La eternidad y un día

Alexandre, un escritor en los últimos días de su vida, decide repasar su existencia. Para hablar con su desaparecida mujer vuelve a su casa de la playa, en unos flashbacks que no interrumpen para nada el fluir de la película, sino que, al contrario, la enriquecen. Se comunica con ella a través de sus cartas, que son leídas entre las bellas imágenes del transcurrir. Pero Alexandre (un magristral Bruno Ganz), va a encontrar la redención en un niño albanés al que acoge en esas sus últimas horas, para emprender con él un viaje en busca de sí mismo, de su memoria, la de su escritura e incluso la de su patria: temas todos estos muy queridos para el desaparecido director griego. Se plantea, pues, el drama de la inmigración ilegal, y en la cinta se apuesta por el entendimiento entre los pueblos. La relación entre el niño y el escritor es de socorro mutuo, cada uno le entrega al otro lo mejor que tiene. Este recorrido final, en medio de unos paisajes bellísimos, con una fotografía, guión y banda sonora impagables, hacen que esta cinta de metraje relativamente largo se nos quede corta. Una obra maestra.