones entre solo mujeres están libres de problemas, incongruencias y tensiones. No hay tal paraíso.
Mortimer se vuelve débil, quejosa, llorosa y miedosa. Su apuesta tenía los pies de barro, su compañera no era tan sólida, sus ideas de un mundo nuevo y perfecto se agrietan al menor contratiempo.
Clarkson sigue en sus trece. Es la más coherente en su desilusión constante.
Ganz igual. Menos importa.
Y la música sigue sonando. Y llega la esperada, temida y deseada última invitada.
Sorpresa... Buen cierre. Brillante. Acertada idea. Con sentido. Pone el lazo con una broma malvada, la perfecta política ha sido engañada por la misma. Ese personaje en off es el símbolo del deseo, de la mentira, de la hipocresía, del frágil equilibrio de las vidas de todos ellos, convertidos en fantasmas que arrastran sus cadenas llenas de falsedades y tristezas. El castillo de naipes se vino abajo. Bravo.
Recoge muchas tesis de la actualidad, pero las trata con poca profundidad, con demasiado frivolidad.
Ganz: su pareja. El coach. El gurú. El terapeuta. El cuentista. El aforista. Desde la distancia. En segundo plano. No forma parte central del grupo. Es revolcado por su mujer con frecuencia insistente. No tiene mucho peso, un pequeño bufón que alguna cosa expresa con fundamento.
Spall: el herido. El otro marido. Terminal. Eso dice. Hombre de ciencia que está dispuesto a agarrase a cualquier clavo ardiendo si así consigue creer, por un rato por lo menos, que todo solo ha sido un mal sueño. Un erudito. Un pensador. Podría ser una especie de remedo de Hitchens o Dawkins. Un ateo con rango y solera. Muy británico.
Thomas: la ministra. La recién nombrada. Prudente. Equilibrada. Es una política a la que parece que todos quieren. Sus amigos la aprecian a pesar de una profesión tan poco edificante.
Mortimer: la triplemente embarazada. Lesbiana. Simplona. Con prejuicios grotescos sobre los hombres. Que parece que se ha tragado de sopetón, sin filtro ni anestesia, toda la susodicha ideología de género. Miedosa. Sensible. Tontiloca.
Jones: su pareja. La otra lesbiana. Mayor que ella. Filósofa de estudios de género a lo que parece tratados con un evidente choteo, solo hay que ver el título de esta crítica como ejemplo, que seguro que se queda pequeño en comparación con los numerosos estudios similares que con fruición dirigida segregan cada día con pasión franciscana todas las universidades estupendas de nuestro maravilloso occidente, tan sano y de progreso lleno.
Murphy: el cocainómano. Paranoico. Agresivo. Desgraciado. Con la pistola de por medio. El banquero. El que menos pega en el ambiente del grupo de intelectuales de apariencia progre.
Se suceden, dos especial y concretamente, los golpes de gracia. El anuncio de la enfermedad de Spall. Y el descubrimiento de su adulterio.
Crece la tensión. Se corre el velo. Aumenta el cabreo.
Thomas no era tan templada, agrede al marido (¿en esta ocasión también lo catalogamos como violencia de género permitida, no hay, por ningún personaje, ni sanción, reprobación o desprecio, que da mal ejemplo a cualquier espectador sano y medio? ¿O no, o aquí nos hacemos los sordos/locos?), ni pacífica. Igual que la sanidad y todo el estado del bienestar
Spall quiere creer en lo que sea. No era tan racional y escéptico. Como todo lo demás que no se sostiene únicamente con la ciencia.
Murphy está enloquecido, es un fracasado. No era tan triunfador ni seguro, lo mismo que la sagrada economía.
Jones reconoce que se acostó con Spall en su lejano día. No era una lesbiana tan pura y perfecta como su chica se creía. No odiaba a los hombres ("no son el enemigo", dice) como debería, como la nueva religión con su fanático dogmatismo le exigiría. Tampoco parece que desee a los niños en camino. Ni en eso ha sido franca. Ni siquiera las relaciones entre solo mujeres están libres de problemas, incongruencias y tensiones. No hay tal paraíso.
Mortimer se vuelve débil, quejosa, llorosa y miedosa. Su apuesta tenía los pies de barro, su compañera no era tan sólida, sus ideas de un mundo nuevo y perfecto se agrietan al menor contratiempo.
Clarkson sigue en sus trece. Es la más coherente en su desilusión constante.
Ganz igual. Menos importa.
Y la música sigue sonando. Y llega la esperada, temida y deseada última invitada.
Sorpresa... Buen cierre. Brillante. Acertada idea. Con sentido. Pone el lazo con una broma malvada, la perfecta política ha sido engañada por la misma. Ese personaje en off es el símbolo del deseo, de la mentira, de la hipocresía, del frágil equilibrio de las vidas de todos ellos, convertidos en fantasmas que arrastran sus cadenas llenas de falsedades y tristezas. El castillo de naipes se vino abajo. Bravo.
Recoge muchas tesis de la actualidad, pero las trata con poca profundidad, con demasiado frivolidad.