Lo que a lo largo de los tiempos se nos ha transmitido como Historia, no es más que una serie de acontecimientos contados, parcial e inexactamente, pues, los llamados historiadores, han validado en cada narración, de manera consciente o inconsciente, inevitable o descaradamente, toda suerte de percepciones, desinformaciones, tergiversaciones, especulaciones, suposiciones… y acomodaciones de toda índole. Les ha servido el recuerdo tangencial, la opinión dañina o tendenciosa, el concepto exagerado, la anécdota maquillada… y así, la totalidad de la historia humana, tiene tanto de realidad como de inevitable ficción.

Por esto, con harta frecuencia es vano discutir, si una película se “ajusta a los hechos reales” o los modifica, cuando lo cierto es que, cuente lo que cuente, tan sólo se basa en hechos que nadie sabe cómo y porqué sucedieron exactamente.

En lo que a mi respecta, lo único que busco en el cine -siempre ficción-, son historias que me hagan vibrar, que me lleguen al alma, y me sirvan de ejemplo para sacudir las sombras de mi existencia… historias con personajes a los que pueda querer y admirar porque tienen “vida” y fuertes sentimientos, porque poseen carácter y principios, y, por qué no, porque aleccionan con la eficacia de sus acciones.

“LA CONQUISTA DEL OESTE” es un filme con una infraestructura más que satisfactoria: Tres veteranos directores con gran experiencia en el western, un formato imponente y majestuoso, aunque imperfecto (el cinerama), un reparto lleno de estrellas MGM, una fotografía que resalta hasta la saciedad la vastedad de la paradisíaca tierra arrebatada a los mejicanos… y una banda sonora memorable.

Pero aquí termina todo, el resto es una historia tímida y desabrida, sin otro personaje más digno de recuerdo que la preciosa Carroll Baker, y sólo por su belleza. Stewart, Peck, Fonda, Wayne, pasan por la historia dejando constancia de lo más insulso de sus carreras. La narración de Tracy es arrancada de la más aburrida enciclopedia y la maratónica aventura se desvance momento a momento sin que ocurra nada que nos despabile con merecimiento.

No hay una sóla escena que emocione o que divierta, ni un personaje simpático (aunque Peppard casi se acerca), y sólo cuando suena la fascinante “Canción de la Pradera”, sentimos algo de vida, porque sus notas son embelesadoras.

En definitiva… esta es la clase de película que no me conquista.