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Sólo el fin del mundo

Drama Tras doce años de ausencia, un joven escritor regresa a su pueblo natal para anunciar a su familia que pronto morirá. Vive entonces un reencuentro con su entorno familiar, una reunión en la que las muestras de cariño son sempiternas discusiones y la manifestación de rencores y reproches. Adaptación de una obra teatral de Jean-Luc Lagarce. (FILMAFFINITY)
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Críticas 56
Críticas ordenadas por utilidad
19 de noviembre de 2016
6 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Con una escenografía teatral, Dolan nos encierra en los bajos fondos de la incomunicación familiar, en una elipsis de desencuentros que nos trasporta al sinsabor de los fantasmas interiores, de la falta de expresividad grupal, esa cerrazón interior que nos impulsa a no ser capaces de expresar nuestros sentimientos. Una familia caracterizada con sus peculiaridades pero extrapolable a todas. Un ambiente enrarecido por la dialéctica fáctica o relacional, esa función del lenguaje que entorpece aún más por sus modos y que se contrapone al silencio, logrado y cáustico, del protagonista. Un choque de personalidades apabullante e interpretados a bocajarro, sin miramientos. Además Dolan nos fulmina el ánimo con una banda sonora e impactos visuales (a los que ya nos tiene acostumbrado) que nos eriza la piel, con sus bellas insinuaciones, planos sumamente cercanos, ausencia de aire en la pantalla que aumenta la sensación de claustrofobia en el espectador. Un espectáculo de intencionalidad.
Bolseiro
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13 de enero de 2017
5 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
El cine de Xavier Dolan está destinado a polarizar opiniones, y puede que allí, en sus aciertos y desaciertos, sea donde reside gran parte de su magnetismo. Y Solo el fin del mundo es la cinta de su carrera que mayores críticas ha suscitado, muchas de ellas argumentaras en la nada, provenientes del capón que muchos críticos ansían darle a un creador, pensarán ellos, demasiado joven para ser tan laureado.

Y es cierto, Solo el fin del mundo es incómoda de ver, por el acoso con el que la cámara cerca a sus personajes, y por el escaso margen de descanso que el texto deja a los espectadores. También hay momentos y decisiones que bordean el histrionismo, una especie de histeria emocional en la que Dolan arroja a sus estupendos cinco protagonistas, pero no es nada que en cualquiera de sus películas anteriores no apareciera ya. Desde su megalómana Lawrence Anyways hasta la esteticista Los Amores Imaginarios, pasando por esas menciones a madres sin hijos, matricidios y matronas sui generis, de Yo maté a mi madre, Tom á la firme y Mommy, la filmografía de Dolan nunca se ha caracterizado por su mesura, pues el creador aborda siempre complejos y tragedias de ecos clásicos desde el eclecticismo de una mala canción pop, hasta creaciones de personajes por encima de cualquier rasgo ordinario.

Por eso Solo el fin del mundo, a pesar de no ser en origen una historia de creación propia (como ocurría con su otra adaptación teatral Tom á la ferme), es un paso coherente en su carrera, a pesar de que al tratarse de un melodrama de interiores le resta la capacidad expresiva y plástica habitual de su cine. Pero este encuentro familiar, una especie de Bergman pasado de speed, sigue conteniendo el descaro expresivo de su autor por la decisión estética y narrativa del encierro a sus cinco protagonistas en el espacio físico y en el plano cinematográfico, y por el estallido que esa restricción (de aire, de tiempo, de intensidad...) provoca en los conflictos de todos ellos.

