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Voto de El ermitaño:
9
Drama Kanji Watanabe es un viejo funcionario público que arrastra una vida monótona y gris, sin hacer prácticamente nada. Sin embargo, no es consciente del vacío de su existencia hasta que un día le diagnostican un cáncer incurable. Con la certeza de que el fin de sus días se acerca, surge en él la necesidad de buscarle un sentido a la vida. (FILMAFFINITY)
29 de diciembre de 2007
6 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Akira Kurosawa, triunfador en el Festival veneciano de 1951 con su film "Rashomon" permitió descubrir a Occidente una cinematografía que, hasta entonces se creía inexistente.
"A veces, pienso en mi muerte -declaraba en una ocasión nuestro autor- siento que me queda tanto por hacer, que he vivido tan poco... entonces, me quedo pensativo, pero no triste". Este sentimiento es la idea de partida de su película número catorce, "Ikiru"(Vivir), rodada en 1952, una obra maestra.
En "Vivir", Kurosawa nos pinta sin acidez, antes bien con infinito amor, desde su conocimiento profundo de las miserias y el corazón humanos, las lacras de una sociedad injusta, anclada en la mediocridad y el adocenamiento, en la rutina y la ineficacia de la administración pública, el papeleo y el trabajo inútil, denunciando la falta de ideales, la injusticia, la ingratitud y la incomprensión y lamentando que seamos tan ciegos que no veamos la belleza que nos rodea y el bien que podemos hacer. "Vivir" es un canto a la vida, pese al dolor de los humildes, a la incomprensión y a la soledad.
El protagonista es un modesto funcionario municipal que lleva más de treinta años fosilizado entre carpetas y expedientes y que un diagnóstico de cáncer de estómago le encara con la mediocridad de su vida pasada, que ha malgastado inútilmente. Y, sin embargo, la vida, que es "lo que hacemos y lo que nos pasa", proyecto vital, como lo denominaba nuestro Ortega, hay que vivirla conscientemente, darle un sentido. Vivir es estar despiertos, preocuparnos de nuestro entorno, hacer el bien; es, sobre todo, hacer algo por los demás, para que el final no nos coja con las manos vacías y un áspero sabor en el alma a ceniza y a metal. Kurosawa es un moralista impenitente que nos advierte de que la vida, a pesar de todo, merece vivirse y que nunca es tarde para descubrir la belleza de una puesta de sol y la felicidad que nos inunda cuando, por amor a nuestro prójimo, luchamos como nuestro personaje quien, al final, encuentra su camino, intentando levantar un parque infantil en un barrio obrero. Ni las negativas ni las humillaciones quebrantarán su tenacidad y su esfuerzo en conseguir su propósito.
Y, cuando la muerte nos llegue, como, a la postre, le llega a nuestro funcionario, feliz, por primera vez en su vida, por haberse dado a los demás, podamos recibirla confiados, plenos de calma interior, columpiándonos con suavidad en el parque recién inaugurado, mientras canturreamos, por lo bajo, una vieja canción de amor, y la nieve cae sobre nosotros, silenciosa y dulcemente.
El ermitaño
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