El hierático Hulot deambula por el mundo como un niño, atónito ante la grandeza de todo lo que le rodea, ante el movimiento y las cosas que pasan. Este especie de entumecimiento le lleva a meterse en un montón de aventuras y conflictos, donde su confusion se hara patente pero también su pérfida indiferencia hacia los mundanos problemas en los que se inmerso y que el mismo crea.
En este su confuso deambular los edificios cobran un papel fundamental, como guarnición de los desviaros vitales de una humanidad empeñada en crear laberintos de cristal que no parecen diseñados para la vida sino para un suave placer estético. Hulot, como vestigio de una época pretérita, más simple y ligera, permanecerá en este mundillo futurista como un eterno extraño, empeñado gracias a su mucha inocencia en sacar a sus habitantes de la niebla de ciencia ficcion en que se encuentran sumidos. Este anacronismo crea un juego visual espectacular para el espectador, que disfrutara como nunca de los movimientos del hombre de la pipa y la gabardina, movimientos nerviosos y torpes, pero humanos al fin y al cabo, en contraste con la robótica arquitectura.
Nunca Tati logro una estética tan aguerrida como en este filme, que merece la pena aunque solo sea por la contemplación de tan fascinantes planos y composiciones, llenos de lineas, de movimientos y de candor.