Gaspar Ulliel, que ya estaba extraordinario en Saint Laurent (a pesar de que su físico y su pasado como modelo hagan que esto no se aprecie tanto), se ahoga en el mar de palabrería de su clan familiar, incapaz de articular las palabras que él necesita. Nathalie Baye evoca a otras de las madres del cine de Dolan, como mujer que ya ha claudicado ante la imposibilidad de encontrar la paz familiar, y en su lugar se ha entregado a las palabras que sólo son ruido y mentira. Léa Seydoux habla para hacerse entender pero no sabe ni apenas lo que quiere decir, acaso que no sea un reproche. Vincent Cassel no habla, hiere, pues cada palabra suya nace del rencor y la incapacidad de comunicarse verdaderamente. Y Marion Cotillard querría decir demasiado, pero es sólo un peón en un campo de tiro de las palabras de su familia política. Palabras que no dicen nada, y que impiden que se diga otra cosa. Palabras que visten a otras palabras que deberían escucharse pero no llegan a articularse. Palabras, pensará Dolan, que sostienen aparentemente ciertos lazos familiares, aunque nunca deberían haberse dicho.
jaly
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16 de noviembre de 2016
5 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
No me ha parecido una mala película, despierta sentimientos y en cierto modo te puedes sentir identificado en puntuales sentimientos y conversaciones, el problema es que me parece carente de cierta, digamos, "información". Los personajes, ya definidos desde su comienzo, se aferran a sus sentimientos como a un clavo ardiendo y de ahí no se mueven. No fui capaz de empatizar al 100% con el protagonista y tampoco puedo juzgar sus razones, basicamente porque no da ninguna. Pese a este problema (que me parece clave para tratar el tema de la pelicula con más profundidad) me parece que es un trabajo estético bien realizado y creo que, de alguna manera, se ha hecho con cariño por parte del realizador. Un buen trabajo actoral en lineas generales, Cassel es ya un referente y Cotillard una luna entre estrellas.
Se la recomendaría a cualquiera, es digna de debatirse en una noche de verano.
claquetero
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12 de diciembre de 2016
5 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Puesto que, efectivamente, a tres palabras parece reducirse todo el caudal argumentativo de Louis, protagonista del largometraje, o, al menos, todo su repertorio en el ámbito familiar, dado que,paradójicamente, se ha labrado un nombre como escritor. Tres palabras incluso después de haber estado doce años fuera del hogar familiar.

Sólo el fin del mundo se nos presenta como una situación en que Louis regresa a casa después de más de una década ausente, según acabamos de mencionar, para anunciarles su muerte y es inevitable la comparación con la anterior película de Dolan, Mommy (2014), puesto que ambas analizan el entorno familiar, en las dos la madre desarrolla un rol sui generis, y no existe la figura paterna. En esta pareja de largometrajes, además, el protagonista es un hijo varón que padece importantes enfermedades: trastorno de personalidad en el caso de Mommy, algo que apunta a físico, puesto que no explicita demasiado, en el de Sólo el fin del mundo. Y en este binomio fílmico, la fotografía y la música son esenciales: mucho rock en Mommy, una banda sonora exquisita en Sólo el fin del mundo.

Porque la familia, seamos realistas, es el primer núcleo social, según hemos estudiado reiteradamente, el más pequeño y el más próximo a la persona, precisamente por ello el más destructivo, quizá porque “social” y “soledad” empiezan por la misma sílaba. En la familia se acunan las frustraciones, los traumas más arraigados, las situaciones más dolorosas para el individuo. La familia es algo así como un vínculo perpetuo con lo que más nos hace sufrir, porque uno puede cambiar de muchas cosas: de trabajo, de pareja, de ciudad, de estilo de ropa, etc. Pero nunca se puede cambiar de familia, por mucho que pasen doce años, ni tampoco de equipo de fútbol, aunque esto último me parece discutible. La familia es sólo el fin del mundo, la aniquilación de la persona sobre unos paradigmas atávicos, pero, vamos, que eso es lo que plasma Dolan en su filme y no tiene por qué coincidir con mis propias opiniones.

Y para desarrollar lo anterior, nos sitúa el cineasta canadiense ante cinco caracteres bien definidos: la madre, que personifica la inconsistencia, Antoine, el hijo mayor, que materializa la brutalidad, Louis, la melancolía, Suzanne, la hermana menor, da cuerpo a la fragilidad y Catherine, la mujer de Antoine, a la perplejidad y quizá una cierta atracción hacia Louis, que tiene poco futuro, puesto que éste es gay. Muy destacable es también que entre cada hermano, así a ojo de buen cubero, haya unos diez años de diferencia, lo que nos sitúa prácticamente ante tres generaciones diferentes, dado que hoy en día, el salto generacional se da cada década.

¿Qué puede hacer Louis, un temperamento sensible, ante un contexto que le ahoga? Escapar, desarrollar su potencial creativo y escribir postales a su familia cuando llegan los cumpleaños, porque éste es uno de los medios más bellos de comunicarse las personas, si no el que más, pero también de los más sucintos. Tres palabras, insisto, tres palabras es todo lo que Louis puede compartir con su familia. Pero aun así vuelve al hogar familiar, aunque ya se corresponde físicamente a otra casa, para completar su sufrimiento cuando siente que le queda poco de vida.

La narración se construye sobre una sucesión de primeros planos, pero no tomados de frente, sino de manera oblicua, lo que obliga a los actores a girar la cabeza para que podamos verles ambos ojos. Unos primeros planos, además, que están cargados de una enorme elocuencia y es algo digno de alabar en esta producción, habida cuenta de que, es obvio, que el director ha obligado a los actores a que sacaran lo máximo de unas miradas inclinadas que llenan la mirada en numerosas ocasiones, como digo, y en no pocas, sin texto.

