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La gravedad del tema y el apabullante acabado formal –soberbia puesta en escena, magnífico casting, deslumbrante fotografía, rigurosa dirección, espléndido montaje- han granjeado a “La cinta blanca” el calificativo casi general de “obra maestra”. Pero Haneke, como ya ocurriera en “La pianista”, está lejos de la grandeza, porque es mezquino con sus mezquinos personajes. Afirma el director que su tarea es plantear preguntas y dejar que el espectador busque sus propias respuestas; pero las respuestas son obvias cuando se hurta a los personajes la posibilidad de elegir. “La cinta blanca” no es en rigor una película, sino una foto fija de una época, un mundo y unos seres despreciables. No hay acción en ella, y por tanto tampoco tensión ni evolución posible en la mera descripción de unas vidas condenadas, desde el comienzo, a cumplir una existencia miserable. Haneke transforma la indudable influencia del ambiente y la educación en puro determinismo moral, sin tener siquiera la generosidad de colocar a los protagonistas –con una única excepción- ante una simple disyuntiva que muestre la existencia, detrás de la fachada de la podredumbre, de un mínimo grado de conciencia, sentimientos o libertad de acción. No se trata de pedirle que se convierta al humanismo de Renoir o Kurosawa, pero sí de que sea justo con sus criaturas y sus espectadores. La innegable potencia visual de esta película –no exenta, por lo demás, de cierto manierismo, por ejemplo en el abuso del fuera de campo, o en la sórdida representación del sexo, marca de la casa- consagra y refuerza el horror, pero también oculta la pereza del autor para indagar más allá de lo evidente: que la violencia engendra violencia y el mal nace del mal. Y ello es importante, entre otras cosas porque acusar del surgimiento del nazismo a los padres de la generación que lo abrazó -sugiriendo que, visto cómo fue educada, no podía sino acabar como acabó- y negando por tanto la existencia del libre albedrío, es, como poco, simplista. Y, como mucho, peligroso. |
NEU
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