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Voto de Vivoleyendo:
9
Drama Umberto Domenico Ferrari es un jubilado que intenta sobrevivir con su miserable pensión. Sumido en la pobreza, vive en una pensión, cuya dueña lo maltrata porque no consigue reunir el dinero necesario para pagar el alquiler de su habitación. Los únicos amigos que tiene en este mundo son una joven criada y sobre todo su perro Flike. (FILMAFFINITY)
1 de abril de 2010
7 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Vittorio de Sica era los ojos y la voz de un pueblo doliente, mísero, encallecido. Aquella Italia negra de hambrientos crónicos posa sin paliativos frente a una cámara sufrida y desnuda, que rueda desde la delicada, compasiva y respetuosa visión de un director que tenía la llave maestra para fotografiar el sufrimiento con el mayor tacto.
Los desempleados, las mujeres solas y amenazadas, los niños que tienen que madurar deprisa, los ancianos desvalidos… Todos los sectores sociales en peligro de abandono e inanición desfilan por esas imágenes de protesta que ponen en evidencia las carencias de la agigantada deshumanización.
El pensionista desahuciado que da con sus huesos en la indigencia, es la viva estampa del egoísmo individual y colectivo. Ha rendido servicios a la comunidad durante treinta años. Ciudadano honrado a carta cabal, no habría contado entre sus expectativas la de ser recibido por una vejez homicida. Cualquiera que ha trabajado tantos años espera lo que es natural: alcanzar una ancianidad de plácido descanso. Algo muy, muy lejos de la realidad. Con la jubilación empieza la acelerada caída hacia el tormento. La pensión no alcanza para cubrir las necesidades básicas, y vivir requiere unos gastos que no puede sufragar un anciano que no cuenta con nadie que le ayude. Don Umberto es empujado a esa carrera despiadada que es peor que el hambre, que las deudas eternas, que la patrona sin escrúpulos que quiere echarle de la habitación por impago. Es la carrera de los microbios, que ya son menos que personas, que mueren despacio más por la decepción vital que por las exigencias primarias cada vez menos satisfechas. Lo que mata a los viejos tirados en la calle, que ya sólo tienen lo puesto y como mucho la inapreciable compañía de un fiel perro o la amistad de alguna moza doméstica en apuros, es constatar que su mundo se ha derrumbado. Que no cuentan con más manos que, quizás, las de muchachitas tan desahuciadas como ellos, también apaleadas y arrolladas, pero que, a pesar de su precaria situación, aún regalan ternura y sienten lástima por otros que están tan mal como ellas. En cambio, los que pueden pasear tranquilos su buena fortuna, se desentienden, huyen como conejos ante los mendigos que abundan en Roma, y en todas partes, como si la mendicidad fuese una pandemia contagiosa y marcada con un estigma de mal augurio, semejante a la lepra.
Umberto contempla el fallecimiento de sus esperanzas, el cruel ocaso y, terco, se resiste a pedir o aceptar limosna. Es intolerable malvivir con la obsesión de las liras que siempre faltan, de la malnacida de la patrona usurera, de las pequeñas triquiñuelas de pobre para ir tirando. Si la vida se ha reducido a algo tan miserable… ¿Para qué seguir? Si los únicos que se preocupan por ti son tu perro y la bondadosa criada de la patrona, y ya no puedes mirarte al espejo porque sólo ves a un desgraciado que no tiene donde caerse muerto… ¿Qué sentido tiene continuar?
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Vivoleyendo
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