The Hole

Escarabajo: insecto coleóptero de cuerpo ovalado, cabeza corta, color oscuro y fuertes élitros.

El director taiwanés Tsai Ming-Liang, conocido por la mayoría desde "El sabor de la sandía", combina con maestría patetismo y lirismo en una historia con ecos kafkianos. Se trata de una perfecta narración, en el sentido matemático del término -cuenten si acaso los minutos que separan cada número musical- llena de largos silencios imbricados dentro de la atmósfera que nos cuenta Ming-Liang. Ésta, se caracteriza por el aislamiento y la soledad de sus personajes.
Por una parte, una ciudad acechada por un virus desconocido que convierte las personas en escarabajos. Por la otra, las canciones de Grace Chang, cuya razón de ser -como afirma Ming-Liang- es consolarnos.

Los seres humanos son insectos, expuestos a la lente imperturbable de Tsai Ming Liang, quien lleva a cabo un insólito experimento: hacer un agujero entre las estancias de un sujeto varón y un sujeto hembra. Obtiene, de este modo, un espacio nuevo que rompe la barrera física y los predispone al acercamiento en un mundo patógeno, lacrado y marcado por la omnipresencia del agua.

Y no hay más que eso. El plan consiste en observar. Un sugerente punto de partida en una obra que se ablanda y se diluye entre los estándares reiterativos de un cine oriental contenido, sosegado, fotográfico, con un imaginario callado, sobrecargado de gestos y enseres domésticos, y que, en definitiva, acaba abusando de la propia sugestión.

Este es el mal de una narrativa que deja gran espacio para la metáfora pero en realidad nunca llega a mojarse. ‘The Hole’ consigue sacar un argumento de un agujero, pero sólo lo llena con tiempo. El resto lo deja a inducción del consumidor, para el disfrute de algún esteta fácilmente seducido, espectador voluble o de goce contemplativo.

Echo en falta las agallas e incluso la imaginación. Mucho rodeo para llegar al mismo lugar de siempre. De todo el filme me quedo con los pintorescos números musicales de karaoke-cabaret y con el morbo sensual que provoca hurgar en un agujero.

Pantalla en negro. En la radio un Fernando Simón taiwanés de fines del siglo xx da datos sobre la cuarentena impuesta por un virus. Luego vemos al protagonista en camiseta y calzoncillos, lo cual va a ser su habitual vestimenta durante toda la película, frente a una mesa llena de cigarrillos y latas de cerveza vacías. Llaman a la puerta y cuando el prota consigue levantarse a abrir es el fontanero que le explica que la vecina de abajo ha protestado por una fuga de agua y por eso necesita abrir un agujero en el suelo entre una casa y la otra. Ese agujero, que da título a la película, es una especie de símbolo de abertura entre dos soledades, la de los dos vecinos. Soledades que se ven muy bien reflejadas como en la escena en que cada uno en su casa consume su comida preparada o como cuando tanto uno como otra acaban bailando con el extintor del pasillo de la corrala-casa a falta de algo mejor.
Al principio el agujero es rechazado tanto por uno, que vomita su borrachera por el mismo, como por la otra que lo intenta tapar por medio del fontanero -que nunca vuelve a aparecer- como por cintas. Ante la inutilidad de su intento ella opta por ponerse mascarilla para intentar contener tanto al virus tanto a su deseo.
Pero ese deseo se muestra en la película por los números musicales intercalados que son de lo más salvable de la película. En esas canciones, a modo de ilustración inconsciente, se nos deja ver el acercamiento entre ambos vecinos en su lucha contra el virus de la soledad.