La trilogía de la “máquina de matar” amnésica encarnada por Matt Damon llega a su fin. O eso parece. Los ingredientes pricipales de esta tercera parte vienen a ser los mismos de las anteriores entregas, y sobretodo de la segunda, con la que, no por casualidad, comparten director.

En contraposición al gran referente del cine de espías, James Bond, Bourne es un tipo mucho menos glamouroso, no frecuenta hoteles caros, no la cama de mujeres espectaculares, ni salva al mundo en cada entrega. Más bien, lucha por su propia supervivencia y por descubrir su identidad, ayudado únicamente por los conocimientos adquiridos en la etapa que no consigue recordar, y por otro lado se mueve en el anonimato, frecuentando lugares concurridos para pasar desapercibido y evitar a quienes le persiguen. Y todo ello mostrado a una velocidad vertiginosa, que le lleva por diversas ciudades del mundo tirando del hilo hasta conseguir, por fin, recuperar su identidad.

El director Paul Greengrass, sin liarse en exceso, repite la misma fórmula de la entrega anterior, con efectivas peleas, alejadas de espectaulares coreografías, y persecuciones de coches que recuerdan a la de los años 70, que demuestran la excelente planificación de las mismas (y es de agradecer ver por fin coches que no explotan a la mínima oportunidad). Sin duda el film consigue mantener el interés a lo largo de los 120 minutos del metraje y consigue que el espectador vea el film en un suspiro. Esperemos que los productores decidan dejar descansar merecidamente a tan sufrido personaje ya que hacerle volver a las andadas bajo las mismas premisas ya sabidas puede conseguir el efecto contrario.