Hay películas que habría deseado descubrir a los doce o trece años. Probablemente, la primera de la lista sería ésta, la del nombre prohibido. Recuerdo lo que uno de los presidentes que ha tenido la Disney dijo sobre ella; que era su película de animación favorita (lo cual, se mire como se mire, es sinceridad en estado puro), y que, de haber sido ellos los que tuvieran esa historia, habrían sacado cuatro o cinco películas sin mayores dificultades. Es la mejor crítica imaginable para una película de animación.
Lo curioso de la historia es su solidez. Cómo todo cuadra, la animación, la historia, la música, el misterio, el humor y el puro espectáculo. Tanto es así que, entrado el nuevo siglo, se estrenó en cines franceses y arrasó, lo cual demuestra que hay un par de cosas o tres que deberíamos aprender de los galos. Hace dos veranos, en Londres, entré en una tienda especializada en cine y comics, que tenía dedicada una estantería completa a la obra de Miyazaki y su estudio. Todas sus películas estaban allí. Desde entonces me pregunto a quién habría que pedir responsabilidades, quién puede explicar por qué no ocurre eso en España. Yo tengo mi copia a buen recaudo, y la he distribuido todo lo que he podido. Porque una historia de piratas, de princesas, de castillos perdidos en el aire, de tesoros inmensos y robots resucitados, de naturaleza mágica y embarcaciones aéreas, de aventura sin límite es justo lo que cualquier crío necesita tener a mano.