Ser un punto de inflexión en la historia del cine genera atemporalidad, impide que sea olvidada y fuerza a los espectadores del presente a verla más como un milagro o un fenómeno que como una película más.

No existe recurso preexistente al '40 que Welles no haya utilizado en el film, y hay muchos otros que inventa o reinventa para colocar en la película. Desde un montaje no lineal, pasando por la edición del sonido, hasta llegar a la fotografía caprichosa: nunca un plano a la altura de los ojos y una luz dura que hace que la mitad de las caras no se vean (la cara del periodista principal nunca la vemos más que de perfil). Todo para representar la doble moral del personaje principal, un tipo tan fiel a sus principios de periodista como a su propio narcisismo.

Ese «mcguffin» maravilloso que es "Rosebud", uno de los más enormes de la historia del cine porque cierra un círculo de forma magistral, una metáfora gigante sobre lo que se perdió o nunca se llegó a tener, es al final más interesante que la historia que se desprende a partir de él. Kane es tan distante que resulta poco atractivo y los entredichos de su vida son abrumadoramente detallistas y fríos.

No obstante, es tremendo como Welles aún siendo tan minucioso en la narración de los hechos, resuelve algunos momentos en la décima parte de tiempo que la mayoría. Destroza un matrimonio en 120 segundos de desayunos, cuenta la carrera de una artista en tres minutos, y muestra el crecimiento de un niño a hombre en una elipsis de diálogo. Sin embargo todo eso no alcanza para transmitir la suficiente emoción que permita empatizar más con la historia.