Si existe una peli que, desde mi más íntima y recóndita memoria cinéfila, huele a nochevieja por los cuatro costados, ésa es -indudablemente- “La gran familia”. Y no sólo por la célebre secuencia en la que un grandioso Isbert busca desesperadamente a su nieto (¡¡¡Chenchooooooooooo!!!) entre el gentío y las luces navideñas, no. “La gran familia” es mi peli de nochevieja por antonomasia porque si una peli recuerdo haber visto con total y absoluta nitidez una entrañable noche de fin de año mediados los años setenta, ésa es -repito- “La gran familia”. Concretamente, en casa de mis abuelos maternos. Arrebujadito en el enorme butacón de mi abuelo con una manta por encima y la estufa de butano funcionando a pleno rendimiento.

No recuerdo haberla visto ninguna otra vez. Al menos, entera. Pero qué más da. “La gran familia” pertenece de pleno a esas pelis de la infancia que nunca se olvidan. Y aunque hoy por hoy apenas recuerdo las peripecias por las que pasaba esa familia supernumerosa en aquellos años de férrea y despiadada dictadura franquista, me quedo -incuestionablemente- con el espíritu risueño y optimista de un generoso núcleo familiar unido ante las adversidades.

Hoy, sin embargo, no sólo me apetece hablar de la peli de Palacios. Me apetece también hacerlo de esa gran familia denominada FA. Una gran familia en la que, como en las mejores, hay de todo. La ventaja de la familia filmafinitera respecto a la familia real, sin embargo, es que no viene impuesta. Y eso supone, obviamente, que uno no tiene por qué soportar suegras viperinas, cuñados plastas o sobrinos repelentes. Permitidme, pues, que -en lugar de lanzar un genérico e impersonal “Feliz Año Nuevo” a todo bicho viviente- destine un simbólico brindis y mis mejores deseos a los usuarios (zona spoiler) con los que he mantenido, en mayor o menor medida, un trato agradable y cordial durante este 2010 que hoy finaliza. Como decimos en català: “Salut i força al canut, companys!”.