Se relaciona este film con nombres como Haneke, Lynch o Buñuel. Sin duda no desagradará al griego Yorgis Lanthimos la vinculación de su película con estos pesos pesados, aunque siendo sinceros hay que advertir que “Canino” dista todavía mucho de llegar al nivel de los maestros anteriormente citados. Por supuesto las comparaciones no son absolutamente gratuitas, algo hay en “Canino” de la mirada aséptica de Haneke, la narración encriptada de Lynch y el surrealismo de Buñuel, pero a Lanthimos parecen interesarle más los aspectos más morbosos de la historia que nos cuenta (violencia y sexo campan a sus anchas a lo largo del metraje) y se olvida de las posibilidades que le brindaba un argumento que se muestra incapaz de desarrollar en todo su potencial.

Recordemos que estamos ante una película que parte de la base de un grupo familiar encerrado en si mismo. Tres hijos (de una edad algo mayor para que muchas de las situaciones gocen de suficiente credibilidad) cuyo universo existencial se sitúa en el límite que marca el jardín de su casa. Este original punto de partida, que en manos de otro cineasta podía haber servido para analizar en profundidad las relaciones (a)sociales a que se ven sus personajes, es desaprovechado por Lanthimos, empeñado en desentrañar la parte más oscura y morbosa de las relaciones entre los hermanos sin desarrollar su vertiente más social, curiosamente y según palabras del propio director la motivación principal que le empujó a escribir la historia. La crisis de la institución familiar apenas se deja entrever ante la sucesión de escenas chocantes y grotescas, siempre al filo del ridículo cuando no cayendo de lleno en él. A veces comedia absurda, a veces moderno cuento de terror, “Canino” se acaba mostrando como una rareza malévola cuyas aristas e incoherencias argumentales acaban pesando más que sus inequívocos buenos propósitos.

Lo mejor: su condición de “rara avis” en el panorama cinematográfico actual.

Lo peor: la incapacidad de Lanthimos para ir más allá de la anécdota.