Ahora que está de moda pasar el cine de artes marciales y samuráis por el filtro del esteticismo vacuo y la pose arty (completamente alejada de la esencia primitiva del género) es de agradecer que haya gente que todavía se acuerde de los verdaderos clásicos (Kurosawa, un poner) y se deje de tanta mariconada.

Yamada nos presenta esta triste y bella historia de un mundo en extinción con el aliento poético y la sobriedad que caracterizaron las mejores obras del autor de Trono de sangre. ¿De qué sirve la inteligencia y el honor en la batalla cuando una bala traicionera te puede matar por la espalda? De eso habla la película, del dramático tránsito entre la tradición y la modernidad, entre una forma de vida perjudicada por la propia corrupción interna y una nueva línea de pensamiento que no responde a códigos de honor dignos y que viene representada por la expansión apabullante y arrasadora de las temibles armas de fuego.

Por en medio también se nos cuela una comedida y sentida historia de amor, quizás desplegada de forma algo evidente. Aunque lo mejor de la película es la sapiencia de Yamada a la hora de elaborar los encuadres y diseñar las peleas cuerpo a cuerpo, donde su precisión en la puesta en escena alcanza cotas artísticas sublimes sin renunciar a la emoción. Mi principal pero se lo pongo a su tempo narrativo, legítimo y comprensible, pero quizás algo apagado, algo falto de fluidez; o tal vez sea que su fluidez interna corre a una velocidad que no es la que más me estimula. Aún así, hermosa película, de esas que siguen recordándose tiempo después de haberse contemplado.

Lo mejor: el diseño artesanal y 100% cinematográfico de los combates.
Lo peor: un poco lenta, para mi gusto.