Reconozco que cuando vi por primera vez "Entre copas" me deslumbró porque creí que Billy Wilder se había reencarnado bajo el aspecto de Alexander Payne. El sentido del humor agrio, los perdedores patéticos pero entrañables, los amores imposibles, la amenaza de que la rutina te arruine la vida, los diálogos audaces, la habilidad para saltar del drama a la comedia o ese final que bien a gusto firmaría el maestro en el que los personajes se dan cuenta de que vale la pena arriesgar.

Encima con personalidad propia, con ese cursillo acelerado para iniciarse en la fascinante cultura del vino, con el tratamiento abierto del sexo y con unos personajes principales únicos; la pedantería e inseguridades de Paul Giamatti y la simpática resistencia a madurar de Thomas Haden Church son dos creaciones de una humanidad y complejidad de primer orden.

Pero esta es la tercera vez que la veo, y aunque me sigue haciendo reír a carcajadas en algunas escenas y Virginia Madsen me pone la piel de gallina con su discurso sobre lo que el vino le evoca, me doy cuenta de que el guión cae en alguna redundancia y que la media hora previa al final flojea un poquito. Pero me sigue pareciendo una película excelente.