Puedes ir a Japón y encontrarte cualquier cosa, pero si lo que quieres es lo auténtico, lo real, la conjugación más respetuosa entre lo tradicional y lo actual, entonces yo sin duda me iría a Tokio a buscar la pastelería que regenta ese hombre que contrata (tras dudar bastante) a una septuagenaria para que le ayude en la cocina.

La clave es ella, desde luego, un personaje que conserva todo el idealismo de una generación que intenta transmitir los valores con los que crecieron. Hay dos vértices más, el encargado del negocio, que arrastra una deuda que va más allá de lo económico y nos enlaza inevitablemente con una ética que se asume como indiscutible y que tiene que ver con las relaciones entre los seres humanos. Todo es importante, no hay nada que debería escapar de nuestra atención, porque nada es suficientemente pequeño y no hay película con más o menos ritmo: las cosas como son, te pueden gustar más o menos, pero lo que vemos en "Una pastelería de Tokio" es puramente japonés.

Revisamos la buena historia del cine japonés y no sólo hay Ozu, también está Naruse, parte de lo que hizo Kurosawa y otra parte de Kobayashi... Y tantos y tantos otros no tan conocidos. Evidentemente Naomi Kawase no es Koreeda pero, ¿estamos aquí para comparar?; sin duda es buena en su espacio, juega con sus elementos y aquí nos ofrece un relato mínimo que apenas llega a fábula.

Una película expresamente limitada que consigue su objetivo... intimidad, emoción contenida y mucha poesía.