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Voto de Vivoleyendo:
7
Thriller. Acción. Drama Año 1987. La ciudad de Sevilla se prepara para acoger la Expo del 92. Ángel (Mario Casas), un joven inteligente y ambicioso, aspira a ser inspector de policía, y entró en el cuerpo intentando respetar la ley. Rafael (Antonio de la Torre), en cambio, es un policía expeditivo, contundente y arrogante. Junto con Miguel (José Manuel Poga) y Mateo (Joaquín Núñez) forman el Grupo 7, un conjunto de policías sin escrúpulos, dispuestos a todo ... [+]
22 de diciembre de 2014
2 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Todavía recuerdo la Sevilla de antes de la Expo. Un caos por el que era un infierno circular en coche. Mi padre odiaba tener que conducir por ella cada vez que íbamos, y eso que a él siempre le ha gustado conducir.
Después llegaron las faraónicas obras para remodelar la ciudad y sus accesos. Se construyó la Autopista del Quinto Centenario que conectaba la capital andaluza con Huelva y nuestras playas. La faz de Sevilla cambió radicalmente. Puentes nuevos, avenidas transformadas, carreteras, calles y barrios remozados, toda la Isla de la Cartuja convertida en un crisol de pabellones, países, provincias, culturas, vanguardias del arte, la ciencia y la tecnología, curiosidades, pantallas gigantes, cines en 3D, escenarios, fuentes, monorraíl, teleférico... El 92, no por casualidad coincidiendo con el quinto centenario del descubrimiento de América, fue el año en que España acogió algunos de los acontecimientos culturales y deportivos más importantes de su historia. La Expo, las Olimpiadas de Barcelona y Madrid Capital Europea de la Cultura. No se me olvida aquel aire de renovación, de efervescencia ante todo lo que se avecinaba en el que sin duda fue uno de los años más intensos, en un sentido positivo, no sólo a nivel nacional, sino a nivel personal. Era una sensación como de estar en el centro de la acción, un optimismo alimentado por el hecho de que había tanto que ver, tanto que hacer, tanto que visitar, tantas maravillas por vivir. Creo que fue el año en que más veces he viajado y uno de los más felices por los que he pasado.
Yo visité la Expo el 2 de agosto, la única vez que pude ir. El calor era tan aplastante como el que la estoica capital soporta cada verano. Los termómetros gigantes marcaban más de cincuenta grados y yo, recorrida por aquella fiebre del adolescente en pleno descubrimiento, corría de un pabellón a otro, rellenando la botella de agua en los grifos de los servicios públicos porque el agua fría de las máquinas expendedoras se agotó en todo el recinto, recibiendo el alivio del aire acondicionado cada vez que me metía en un edificio cualquiera, no me importaba cuál con tal de que no hubiese que hacer una cola kilométrica. Y así, mientras la gente se derretía esperando durante horas para entrar en el cúbico pabellón de España u otros igual de masificados, yo decidí no perder el tiempo y entré sin problemas en muchos que también tenían cosas mágicas que ofrecer. Tantos que perdí la cuenta a partir del número diez. Cayó la noche y la ausencia del sol ofreció un poquito de tregua, no mucha. Me fui a ver los fuegos artificales junto al lago artificial, presencié un espectáculo en la Plaza Sony y después me metí en un disco-pub a bailar hasta la madrugada. En el viaje de vuelta a casa me quedé tan profundamente dormida en el asiento (yo rara vez duermo cuando viajo de pasajera en coche) que ni siquiera me enteré de que cayó una lluvia veraniega.
Fue un buen año, al menos para mí.
Las imágenes de Sevilla hormigueante de obras y construcciones me atraviesan de nostalgia.
No todo fue fiesta y alegría. Aquel impresionante lavado de cara, como siempre sucede, intentaba tapar las lacras de detrás. Mientras muchos vivíamos la euforia, otros seguían nadando en la mierda de la marginalidad, la corrupción, el narcotráfico...
Los lavados de cara pretenden que las ciudades presenten una imagen de belleza y ejemplaridad que no es más que un espejismo de apariencia. Que cuando vengan los millones de turistas no se topen con los camellos vendiendo en las esquinas y no regresen a sus casas echando pestes de lo mal que funciona todo en España.
La droga pululaba y la policía hizo lo que hace cada vez que se ve sometida a una gran presión cuando un evento mastodóntico sacude su ciudad. Endureció sus métodos. Algunas brigadas lo hicieron más que otras. Y ahí es donde se difumina la delgada línea entre legalidad y crimen, entre ética profesional y brutalidad. Es alarmante que quien ostenta la autoridad abuse de ella, pero es que es muy fácil dar el paso hacia el abuso. El poder y un arma en la mano se pueden subir a la cabeza rápidamente como las burbujas del champán, pueden nublar cualquier principio.
Ahí queda un testimonio más de lo peligroso que es introducirse en el inframundo, de que es prácticamente imposible que salga de ahí un alma limpia o ilesa, ya sea del bando que sea. Hay muy pocos héroes si los hay y ni siquiera éstos salen indemnes. Y casi todos pierden de alguna forma. O acabando muertos o mutilados física o psicológicamente. Buenos y malos, qué patraña, no es como en las películas ñoñas. Supongo que "Grupo 7" se aproxima sospechosamente a la realidad.
Lo mejor, la ambientación pre-Expo. Los barrios. La hostilidad. Las persecuciones, redadas, emboscadas y palizas, muy verosímiles. La cantinela que sonaba en mi cabeza y que me decía que yo no habría sido poli ni mujer de poli por nada del mundo. No tengo agallas, coraje o estómago ni para lo uno ni para lo otro.
El 92 se acabó y llegó el bajón, el latigazo del exceso que viene con la factura en cuanto la juerga se ha vuelto cenizas en la boca.
Sombras y zonas vacías que quedaron para la culpa y el olvido, reflejadas en una Cartuja desmantelada y fantasma que ya había perdido su efímero esplendor.
Vivoleyendo
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