Otras veces hay abundancia de texto, como en la escena en que Louis y Antoine dialogan airadamente en el coche de éste, donde lo novedoso es que la toma se hace desde el asiento de atrás, como si un tercer pasajero estuviera siendo testigo de ella. De ahí que se vean los reposacabezas de los asientos delanteros, como no podía ser de otra manera, la carretera por la que progresan, y tan sólo en posiciones muy forzadas, cuando tuercen la testa, el perfil de los actores.

“Expresión” y “exprimir” son dos palabras con la misma raíz etimológica y eso es lo que ha acometido Dolan con el reparto, que empieza y termina con cinco actores: exprimir al máximo sus posibilidades interpretativas.

Las escenas se desarrollan, bien en diálogos a dos, bien sentados todos alrededor de la mesa de comer, pero considero esencial resaltar que el drama familiar se desarrolla sin que sepamos exactamente cuál es. Quizá necesite explicarme un poco: lo que quiero decir es que películas sobre la familia, en general, o sobre el drama familiar, valga la redundancia, en particular, hay millones extendidas por todo el cine de todas las latitudes, pero tarde o temprano acabamos sabiendo a qué responde exactamente el trauma. Vienen a mi memoria ahora mismo la danesa Celebración (1998), de Thomas Virterberg, y la uruguaya La culpa del cordero (2012), de Gabriel Drak, donde existe una causa concreta que lo explica todo. Lo mismo podríamos decir de la pieza teatral Todos eran mis hijos (1947), de Arthur Miller, entre un sinfín de ejemplos. Pero en el caso de la película de Dolan que estamos considerando ignoramos de principio a fin las razones de la amargura, empezando por lo más inmediato: ¿por qué Louis se va da casa con veintidós años y no regresa hasta que tiene 34? No lo sabemos, ni el director quebequés se molesta lo más mínimo en explicitarlo, porque ése es exactamente el mensaje que quiere transmitir: no existe una causa para el drama: la familia es el drama. La familia sólo es el fin del mundo: si es que no puede estar más claro.

Juste la fin du monde en el título original ¿Tres palabras? Todavía nos sobran dos.
Fco Javier Rodríguez Barranco
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7 de enero de 2017
5 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Película premiada en Cannes que se estrenó ayer en Barcelona, del director Xavier Dolan originario de Quebec (Xavier es un nombre catalan) que forma parte de un joven cine francés en el que O. Assayas hizo también de enfant terrible, y que en poco tiempo ha acumulado una filmografía notable y muy apreciada por su público.
Esta vez las valoraciones de la crítica no le son muy favorables, Rotten Tomatoes, le da un escaso 44 % mientras que otras reflejan decepción, considerándola como menor.

El guión, adaptado por él mismo, parte de una obra para escenario, de J. L. Lagarce, con pocos vicios y muchas virtudes, pues en nada recuerda aquel viejo teatro filmado que tantos grandes actores interpretaron, como las del prolífico autor Tennesse Williams, Detalles, como los niños de la pareja de la casa, de los que se habla pero no están, remiten al teatro como formato aunque este es un cine intimista logrado por la composición de una fotografía de primeros planos que obvia otras consideraciones.
Su ritmo consiste en que todo se vaya precipitando hacia un final incierto, pues a medida que transcurre el metraje, se van configurando de una manera un tanto confusa todos aquellos sentimientos y resentimientos acumulados en personas ya desarticuladas. Expectación que crean, los 12 años que lleva huido Louis (Gaspard Ulliel) un admirado hermano, cuñado, e hijo (La madre, esta vez, es no es personaje central, tan solo una pieza vital, ruidosa pero sensata). El acercamiento en vis-a-vis de cada familiar a Louis por histriónico e histérico que resulte en su conjunto, es la confesión de egos, sumisión, amor/ odio , necesidad o libertad, por nombrar algunas de las emociones en juego. El elenco elegido es de absoluta maestría y no están desaprovechados. Puede que sea ésta una trama mínima pero al mismo tiempo es honda y compleja, y precisamente por esto, la intervención de los buenos se encarga de los matices, guiños y señales que se necesitan (a destacar Marion Cotillard y Lou Cassel)

Un plano detalle de la cara de Louis, descubre su mirada de tristeza por ellos y por él mismo.
La metáfora visual del final es discutible, pero clara.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
nevermore
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