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Voto de El hombre martillo:
9
Thriller. Intriga Un asesino de niñas tiene atemorizada a toda la ciudad de Berlín. La policía lo busca frenética y desesperadamente, deteniendo a cualquier persona mínimamente sospechosa. Por su parte, los jefes del hampa, furiosos por las redadas que están sufriendo por culpa del asesino, deciden buscarlo ellos mismos. (FILMAFFINITY)
29 de enero de 2018
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Obra maestra del profético y subversivo Fritz Lang realizada en 1931, en pleno ascenso de Hitler al poder. Película primigenia del cine sonoro y germen remoto del subgénero psycho-killer. Pese a adscribirse temáticamente al cine de terror, su forma y enfoque recogen influencias del expresionismo y es precursora del cine negro americano (oscuridad, humo, policías, hampones, intriga), del que Lang fue un maestro (La Mujer del Cuadro, Perversidad, Los Sobornados, Deseos Humanos). Vista como un alegato antinazi por el régimen emergente, M sólo fue censurada en su título original, El Asesino está entre Nosotros, por razones obvias. “M” es la letra que le marcan en la espalda con tiza a Hans Becker (Peter Lorre), en alusión a Mörder, asesino en alemán (especie de antecedente de la estrella que pronto deberían llevar los judíos).

M, el Vampiro de Düsseldorf está inspirada en la historia real del asesino serial de Düsseldorf, el sádico Peter Kürten, un pedófilo que se dedicada a matar niñas y que fue perseguido durante mucho tiempo sin éxito tanto por la policía como por los ciudadanos, lo que provocó que la ciudad viviera bajo un clima de histeria continua. Kürten, que confesó haber cometido setenta y nueve crímenes, ganó la fama de “vampiro” al afirmar en su juicio que había bebido la sangre de una de sus víctimas. Fue arrestado en 1930 y ejecutado en 1931. Sus últimas palabras, casi coincidentes con el estreno de la película, fueron: “Dígame, cuando me hayan decapitado ¿podré oír siquiera un momento el ruido de mi propia sangre saliendo del cuello? (silencio) Sería el mayor placer, para terminar todos mis placeres”.

Lang, tras un inicio genial en el que muestra un asesinato de forma tan sencilla y sugerida como escalofriante, sólo con la imagen de una pelota abandonada y un globo enganchado en los cables eléctricos, se zambulle de pleno en la investigación criminal, haciendo una exposición pormenorizada de análisis y técnicas policiales, algo que resulta tremendamente moderno en el cine actual. La parte final es el clímax de la película, con el juicio a Becker, que es condenado a muerte, sin posibilidad de defensa, por un juzgado formado por delincuentes y malhechores. Ahí es donde el autor expone la motivación del trágico asesino, que en un desgarrador monólogo confiesa que es presa de un trastorno mental irrefrenable, a la vez que obliga a sus captores a buscar en su interior la semilla de la maldad, y suplica ser entregado a la verdadera justicia.

Fiel a su corpus fílmico, Lang contrapone psicología individual y justicia (injusticia) social, reflexiona sobre la responsabilidad y culpabilidad y enseña cómo la microsociedad (policía, crimen organizado, medios de comunicación, civiles) reacciona ante un peligro desconocido que perturba la cotidianidad: miedo, paranoia, control, represión. M, como inducida por el estado de decadencia y asfixia de la Alemania del momento, hace una sutil crítica de la situación sociopolítica que se estaba gestando y parece decirnos que el culpable de la monstruosidad no es la mente enferma, que no puede reprimir su instinto asesino, sino la obtusa que la cobija y la hace crecer hasta que es demasiado tarde. El director de Metrópolis ya intuía lo que poco después iba a suceder en su país, cuando el partido nazi se convirtió en la primera fuerza política al obtener casi catorce millones de votos.

Lang, ayudado por todo un referente del cine expresionista alemán, el director de fotografía Fritz Arno Wagner (Nosferatu), subraya una atmósfera taciturna y patológicamente convincente en un entorno de pesadilla. Crea el suspense a través de la imagen (planos opresivos, picados y contrapicados, juegos de luces y sombras), el sonido (pasos en la calle, silbidos, gritos, susurros) y el silencio dramático, recurso que aprovecha del cine mudo. Pese a lo insano y diabólico del relato, Lang insinúa pero no muestra. No necesita exhibir sangre ni crudeza para retratar la maldad humana. Vigorosa y con estilo, M, el Vampiro de Düsseldorf es un clásico atemporal que sigue horrorizando y estremeciendo casi noveinta años después.

Mención aparte merece la sobrecogedora actuación del inquietante Peter Lorre como M (especialmente en el juicio final), seguramente el mejor retrato de un psycho-killer de la historia, cuya mirada oscila entre la perversión, el tormento y la cobardía. El actor venido del teatro, de origen judío, tuvo que huir de Alemania por miedo a los nazis poco después del estreno de la película. Fritz Lang lo hizo dos años más tarde, después de divorciarse de su esposa, Thea von Harbou, coescritora del guión y que, fatalidades del destino, acabaría uniéndose al partido de Hitler.

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