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Voto de José (FullPush):
9
Drama Elisabeth (Liv Ullmann), una célebre actriz de teatro, es hospitalizada tras perder la voz durante una representación de "Electra". Después de ser sometida a una serie de pruebas, el diagnóstico es bueno. Sin embargo, como sigue sin hablar, debe permanecer en la clínica. Alma (Bibi Andersson), la enfermera encargada de cuidarla, intenta romper su mutismo hablándole sin parar. (FILMAFFINITY)
6 de noviembre de 2013
11 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
Me refiero directamente al artífice de la obra que nos ocupa porque considero que el artista, si es lo suficientemente honesto, abordará cuestiones que le inquieten de verdad y tratará de llevar a buen puerto sus ideas (o ausencia de ellas) con el fin de enarbolar un discurso más o menos consistente con que psicoanalizar no sólo su propio yo, sino el yo colectivo que visiona y es otro constructor más. Del mismo modo, la referencia al psicoanálisis no es casual, en tanto en cuanto Bergman podría ser catalogado como un frío observador que desmenuza y analiza concienzudamente toda presa de su cámara, de lo que se deriva que sus obras tengan siempre una fuerte evocación al bisturí y a la lógica del forense y ensayista. El olor a muerte es manifiesto.

El mismo título de la cinta arroja alguna clave para la reconstrucción, necesaria, de cuanto acontece bañado por la luz blanquísima, lechosa de renacimiento, del director de fotografía. Ahondando en la etimología de persona, se aprecia rápidamente el paralelismo entre la actriz de teatro (persona física) y el baile de máscaras que des/dibujarán su personalidad (persona íntima). La obra de Bergman es, ante todo, un estudio de las fases de erosión-aislamiento-resignación que habrán de darse en la actriz protagonista, símbolo de la angustia humana y de la náusea ante un mundo que arroja muy pocas respuestas con calado más allá del vértigo existencial, con lucha posterior o sin ella. La consecuencia más directa será que el tándem Elisabeth-Alma se revele como dicotomía indivisible, como caras distintas y complementarias de la acuciante contradicción.

Así es como, en efecto, se inicia esa lucha contra las pulsiones por parte de una actriz que ve en el silencio su último refugio, una última y desesperada oportunidad de escapar a la palabra inútil, a la cansina, incombustible acción del verbo frente a la nada. La nada: he aquí la Palabra, motor de ignición para las enfermedades del alma que se debate a coletazos estériles en busca de la plena conciencia del existir. La repetición de la imagen de ese prólogo que es tienda de los horrores parece inevitable: la vida es ser un niño que se tapa con una manta demasiado corta, que pasa frío en la cabeza o en los pies y debe decidir qué le molesta menos; la vida es ese mismo niño contemplando por televisión un desfile de violencia que no entiende. Es sufrimiento.

Nuestra protagonista sufre, claro que sí, ¿y quién no lo hace? Su batalla es la batalla del género humano en toda su extensión catalizada por el cine, sublimada por la evidencia de que la muerte no es tal en la pantalla; subrayada también, quizá, por eso mismo. Vuelve a la mente la imagen de un juego de manos y cabe preguntarse si es el director el que simula ser capaz de mirar a la cara a su demonio y reírse con él o si será la cinta misma, que se ha despegado independiente de su creador y establece para ella sus propios límites. La función durará lo que dure el objetivo. Nuestra protagonista sufre, pero su enfermera cree poder ayudarla, puesto que dice ser feliz y eso siempre es síntoma de superioridad moral, se dirá para sus adentros, equivocándose.

Poco a poco la cinta se despoja de sus máscaras, dejando el rostro de las dos mujeres al desnudo, de donde se desprende una mirada común que fundirá sus dos mitades, propiciando el trasvase de una a otra. Silencio y perorata, fatalismo y vitalismo en un enfrentamiento unamuniano por la pervivencia de la conciencia; todo un baile trágico del que da perfecta cuenta cierto plano de una estatua en clara posición de pataleta, de impostura vital en que se confunden perspectivas. En este sentido, conviene recuperar la palabra trágico, y es que para Bergman no hay comedias que valgan: la vida es una araña con apariencia de cordero donde sólo cabe la auto-curación sin esperanza traicionera, a modo de olvido y reverencia ante la nada con su manto. No es una conclusión feliz, ni mucho menos, pero nadie dice que abrazarla sea rendirse.

A este respecto, se me hace raro terminar sin mencionar la palabra dios en toda la crítica. No es casual en el cine de Bergman, en todo caso. El director se reserva el único papel de demiurgo de sus torrentes interiores y el espectador ha de acatarlo. Al fin y al cabo, es una cuestión personal. De fondo seguirá sonando la única banda sonora de la obra, que yo recuerde: la gota de agua. Prueba vital de que seguimos por aquí y que articula un pensamiento: cuando no hay nada que decir, nada resulta suficiente. Dualidad sintética de una sesión de cine en que perderse si no hay temor a la carencia de respuestas, al envés de los espejos y a ese otro yo que se perfila en la distancia amenazante. La gota de agua es el tiempo, que no se ralentiza para nadie, aunque, a veces, episodios de una sensualidad que se desborda pueden llevarnos a los límites de nuestra percepción y hermanarnos de dolor con estar vivos. Lo sabe Alma. Lo sabe Bergman.

Lo sabemos.
José (FullPush)
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